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UN ARMARIO EN UGANDA

2016

Estaba atardeciendo y la luz se alejaba poco a poco en el horizonte de Masaka. Las tardes de los últimos días de enero eran cálidos y daba gusto estar fuera de casa. Koudou observaba sereno mientras el sol caía. Repasaba sus últimos meses y cómo su vida había tenido un giro sustancial hacia el futuro.

Uganda era un país que comenzaba a respirar nuevamente después de años pavorosos de guerra civil. Sin embargo el corrupto gobierno de Yoweri Museveni mantenía a empobrecidos ugandeses al margen de disturbios corrompidos sin voz a voto. Una atmósfera de miedo y persecución vivían aquellos más desprotegidos y eso cedía a una sociedad incómoda y descontenta, pero frágil y silenciosa. A pesar de la vida intensa en la capital Kampala, en el pueblerino Masaka se vivía en relativa tranquilidad. Y Koudou era un hombre afortunado. Su sueño fue siempre preparar a los futuros líderes ugandeses para convertir a su país en un mejor lugar para vivir. Había tenido la posibilidad de estudiar educación y poder dedicarse a enseñar a los niños de su pueblo las bases para ser personas correctas en una sociedad incorrecta. Sus 33 años ya lo hacían mayor, sin embargo su físico atlético y sonrisa predominante lo convertían en un veinteañero lleno de nuevos sueños por cumplir. Si ya había logrado el primero, ¿Por qué no podría lograr el resto?

Koudou vivía en una casa dúplex, muy cerca del riachuelo de Nabajuzi. La casa estaba divida en 2: el piso superior, donde él vivía, y el piso inferior, donde vivió siempre la familia Habachi. Zilaba Habachi era un hombre muy religioso, un patriarca clásico de sociedad africana conservadora. No permitía fiestas, tampoco frenesís de ninguna índole porque sus estatutos se respetaban dentro y fuera de casa. Koudou era un buen vecino. Intentaba no molestar a la familia de abajo. La verdad, apenas cruzaban palabras. Cumplía mensualmente con el alquiler y eso ya era suficiente. Entendía que la formación inflexible y opulenta de Zilaba era una anarquía de rigor y no estaba en sus principios desfigurarla, porque en Masaka era difícil encontrar un departamento como en el que Koudou vivía. La planta no superaba los 20 metros cuadrados, sin embargo tenía una terraza con una hamaca que le permitía a Koudou descansar al final del día y deleitarse con el paisaje de sabana africana. En todo caso no necesitaba mucho espacio: su cama, una pequeña cocina, su mesa con dos sillas, un televisor que funcionada cuando quería y un enorme armario. El armario de Koudou no era uno cualquiera. Su olor ilustre a eucalipto rosado y su tallado fino esculpido a mano imitaba perfectamente figuras de leopardos, campanas y placas con altorrelieve. Era el único recuerdo de su madre y era entendible el verdadero aprecio y cuidado que tenía hacia él. Su padre había sido asesinado en 1984 en el Triángulo de Luwero por el Ejército de Resistencia Nacional. Nunca supieron exactamente cómo fue ejecutado. Cuando lo tomaron como rehén, Niara, su madre, cogió en brazos desesperados a su pequeño Koudou y se lo llevó hacia el otro extremo del país para refugiarse en un albergue común que la iglesia católica de Masaka había instalado durante el período de guerra. Cuando en 1986 Museveni tomó el poder y la guerra civil acabó, Niara comenzó poco a poco a trabajar como artesana para darle una vida más digna a su hijo. Uno de los artesanos que trabajaba con ella le regaló el armario que con tanto ímpetu Koudou cuidaba. En él no sólo guardaba su ropa, sino también sus más hermosos secretos. Naira había fallecido hacía un par de años por la Malaria, pero su sabiduría de sonrisas y entusiasmos inundaron la visión de futuro de Koudou como uno esperanzador lleno de oportunidades. Fue un legado de madre a hijo representado en un armario. Y hasta ese momento, era la manera en que Koudou debía ver la vida.

La escuela donde trabajaba Koudou era muy humilde. Estaba por la calle Bwala, muy cerca de la línea del Ecuador. Se iba en bicicleta cada mañana, con su bolso de cuero donde llevaba los lápices de colores y papeles en blanco para enseñar a los niños de su colegio sobre letras y números, sobre naturaleza y religión. No es que Koudou fuera un cristiano practicante, pero sabía que desde su infancia hubo una conexión con Dios y no negaba de ella. Sin embargo sentía que en el último tiempo su Dios hacía rato lo había dejado de lado, porque una revelación incontrolable lo había hecho replantear, no sólo sus creencias, sino que, sobre todo, cómo continuar su vida de forma auténtica y coherente a cómo él se veía a sí mismo, intentando pasar por sobre una sociedad y cultura intolerante.

Françoise llegó en octubre a Uganda. Era un profesor francés que había sido trasladado a Masaka por unos meses gracias a un programa de voluntariado. Fue asignado en la escuela de Koudou para organizar la estructura y programas del colegio, entregar recursos y herramientas básicas para mejorar las condiciones de los alumnos y profesores de la escuela en la calle Bwala. Su piel blanca era la antítesis de la piel oscura de Koudou. Los rizos dorados de Françoise eran el opuesto al cabello bruno de Koudou. Sin embargo sus sonrisas predominantes eran igual de expresivas, de amigables y alegres. Y fue en la sonrisa de Françoise que Koudou se vio reflejado a tal punto que lo comenzó a admirar y apreciar mucho más allá de su solidaridad y calidad humana. La amistad entre ambos chicos, que compartían la misma pasión por la enseñanza, no tardó en llegar.

Desde el primer día Koudou se ofreció a mostrarle la ciudad a Françoise y a explicarle cómo funcionaban las cosas en Masaka: los horarios del mercado y los puestos donde encontrar fruta de mejor calidad, el lugar más económico donde podría adquirir algún mueble para decorar la pequeña habitación que había alquilado e incluso lo ayudó a abrir una cuenta personal en el Banco de Uganda. Después de un día completo en ayudarlo con trámites y a acarrear muebles, Françoise hizo una peculiar invitación a Koudou. Como no tenía una cocina propia, le pidió la cocina prestada a su nuevo amigo para prepararle una cena en agradecimiento por tanta ayuda. Mal que mal, Koudou había sido la única persona en darle una bienvenida más cálida a una cultura tan diferente a la francesa.

Françoise se lució. Preparó un delicioso Ratatouille con verduras compradas en el mercado y de postre piñas con salsa de miel y helado de limón. Todo acompañado por un vino de Bordeaux que había traído desde su Francia natal para compartir en Uganda en algún momento especial. Sí, porque en esos pocos días trabajando juntos, Koudou se había convertido en un compañero y en un amigo. Y quizás en algo más. El vino francés dio paso a frías cervezas Chairman. Las cervezas dieron paso a una botella de Waragi, un destilado local parecido al Gin, que Koudou guardaba para ocasiones especiales dentro de su armario. Ese armario. Tan guapo. Tan característico. Tan bien trabajado. Françoise quedó alucinado con lo que tenía en frente, y más aún, después que Koudou le explicara su historia y su significado. Esa noche ambos chicos se atrevieron a revelar sus biografías más íntimas, de familia y recuerdos, de emociones y sensaciones privadas. Porque a veces es más fácil compartirlas con un total desconocido que estás aprendiendo a conocer, que con un confidente de toda la vida. Es más fácil abrirse frente a alguien que no tiene las herramientas para juzgarte, porque apenas sabe quién eres. Y simplemente porque ese desconocido te permite abrir los ojos y mostrarte sin caretas, sin angustias, sin recelos.

Los impulsos a veces superan el control. Entre las cervezas y los destilados, entre aquel ugandés y su armario insigne y aquel francés de coqueterías y ceremonias exóticas, que luego de abrirse y revelarse tal cual eran, hubo un momento de necesario descuido que los llevó a hacer lo que ambos querían hacer sin decirlo.

Koudou nunca había tanteado algo así. Jamás se visionó experimentando lo que sólo en sus más privadas fantasías se permitía imaginar. Sentir rozar labios masculinos sobre sus propios labios era algo escandaloso y prohibido, pero tremendamente excitante. Por primera vez en su vida estaba ahí, viviendo una realidad que se negaba a considerar. Sus ojos cerrados deleitándose mientras los labios de Françoise jugueteaban con los suyos. Pareciera que los alientos eran los apropiados. Las sensaciones eran inexplicablemente correctas. Los brazos comenzaron a rejuntar sus cuerpos. Sus bocas comenzaron a abrirse a la posibilidad de explorar más allá, hasta ese lugar donde las gargantas no son tan lejanas. El sudor en la frente morena de uno se mezclaba con el sudor rubio que corría desde la cabellera del otro. Era una sinfonía de opuestos que deseaban ser uno sólo. Koudou parecía que sabía cómo reaccionar frente a los alientos que gentilmente le regalaba Françoise, como si hubiese sido un experto de movimientos vigorosos. Como si Koudou hubiese estado con muchos hombres en su vida, pero la realidad era otra. Porque Koudou se dejaba seducir por primera vez frente a una figura erecta y varonil, frente a una carne tan similar como la suya en estampe y forma. Después de 33 años deseándolo en secreto, Koudou se permitía tener sexo por primera vez con otro hombre.

Los siguientes días fueron incómodos. Koudou no sabía cómo reaccionar frente a Françoise. Se perseguía, como si todos los habitantes de Masaka hubieran presenciado lo que pasó aquella noche. También era incómodo para Françoise. Entendía perfecto que lo que había hecho con Koudou era ilegal en Uganda, un país que no sólo critica y aborrece la homosexualidad, sino que también la pena con fuertes castigos. Para un chico, atreverse a hacer lo moralmente incorrecto había sido suculento e imprudente. Para el otro había sido lo natural y necesario, porque además de sentirse atraído por Koudou, en Françoise estaba comenzando a florecer un concreto y particular cariño por su compañero de trabajo.

Una tarde de sábado Françoise apareció sin previo aviso en la casa de Koudou con una botella de Waragi. Ya habían pasado algunos días desde aquella cena de Ratatouille y sexo ilícito. Sin embargo, mucho tiempo de no decirse nada, de no conversar a mente abierta sobre las implicancias de esa noche. Debían hablar.

- Lo que pasó la otra noche es un delito. No podemos repetirlo, porque nos podemos meter en problemas. La policía es muy estricta con este tipo de comportamientos. Fue un error. – explicó Koudou desde lo práctico. Desde sus principios y desde su cultura, lo que había pasado era totalmente indebido.

- ¿Es un error hacer y ser lo que tu cuerpo y mente te piden hacer y ser? – preguntó Françoise. Desde sus principios y su cultura, lo que había pasado entre ellos no era más que naturaleza pura.

- Debes entender Françoise, que aquí en Uganda ser así y tener ese tipo de comportamientos se castiga con cárcel. Y no sólo eso, todos sabemos que es inaceptable. Si alguien se llega a enterar de lo que hicimos ¡Podría perder mi trabajo! – Koudou estaba convencido y resignado.

- ¡No! Koudou. ¡Estás equivocado! Entiendo las leyes de este país, pero no por eso puedes resentir lo que quieres. Tu privacidad es sólo tuya, de nadie más. Además ¿qué hay de malo en “ese tipo de comportamientos”? ¿Acaso no lo disfrutaste? –  preguntó Françoise con aires de tener la razón e intentando persuadir a Koudou de que revelara sus sentimientos. 

Koudou se quedó en silencio observando su armario. Ese armario tan pulcro, tan correcto. No tenía palabras para aceptar que lo que habían hecho le había gustado de sobremanera.

- No es una pregunta complicada Koudou. La puedes responder con un simple “si” o un simple “no”. Cualquier respuesta será correcta. Estamos entre amigos, en tu casa, no hay nadie ni nada que te pueda juzgar. Puedes confiar en mí. – continuó Françoise cambiando su tono de voz, más sigiloso y respetuoso.

- Es que…  - continuó Koudou complicado – Es que yo jamás… Jamás me lo planteé. Aquí ser así es ilegal. ¡No se puede! – de a poco Koudou iba verbalizando lo que jamás pensó decir en voz alta.

- Koudou, ¿eres gay? – preguntó directo Françoise.

Koudou calló nuevamente. Otra vez observando sólo su armario. Era una pregunta que aún no se atrevía a responder. Verbalizar algo tan complejo, lo hacía real y sentía que aún no estaba listo para asumir algo tan brusco.

-Amigo mío, ¡libérate! El primer paso es asumirlo. Luego veremos cómo continuar. Yo estoy aquí para apoyarte, para ayudarte, para contenerte – dijo Françoise reconciliador.

Es que Françoise era mucho más que un voluntario que venía a mejorar la enseñanza de niños en una pequeña escuela ugandesa, Françoise vio en Koudou un alma carente y sobrecogedora, y su naturaleza bondadosa quiso ayudarlo desde el consejo, desde el respaldo y desde la comprensión.

Koudou no pudo contener el llanto. Le habían enseñado que llorar era cosa de mujeres. Pero eran lágrimas necesarias de desahogo que mezclaban extrañamente temor, pena, alivio y alegría. Le aterraba la idea de asumir una condición que era bruscamente rechazada por las legislaciones ugandesas, porque si alguien se llegaba a enterar de su inclinación, podrían castigarlo por el simple hecho de ser diferente. Se sentía triste, porque adjudicarse algo tan pujante, era ir en contra de lo que correspondía ser. Su madre, católica, en alguna oportunidad le hizo ver que vivir en la clandestinidad era un pecado. Sin embargo, un extraño bálsamo se apoderaba al mismo tiempo de sus razonamientos culposos, porque la posibilidad de asumir quién eres, después de años de secreto cuestionamiento, era una sensación esperanzadora y triunfante. Y esta nueva sensación lo llenaba de optimismo, porque nunca alguna vez su cerebro, su cuerpo y su corazón estuvieron alineados de tal manera. En una sola conversación Françoise aclaró lo que a Koudou le había costado una vida entender. Es que nadie te enseña a ser gay, menos en un país donde serlo es un delito, en el cual el poder judicial te acrimina apuntándote con un dedo. Para Koudou comenzaba un largo camino de entendimiento. De razonar las consecuencias y virtudes de definir lo que siempre quiso ser, pero que nunca se había atrevido hasta ese momento. Fueron días, semanas quizás, de desvelo. Cerrar los ojos para descansar era sinónimo de cuestionar y entender tantas cosas que ahora calzaban, pero que asumirlo podría ser peligrosamente imprudente. En un país cautivo y reprimido, ser homosexual era un pecado que sobrepasaba lo cultural, lo social y lo religioso. Porque en Uganda, y la mayoría de los países centroafricanos, ser gay ni siquiera alcanzaba a ser un tabú. Ser gay era mucho peor que eso.

Miradas cómplices le regalaba Françoise a Koudou cada mañana en el colegio. Françoise entendía la situación y le daba el espacio que Koudou necesitara para digerir el proceso que estaba viviendo. Su cariñosa sonrisa era un viento de energía que le daba a Koudou el amparo para afrontar que cualquiera fuese la resolución que tomase, Françoise iba a estar ahí cerca, para apoyarlo y contenerlo. Solo se necesitaba tiempo. Sin embargo, más temprano que tarde, Koudou comenzó a manifestar su intención de volver a repetir una noche de Françoise. Es que cuando saboreas lo que quisiste hacer por tantos años, tu cuerpo y tu alma te impulsan a buscar ese sabor nuevamente. Ahora le tocaba a Koudou invitarlo a cenar y cocinarle un plato característico de la zona. El Matoke es uno de los platos favoritos ugandeses; es dulce y sabroso, con bananas, cacahuetes y pescado al vapor. Esa noche Koudou se dio luz verde para abrirse a la posibilidad de entregarse por completo a una realidad de la cual ya no podía escapar, y después de Françoise, tampoco quería hacerlo. Era la noche de reivindicación. La noche en que Koudou asumiría con naturalidad y aceptación su nuevo presente. Esa noche ambos chicos se amaron sin remordimientos. Koudou se dejó llevar no sólo por el placer del sexo masculino, sino por la belleza de hacer el amor y disfrutarlo sin prejuicios. 

En los siguientes días, Koudou comenzó a dejar de perseguirse de ojos invisibles que según él lo observaban constantemente. Paulatinamente dejó de sentir que todos sabían su gran secreto, porque en la realidad nada indicaba que así fuese. Para todo el pueblo de Masaka, Françoise y Koudou eran dos profesores de la escuela de Bwala, que se acompañaban en mañanas de trabajo escolar y en tardes de ocio vespertino. Nada menos, nada más. Y eso lo fue entendiendo Koudou con la ayuda de Françoise. Koudou no tenía un cartel pegado a la frente que dijera que fuera gay, por lo tanto nadie tendría por qué sospecharlo. Si bien sabía que debía ser cauteloso, siguió el consejo de Françoise: su vida privada era solo suya y no debía preocuparse si no la compartía con nadie más. Poco a poco aprendió que sus comportamientos no serían diferentes, su forma de interactuar con la gente tampoco. Sentía la misma pasión y cariño por su profesión, seguía haciendo las mismas cotidianidades, los mismos hábitos y actitudes. Quizás su vida religiosa se había alterado, pero eso no lo afectaba, porque entendía que ser uno mismo va más allá que creer en Dios o ser juzgado por Él. Nada había cambiado, y la entrada al nuevo año le haría plantear con mayor ilusión cómo continuar su vida, sin enjuiciarse a sí mismo.

Al fin Koudou sentía que convivía con tranquilidad en Uganda, con su trabajo, con Françoise y con su homosexualidad revelada. Sobre su hamaca en un tibio anochecer de enero había logrado apaciguar cualquier propia aprensión respecto a entender cómo son las cosas. Vivía en paz. Vivía en una extraña paz consigo mismo. No sentía miedo. No sentía culpa. No sentía pudor por agasajar su intimidad junto a Françoise en su pequeño departamento, donde el único testigo que tenían era ese bello e imponente armario. No sentía repudio alguno, a diferencia de cientos, de miles, de millones de ugandeses que veían la homosexualidad como un acto inmoral e indecente. Sin embrago, en febrero de aquel nuevo año, esa extraña paz que Koudou comenzaba a experimentar cambiaría por completo.

Hacía mucho tiempo que la política conservadora que dictaba Yoweri Museveni en Uganda venía componiendo diferentes códigos discriminatorios contra la homosexualidad, pero nunca una ley como la que se promulgó en febrero de ese año.

Ya era parte del paisaje sociopolítico ugandés ver a cautelosos protestantes luchar contra aquellas regulaciones ignorantes respecto a tendencias homosexuales. Estatutos que convertían a la mayoría de ugandeses en personas homófabas, animando el desprecio para lo que para muchos ciudadanos de países centroafricanos era una enfermedad que amplificaba el VIH y corrompía a niños y jóvenes. Este paisaje sumado con entendimientos religiosos, con una imperante iglesia católica y evangélica, que difundían valores de exclusión y supresión ante cualquier persona que se manifestara homosexual, practicara la sodomía e incluso a quienes se envalentonaban a defenderla.

Fue así que aquel febrero una tenebrosa ley institucionalizó la criminalización de la homosexualidad, ampliando sus delitos y curtiendo las penas aplicables. Uno de los aspectos más obstinados de esta nueva ley era que atentaba contra el hecho de siquiera hablar sobre la homosexualidad. Se vetaba y censuraba cualquier acto pro-gay ya que era considerado promoción ilícita, dando facilidades a las personas de acusar, delatar y actuar contra cualquier acto de propaganda y homosexualidad explicita, que como instruía la nueva ley, era anti-natural y solo pervertían la sociedad ugandesa. La presión eclesiástica fue uno de los principales puntos de apoyo del dictador ugandés a la hora de impulsar esta renovada represión contra los homosexuales. El 24 de febrero del 2014 el presidente Museveni firmaba la llamada Ley Anti-Gay.

Al día siguiente, un periódico amarillista publicaba en portada 3 fotografías de ugandeses que se sabía eran homosexuales con el titular “Exposed”. El mismo diario divulgaría en su interior una trasgresora lista de 200 ugandeses homosexuales, hombres y mujeres, con sus direcciones particulares publicadas, para que la sociedad se enterase de quiénes estaban rompiendo la nueva legislación. Las consecuencias inmediatas fueron obvias: miedo y un mayor riesgo de violencia. Comenzaba una artería cazadora e inquisidora de homosexuales, porque se daba venia para perseguir y castigar a quienes no cumplieran la brutal ley.

Desde entonces Koudou y Françoise supieron que los siguientes meses cambiarían su reservada relación para empujarla a una aún más taciturna. Porque si alguien llegaba a oler que entre ambos había algo más que una amistad, el peso de la ley podría enjuiciarlos en cadena perpetua. Los miedos de Koudou regresaron sin aviso después de leer aquel “Exposed”. Ahora ya no había cabida para la intimidad. Sus reuniones comenzarían a ser menos frecuentes y los paseos sabatinos por la tardes se restringirían a un par de minutos sobre la bicicleta para ir al mercado a comprar la fruta de la semana. En la escuela intentarían cruzar el mínimo de palabras y sus encuentros nocturnos se limitarían a una noche por semana como mucho. Debían incluso ser cautelosos con los mensajes que se enviaban a través de sus teléfonos móviles, porque luego de tales revelaciones periodísticas por un noticiero ingrato, se decía que el gobierno incluso podría interceptar llamadas y mensajes celulares para capturar antisociales que promulgaran la homosexualidad.

Una quieta noche de semana, una noche que debía ser sólo para ellos dos, de amantes silencios, de besos callados y de amor mudo. Una noche en que nadie debía irrumpir la pasividad en aquella segunda planta, mientras ambos chicos dormían absueltos de cualquier preocupación moral, una irreverente ráfaga de insidio abrió sin aviso la puerta del segundo piso y comprobó lo que sus enajenados ojos buscaban evidenciar. Zilaba Habachi hacía tiempo que venía sospechando sobre su arrendatario de la planta superior. Mucha amistad con un extranjero. Muchas tertulias de Waragi con otro hombre y sin mujeres. Este forastero tenía ciertos modos dudosos, su forma de hablar, de mirar y de menearse lo delataban como un delincuente de las buenas costumbres. El simple hecho de moverse de una manera lo convertía automáticamente en un desertor social y la amistad con Koudou lo hacía tremendamente cómplice. Notó que aquella noche el chico blanco demoraba en salir de la casa de arriba. Se incomodó, porque su familia estaba a unos metros por debajo de estos dos degenerados. Si sus sospechas eran reales había que denunciarlos. Subió cauteloso sin aviso y la escena con la que se encontró al abrir sinvergüenza la puerta era concreta e impúdica: El francesito reposaba sonriente sobre el pecho de Koudou. Abrazados. Desnudos. Íntimos. Cariñosos. Imprevistos. Se despertaron con el alarido de odio y repugnancia que les adjudicó Zilaba.

Zilaba no tuvo escrúpulos de gritar en la mitad de la noche para que todo el barrio se enterara. Aullaba sobre linchar a un par de juerguistas que hacían atrocidades en su propia vivienda. Chillaba que el diablo había poseído a su vecino y que estaba vulnerando las moralidades impuestas por las constituciones cristianas. Acusaba a viva voz que un extranjero había llegado a viciar las buenas costumbres de Masaka. Los oídos de Françoise y Koudou quedaron tensos y asombrados. Solo atinaron a vestirse y observar desde la terraza cómo vecinos iracundos comenzaban a repletar el pequeño antejardín. El bullicio atrajo a curiosos que vivían incluso fuera de la zona del rio Nabajuzi, mientras muchos residentes del barrio se acercaban e insultaban a Zilaba por haber alquilado su propiedad a un homosexual. Su careta de mártir fue la que lo salvó de ser igualmente condenado por compartir la misma edificación con personas de esa calaña. Tenía que demostrar que él no lo sabía, pero que lo sospechaba y por eso había entrado a regañadientes a aquella habitación para delatar a los dos pecaminosos. Para limpiar su nombre, Zilaba se justificó incentivando una sentencia tan cruel como grotesca. Dio su visto bueno para que entre todos los vecinos tomaran a ambos muchachos como rehenes y los calcinaran en fuego. Se manifestaba una rebelión tirria de gente enajenada de manía y aborrecimiento. El pánico sucumbió cada pigmento de la piel de Françoise, cada fibra en los músculos de Koudou. Quedaron paralizados ante el terror y ante tales declaraciones de insulto. Eran decenas de hombres y mujeres que clavaban sus miradas y alaridos de asco frente a dos víctimas de sí mismos. La multitud, contagiada por un ataque de ira colectivo, forzó a la pareja a quitarse la ropa hasta dejarlos completamente desnudos. Los amordazaron y amarraron espalda contra espalda, sometidas y mortificadas. Lo siguiente fue arrojarles un líquido que por su olor enseguida identificaron como queroseno. Los ruegos de Françoise eran insuficientes. Nadie lo escuchaba. Sus ataques e intentos de defensa fueron interceptados, porque sus brazos y piernas estaban custodiadas e imposibilitadas. Koudou, consciente de su destino, comenzó a rezar a la espera de que el resentimiento de sus vecinos acabara rápidamente con su vida y también con la de su chico, porque se había entregado a una muerte insigne y a la culpabilidad perpetua. ¿Pero de qué servían los rezos, si Dios hacía tiempo lo había abandonado?

Entonces Zilaba, quien se había convertido el líder del espontáneo grupo, prendió fuego con un mechero inadvertido. La muchedumbre les gritaba que la única manera de liberarse del diablo era con la muerte. Que era la solución a tal agobiante pecado. Que Dios sólo los perdonaría con el sacrificio. Las llamas incesantes comenzaban a explorar los cuerpos destituidos de Koudou y Françoise. Es que esa escena parecía ser de inquisición episcopal, de cruzada medieval, de tortura nazi. Era una locura fomentada por el odio y la discriminación. Parecía que las almas de Françoise y Koudou se irían antes de tiempo con el humo negro de aquella noche negra provocada por una negra hoguera inhumana.

Una patrulla de policía que pasaba por allí se acercó al ver el alboroto. Había dos reos amarrados, desnudos y llamas de fuego impertinentes dispuestas a acabar con ellos. Los protestantes, causantes de la fogata, se defendieron acusando a ambos hombres eran homosexuales.  El calor de la escena, el humo, el miedo, la insolencia habían atontado a Koudou y Françoise. El sudor extremo los tenía al borde del desmayo y ofuscación. No les brotaban palabras de defensa. Ambos policías entendieron que los silencios de ambos, impávidos y obsoletos, exigían ayuda y entendieron que el fuego no era la forma de condena. Tomaron un bidón de agua y apagaron las llamas que se extendían rápidamente hacia los cuerpos reprimidos de las víctimas. No era un acto solidario, tampoco de rescate. Los policías debían ponerlos a mereced de la justicia. Habían demasiados testigos que los condenaban como sodomitas y por ende, estaban infringiendo la ley. Tal y cual estaban, las fuerzas del orden los tomaron y arrojaron a la parte trasera del vehículo policial mientras las expresiones de desilusión de los vecinos asumían que esa noche no habría circo romano. Koudou y Françoise estaban arrestados, pero al menos seguían vivos.

El armario quedaba abierto y desprotegido en su pequeño departamento, mientras la policía se llevaba a Koudou arrestado a un destino tan incierto como castigador.

Ambos fueron trasladados al cuartel policial de Kyabakuza para interrogatorios extremos. También llegó al recinto policíaco Zilaba para declarar en contra de Françoise y Koudou, acusándolos de homosexuales. Separaron a todos los declarantes en habitaciones diferentes. Zilaba describió la escena que presenció en el segundo piso de su morada, acusando que era un acto válido de sodomía. Françoise era un tipo valiente y osado. Sabía que no había hecho nada malo y que su condena era absurda. No declaró sin que llegara un representante de la embajada francesa en Uganda. Koudou por otra parte quedó en blanco. El shock de rozar la muerte aún lo tenía noqueado. Haber pasado de la tranquilidad, al cuestionamiento, al entendimiento y finalizar con una noche de terror en tan poco tiempo lo tenían aturdido. No sabía cómo declarar, no sabía cómo argumentar. No lo negó, tampoco lo aceptó. Tampoco había pruebas suficientes. La escena que Zilaba detalló no era un acto implícito de sodomía. Sólo eran 2 hombres durmiendo juntos. Koudou estaba entrampado en sus propias emociones. Sus palabras no fluyeron siquiera para defenderse. Su incoloro silencio llevó al juez de turno a encarcelarlo hasta que se atreviera a hablar y confesar su delito.

Ambos chicos quedaban incomunicados y separados en dos celdas de prisión. Koudou llegó a resentir el día que Françoise llegó a su escuela. Se encontraba acusado y recluido por algo que Françoise le había indicado que era lo natural y correcto, sin embargo, bajo la sombra de la cárcel, parecía que haber entendido y admitido quién realmente era, no era ni tan natural ni tan correcto. Los fantasmas de su formación católica extrema y su entorno fanático e intransigente se presentaban en cada neurona, en cada respiración y en cada pálpito. Se sentía enclaustrado, pero no necesariamente por el encierro subyugado, sino por los tormentos de su presente y las brutales consecuencias de sus acciones y emociones. No fue lo suficientemente inteligente para vulnerar sus sensaciones, pero tampoco lo suficientemente gallardo para aceptarlas. Esa noche, al menos, no se sentía capaz ni de lo uno, ni de lo otro.

No pasaron ni 24 horas, para que Koudou fuera trasladado de una celda en el cuartel de Kyabakuza a la prisión Kyegegwa en el distrito de Mubende. De Françoise no supo nada. No sabía qué pasaba con él o dónde podría estar. Tampoco se atrevió a preguntar. Si lo hacía podría develar su preocupación por él y denotar que entre ambos había una relación afectiva. Eso no construiría para mejorar su situación legal. Seguramente lo habían deportado y ahora estaría de camino al aeropuerto que lo llevaría de regreso a Francia. No alcanzó ni a verlo, ni a despedirse. Simplemente asumió que jamás volvería a saber de Françoise y eso le degeneró el alma y lo enclaustró aún más.

Lo subieron a un vehículo esposado, como si hubiera cometido un crimen brutal, a empujones e insultos. Su cara seguía desfigurada de la conmoción y el sufrimiento, de las dudas y la confusión. Iban 3 prisioneros más en la parte posterior del carro policial. Uno comenzó a preguntar los delitos de cada cual, sin embargo Koudou no quiso responder a sabiendas del desprecio que podría generar en los otros reclusas su situación judicial. Estaba sentado entre un abusador sexual, un vendedor de dólares falsos y un ladrón callejero ¿Y Koudou? Koudou era un profesor que siempre hizo las cosas de forma correcta y legítima, exento de cualquier embrollo policial.

Al llegar a Kyegegwa fue interrogado nuevamente. Otra vez policías con vozarrones engeridos exigían una declaración contundente, sin embargo Koudou no supo cómo reaccionar ni qué decir. Su silencio esta vez era mucho más absoluto, porque su alma estaba desaparecida. Su sentencia era de una sola línea y decía “Presunto Homosexual”. Al no querer hablar, Koudou fue desnudando y el policía de turno se vio en la obligación de realizarle un examen anal que pudiese indicar prácticas de sodomía. Lo desvistieron, lo sacudieron, lo denigraron, lo trataron como a un perro vagabundo, y ni siquiera un perro se merecía aquel violento e irreverente trato. No hubo compasiones, ni delicadezas, sólo insultos, sólo humillación. Los resultados del examen fueron evidentes para alguien que no es médico. Koudou era un sodomita, y por ende había que encerrarlo. Durante los próximos meses le confirmarían cuándo comenzaría su juicio, pero en el intertanto debía permanecer recluso.

Uno de los guardias que estuvo durante todo el interrogatorio, lo tomó del brazo para encaminarlo hacia su celda. Cuando Koudou lo observó con un poco más de atención, notó en él una cara familiar. Ese rostro le era conocido, pero no recordaba de dónde. Apenas salieron de las oficinas policiales, el gendarme esbozó una pequeña mueca dirigida a su reo. Le guiñó. Le sonrió. Era la única sonrisa que había recibido en aquellas últimas horas fatales. Pudo haber sido un gesto homofóbico e irónico, pudo haber sido una burla más, pero había algo en ese rostro familiar que hacía que esa sonrisa y ese guiño fueran auténticos. El guardia lo estuvo escoltando por varios minutos entre pasillos y escaleras. La cárcel no era muy grande y no había indicio de siquiera acercarse al recinto de dormitorios. Pasaron por fuera de un patio, donde Koudou pudo darse cuenta de las condiciones paupérrimas en que residen los presos en el interior de Kyegegwa, todos anegados en poco y sucio espacio. El guardia seguía sonriendo. No apretaba muy fuerte el brazo de Koudou. No lo trataba de forma cruel como lo habían hecho las manos de decenas de policías que habían agobiado a Koudou las últimas horas. Ese chico de cara familiar era diferente. Bajaron por unas escaleras sin luz y entraron a un pasillo de piedra y olor a humedad. Había goteras y tuberías abandonadas en desuso. Parecía que este escolta de cara familiar no estaba cumpliendo con su trabajo de dirigir a Koudou a su celda recluta. Parecía que este policía quería algo más. Por primera vez después de muchas horas de fatiga y desilusión Koudou reaccionaba con diligencia. Ni frente a exaltados vecinos, ni frente a interrogatorios violentos, ni frente a exámenes innecesarios Koudou se había preocupado tanto como frente a aquellos gestos que parecían ser bonachones y sin segundas intenciones. Cuando el guardia se cercioró de que estaban solos, fue cuando le salió la voz por primera vez:

-No tenemos mucho tiempo – dijo con prisa mientras lo liberaba de sus esposas – Deberás bajar al alcantarillado sin hacer ruido. Cuando estés abajo camina hacia tu derecha unos 2 kilómetros hasta llegar a un pozo. Sobre el pozo verás una tapa de madera que da hacia la autopista que llega a Mubende. Es la única salida de Kyegegwa – explicó brevemente mientras observaba urgido hacia los lados para confirmar que no había nadie cerca. Koudou entendía sólo la mitad. Lo estaban ayudando a escapar, pero ¿Por qué?

- No entiendo, ¿Por qué me estas ayudando? – dijo muy flojito, ayudando a su cómplice a liberar las muñecas con mayor agilidad.

- No creo que me recuerde Profesor Koudou. Fui su alumno hace 7 años en la escuela de Bwala. Usted me enseñó a leer y a escribir –

- ¡Safiy! – Interrumpió Koudou. Recordaba perfecto a cada uno de sus alumnos.

- Su espíritu me hizo ver que podría salir de la pobreza que viví de niño, para ser un adulto con mejores oportunidades – siguió Safiy contento de ver cómo su profesor lo reconocía con orgullo -  Me atreví a ingresar a la escuela de policías y quedé aceptado – dijo sin pausar hasta que la voz se le cortó de la emoción. En Koudou las lágrimas de sorpresa y descanso también comenzaron a asomarse. Safiy dio un respiro y continuó – Sé que es una persona buena, y haya hecho lo que haya hecho, no se merece vivir una condena en esta mugrienta pocilga – dijo con tono adulto, pero sus ojos verdaderos eran los de un alumno agradeciendo a su profesor – No tenemos mucho tiempo, ¡debes escapar ya! –

- Gracias. Gracias. Gracias – respondió Koudou. Ese tipo de compasión lo habían dejado casi sin palabras y no sabía cómo agradecer tanta buena voluntad.

- Tengo una carta para ti – Y sacó un papel arrugado del bolsillo – Cuando tu amigo llegó a Kyegegwa me preguntó por ti y le expliqué que yo te conocía –

Koudou quedó estático mientras abría el papel. La firma era de Françoise.

Safiy hizo ver que él entendía perfectamente toda la situación. Su acto heroico lo convertía en la primera persona para Koudou que no invitaba a la discriminación. Es que Safiy había aprendido a ser adulto con uno de los más grandes profesores de Masaka. De un ser humano intachable y dedicado, cariñoso y desprejuiciado. Del Profesor Koudou. Una persona así no podía ser aborrecida, ni segregada, ni maltratada. Una persona así no podía ser un maléfico inescrupuloso, como dictaban unas trastocadas leyes sin sentido. Una persona así no merecía terminar entre rejas. Safiy era el primero que manifestó respeto por Koudou desde que fuera descubierto siendo él mismo. Y no sólo como persona. No sólo como profesor. Sino que lo respetaba por el coraje de ser quién era.

-No es el momento de leerla. Debes irte antes que nos descubran – advirtió Safiy –  Llega como puedas hasta Kampala y busca la forma de cruzar la frontera a Kenia. No tienes mucho tiempo, así que debes hacerlo rápido. Yo inventaré que me golpeaste para escapar - Y apoyó sus manos sobre la cintura en seña despreocupada, porque lo tenía todo bajo control.

Koudou le dio un acelerado abrazo a Safiy y éste le regaló la última sonrisa mientras Koudou bajaba hacia el alcantarillado. Un profesor comprendía que tanta vocación a su profesión estaba teniendo una nueva recompensa. Había colaborado para que uno de sus alumnos saliera de la marginalidad entregándole las herramientas adecuadas. Y ahora este alumno le estaba devolviendo a Koudou la mano, dándole la oportunidad de ser libre y retomar su vida después de tales angustiosos momentos de dolor y condena.

La nota de Françoise no decía mucho, pero era una luz que apañaba a Koudou a una concreta oportunidad de redención: “No tengo mucho tiempo. Este oficial te conoce y te va a ayudar a escapar de aquí. Me trasladaron igual que a ti hasta este lugar para encerrarme. Pensaba que tendría la oportunidad de verte, pero cuando llegué habían llamado de la Embajada para liberarme y deportarme a Francia. Antes estaré unos días en Kenia. Exactamente en una semana más tomaré el vuelo de regreso. Te estaré esperando en el aeropuerto de Nairobi.”

En esos dos kilómetros de vertedero le volvió el alma al cuerpo. Tuvo oportunidad de reflexionar por primera vez. De entender a conciencia la situación que había vivido y los próximos pasos que debía tomar para jamás volver a repetir tanta represión por parte de una sociedad tan absurda, de la cual ya no se sentía parte. Repasó aquellos momentos de angustia e incomprensión, donde no sólo puso en jaque su propia vida, sino la vida de la persona que le abrió los ojos frente a una realidad innegable, pero peligrosa. Ese peligro tan sombrío y tan opulento. Esa realidad quizás equivocada. O a lo mejor tampoco era tan equivocado lo que le había tocado asumir. Asumir. Sí, porque a pesar de las humillaciones y degradación que implicaba ser gay en Uganda, Koudou debía seguir su instinto coherente y admitir cuál era su forma y su fondo más natural. Eso fue lo que Françoise le enseñó y por eso debía salir adelante, porque se merecía ser feliz tal cual era. Eso fue también lo que su madre le había enseñado, porque lo importante ahora era sonreírle al futuro tal cual viniese.

Fue un largo viaje. No tenía dinero, tampoco muda de ropa, mucho menos sus identificaciones ugandesas. Todo estaba guardado en su soberbio armario, que quizás en qué condiciones se encontraba a esas alturas. Pasó hambre, pasó frío, pasó calor. Koudou se las ingenió para llegar a Kampala cruzando carreteras y tirando dedo. Debía llegar a la capital ugandesa a pedir favores. Tenía un par de amigos lejanos con quienes pudo conseguir algo de dinero, sin dar mucha explicación. No estaba preparado para argumentar las razones que lo hacían un fugitivo. Se informó sobre las formas de salir del país más efectivas, sin tener que pagar demasiado y sin ser visto por la policía. Conseguir un transporte ilegal que lo ayudara a cruzar la frontera con Kenia. La mafia de prófugos, como le llamaban, le exigía ostentosos importes para esconderlo dentro de un camión de carga con destino a Nairobi. En 2 días saldría el siguiente y la suma de dinero con la que contaba no le daba para escapar en el siguiente flete. Sin embargo Koudou debía salir en el acto, en poco más de un día Françoise tomaría un avión con destino a París. Un mercenario de la mafia de prófugos vio las súplicas e intentos fallidos de Koudou por ayuda. Notó que era un buen hombre y se animó a ofrecerle su camión para esconder su cuerpo y cruzar así la frontera. Koudou no dudó en aceptar su propuesta a cambio de los pocos chelines que le habían prestado. El camión saldría en una hora más con productos congelados dentro de un conteiner frigorífico, donde esconderían a Koudou. Consiguió una manta deshilachada para cubrirse del frío y se subió al vehículo. Intentó acomodarse lo mejor que pudo dentro de una caja metálica. Debía mantenerse lo más quieto posible, sobre todo en la estación de inmigración previo a cruzar la frontera entre Uganda y Kenia. A pesar de la incomodidad, tendría 9 horas de viaje clandestino para descansar después de tantos días sin reposar las aturdidas neuronas de su mente, ni los agitados pálpitos de su corazón. Al otro lado de la frontera había una esperanza y sólo en eso se quiso focalizar. Quería llegar pronto y salir de una pesadilla para él llamada Uganda. Se aferró a su manta de ilusiones y cerró sus ojos lagrimosos. 

“Despierta Koudou” fue lo siguiente que escuchó. Sus ojos estaban borrosos después de un intenso y gélido dormir, incluso entre el movimiento del camión y las paradas de inspección que ni siquiera sintió. Una silueta difusa lo meneaba para despertarlo y avisarle que ya estaba a salvo. Una silueta brillante, sonriente y rubia. Era Françoise. Averiguó al lugar donde parqueaban los camiones de la mafia de prófugos. Estuvo los últimos días esperando a que alguno llegara a Nairobi con su tan querido Koudou. Habían pasado sólo 10 días desde aquella trágica noche de acoso y turbulencias. Pero 10 noches que parecían haber sido 10 años. Se abrazaron con desahogada alegría. Ahora estaban lejos de las sectarias miradas y juicios ugandeses. Era el momento de saltar hacia una nueva vida. Hacia una nueva oportunidad. Hacia un nuevo destino. Françoise lo acogería y lo ayudaría a salir adelante. Con la ayuda de la organización en la que trabajaba y sus contactos logró agilizar una estancia de residencia en Francia para que Koudou pudiera recomenzar. Sería fácil, porque Koudou ya había dado el primer paso. El más importante de todos. Su propio beneplácito: lejos de sus miedos, lejos de sus culpas, de los odios, de las discriminaciones y de las intolerancias. Lejos de su adorado armario.

Koudou fue un hombre afortunado. A diferencia de cientos de homosexuales que debieron escapar de su propio país para no ser arrestados y agredidos por algo tan elemental como ser congruentes con ellos mismos. Koudou fue un hombre afortunado. Porque muchos hombres y mujeres no tuvieron la suerte de conocer a Françoise y recibir la ayuda para comenzar nuevamente en un país como Francia. Koudou fue un hombre afortunado. Porque muchas de estas personas sólo lograron llegar a campamentos de refugiados en otros países africanos, donde también eran discriminados por personas ajenas, con otro tipo de problemas, pero igual de desdichadas. Donde vivían en miseria y condiciones en que ningún humano merece vivir. Es que cuando tu vida corre tal peligro, no hay otra respuesta que la supervivencia. Y los campamentos de refugiados en África te permiten sólo sobrevivir. Koudou es un hombre afortunado. Pudo rehacer su vida en París. Hoy colabora con ONG europeas para proteger y salvaguardar la vida de miles de africanos gays. Que no merecen una condena tan letal como la que viven presos de su condición que con valentía decidieron asumir sabiendo el infierno social, donde muchos países africanos les prohíben y cohíben vivir. Su historia se ha convertido en un referente y ha podido enseñar a adultos a tomar conciencia respecto a África y su homosexualidad. A ser más tolerante, más certera, más inclusiva. A corregir sociedades incorrectas. Koudou es un hombre mucho más que afortunado, Koudou hoy es un hombre feliz. 

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