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PULSO DE CORAZÓN

2020

“No puedo evitar sentir que este crimen prejuicioso es un ataque a la propia humanidad. Es un ataque a todos.” Lady Gaga, cantante. 14 de junio de 2016

Eran 2 personas que no se conocían de nada. Distintas profesiones, distintos backgrounds, distintos estilos de vida. Incluso vivían en diferentes ciudades. Ninguno se imaginó cómo ese a veces cruel destino los uniría en un incidente que cambiaría por completo sus vidas, y las de tantos otros, aquella madrugada del 12 de junio.

Erik era un chico dominicano. Tenía 26 años recién cumplidos. Llevaba 3 años viviendo en Orlando. El 2013 llegaría por primera vez a trabajar en Walt Disney Resort como Cast Member en el parque. Estados Unidos siempre había sido para Erik un objetivo. De pequeño se preparó, porque sabía que, en algún momento de su vida, podría cumplir el sueño de mudarse al país norteamericano. Aprendió inglés con facilidad y cuando vio la posibilidad de acceder al programa de intercambio cultural que la empresa del ratón ofrecía a latinoamericanos para trabajar en sus parques por un período limitado, no dudó en postular, poner su mejor cara, todo el conocimiento e interés a la vista y cruzar los dedos para ser uno de los seleccionados por el programa. Y lo consiguió. Daba igual que fuesen sólo 4 meses, el visado no daba para más, pero se mentalizó a que, en ese corto plazo de tiempo, podría vivir el sueño americano y aplazarlo lo más posible.

Al poco tiempo de comenzar a trabajar en Magic Kingdom como vendedor en una de las tantas tiendas de souvenirs, se ganó la simpatía y cariño de sus colegas y jefes. Erik era un chico muy especial, de esos que iluminan sin luz, de aura colorida y magnetismo pulcro y honesto. De sonrisa amigable, piel sensible y alegría constante. Era un chico como pocos. Dicen que para trabajar con Disney tu mejor currículum es la sonrisa, y esa virtud Erik la tenía de sobra. Hacía que la experiencia de los visitantes al parque fuera especial y conquistaba a niños y adultos con su soltura y ángel. Tenía talento, carisma y cualidades. Antes que se venciera su visado le ofrecieron el puesto de manera fija y la misma empresa comenzó a tramitar su Green Card. Primer sueño cumplido.

Alquilaba una pequeña casa con su mejor amigo Jonathan, otro dominicano que ya vivía en Orlando hacía años. Vivían en el barrio de Ocoee y cada mañana cogía la interestatal 429 para ir a trabajar. Amaba su trabajo. Amaba la felicidad que transmitía a otros, aunque fueran desconocidos. Amaba ayudar a los visitantes y recibir sonrisas de gratitud a cambio. Era lo que tenía trabajar en el parque. Erik lo tenía todo. Era un hombre feliz. No se podía pedir más. O tal vez sí.

En esos años viviendo en Orlando había conocido mucha gente. Fuera y dentro del ambiente. Había intentado alguna relación espontánea, pero también todas esporádicas. Erik era un chico que se conocía tan bien y se quería tanto, sin caer en la arrogancia, que entendía que no iba a enamorarse por enamorarse. No desnudaría su corazón al primero que se le cruzara con promesas y destellos de romanticismo. Se permitía profundizar y excavar antes de entregar. Y eso toma tiempo y paciencia. No era de los chicos ganosos y desesperados de pareja, pero sentía que ya era el momento de conocer a aquella persona que te hace flotar con los pies en la tierra. Comenzaba a sentir que, para poder relucir aquella felicidad innata, la idea de compartirla con ese alguien especial era una teoría alusiva y esperanzadora. Que el amor te enriquece el alma y la sabiduría. Y sin buscar, pero sí dejándose encontrar, no se cerraba a la posibilidad de conocer a ese alguien especial. Erik soñaba con enamorarse, y no había nada de malo en ello. Al contrario.

Orlando era una ciudad llena de vida. Llena de posibilidades y opciones. Erik tenía amistades que tenían otras amistades y así los círculos crecían. Su vida nocturna era animada y rimbombante. Y eso a Erik le gustaba. Salía de fiesta, como cualquier chico de su edad. Era activo en las redes sociales, normal a los 26 años. Utilizaba aplicaciones de citas, como todos. Era un chico normal en muchos aspectos. Pero uno tremendamente especial en tantos otros. El ligoteo y sexo pasajero no eran parte de su lenguaje. Intentaba buscar puntos de atracción más allá de lo físico antes de ceder. Antes de conquistar. Antes de reaccionar.

Fue en febrero, o tal vez en marzo, que a través de un sitio web conoció a Oscar. Las fotografías de ambos perfiles eran atractivas. Todo entra por la vista, en ese milimétrico segundo que vieron por primera vez una imagen que les captó la atención. Y esa era la primera carta de presentación que los unió para comenzar un intercambio de mensajes. En esos primeros párrafos no había nada nuevo: presentaciones, preguntas básicas y respuestas intangibles, pero poco a poco la pantalla de ambos comenzaba a iluminarse. Había algo entremedio de esos mensajes que les nacía continuar una conversación virtual que los motivó a agregarse a Facebook y continuar desde ahí sus diálogos.

Facetime los ayudó a reconocerse los rostros y las voces. Comenzaron a hacer casi diarias sus pláticas. Oscar vivía en Chicago. Era de origen puertorriqueño, enfermero y voluntario de la Guardia Civil. Tenía 28 años. Era un chico culto y dinámico. Tocaba el violoncello, pero también el deporte, especialmente las rutinas de zumba que practicaba casi a diario en el gimnasio. Era un chico divertido y sencillo con ciertos toques de ingenuidad. Su familia era su máxima motivación. Vivía muy cerca de sus padres y los visitaba casi todos los días. Era una persona común y corriente. Pero era normalidad auto acreditada lo hacía tremendamente especial. Todos tenemos algo que nos hace únicos, nadie es tan perfecto ni tan imperfecto. Y ese equilibrio fue lo que Erik iba reconociendo llamada tras llamada ante su nuevo amigo internauta. Y se dejó conquistar. Se dejó seducir por su risa saltona, su gracia sensitiva y su dulce estilo de coquetería. Porque sí, entre Erik y Oscar comenzó a nacer una necesidad pulcra y lúcida de sacar sus lados más apasionados cuando se contactaban a través de esas cámaras de móvil. Había un vínculo ahí que estaba emergiendo. Y ambos lo sabían. Y les gustaba. Pero ninguno quiso precipitar ni forzar nada. Dejaron, sin decirlo, que fuese lo que fuese que entre ellos dos nacía, fuese fluyendo sin exigencias.

Sin embargo, a mediados de mayo la curiosidad de poder conocerse a un nuevo nivel comenzó a ser latente. La atracción que ambos estaban comenzando a percibir del uno al otro era irresistible. Sentían que querían verse y reconocerse. La pantalla comenzaba a ser fastidiosa. Fue por esa razón que Oscar le propuso a Erik ir a visitarlo en las próximas semanas. Tenía un par de días de vacaciones y siempre quiso conocer los parques de Disney en Florida. Erik podría hacerle de guía ya que se conocía los parques como la palma de su mano. Sería la razón justa y voluntaria para por fin poder palparse, sentir sus respiraciones y pulsaciones.

Llegaría un sábado en la mañana. Apenas compró el pasaje directo desde Chicago a Orlando, Oscar le envió un mensaje a Erik y las mariposas comenzaron a revolotear en sus estómagos. Quedaban solo 2 semanas para ese 11 de junio que Oscar aterrizaría durante la mañana. Lamentablemente Erik debía trabajar esa tarde, por eso le propuso reunirse en un pequeño bar en el East Central Boulverd a las 8 de la noche.

Estaban nerviosos. Por supuesto. Había mucha ilusión y expectativa. Tenían la leve sospecha que esa noche podría cambiar sus vidas por completo. Después de tanto tiempo de aprender a gustarse, aunque haya sido de manera virtual, ambos chicos sabían que entre ellos había una conexión diferente y particular. Ambos querían validarla y hacerse parte de ella, y, por fin, hacerlo cara a cara, cuerpo contra cuerpo, mirada sobre mirada.

Oscar llegó un poco antes. Era la primera vez que estaba en Orlando y no quiso arriesgarse por si su GPS no lo ayudaba a llegar por el camino correcto y a la hora. Era un bar muy íntimo. Sin mucho ruido. Sin micha gente. Ideal para poder escucharse las voces, amplificar oídos e identificar rostros tácitos y contundentes. Se sentó en la barra del bar. Pidió una cerveza. Se observaba en el espejo de frente cuidando su peinado y aspecto. Quería causar la mejor primera impresión posible. Cuando vio entrar a Erik en el bar, lo reconoció de inmediato y una sonrisa invadió todo su cuerpo. A Erik le pasó lo mismo. Se acercó a Oscar. Oscar se levantó de su asiento. Y se abrazaron como si fueran amigos de años. De esos amigos de una vida entera pero que sólo ves muy de vez en cuando. Con cariño, con fuerza, con ilusión. Así fue el primer abrazo de estos dos chicos. Lleno de confabulación y humanidad. Un poco de tensión hubo durante aquellos primeros minutos. Ambos intentaban ser correctos y medidos. Sus cerebros les decían que debían comportarse, pero sus almas los impulsaba a más. Todas esas semanas de conversación telefónica habían cumplido su misión, y ahora comenzaba una nueva etapa más real y fértil. Pero querían medirse. Querían que esa noche fuese perfecta. De risas, de conjeturas y de gratitud. De comenzar a maquinar un lenguaje propio, de códigos y versos que solamente ellos podrían entender. De entender que a quien tenían delante era mucho más que el Erik o el Oscar que interactuaban a través de una pantalla. La química era evidente y la armonía era mutua. Ahora quedaba ponerlo en marcha y continuarlo hasta donde el tiempo lo estimara.

Las cervezas ayudaron a relajar el temple. A mostrarse auténticos y sueltos de espíritu. Como habían sido siempre uno con el otro. Solo que ahora era implícito y verbal. Coqueteaban con sus palabras y movimientos. Roces de dedos cautelosos. Miradas juguetonas y honestas. Conversaciones deliciosas y edificantes. Oscar y Erik tenían algo especial y estaban ansiosos por descubrirlo. Por descubrirse. El tiempo se les pasaría volando porque no se dieron cuenta cuando el bar ya estaba por cerrar. Tenían muchas cosas en común, entre ellas la sabrosura del baile. Pudieron ir al hotel de Oscar o la casa de Erik y continuar el flirteo entusiasta de manera más íntima. Sin embargo, esa noche era la fiesta latina en una famosa discoteca en Orange Avenue. Muchos de los amigos de Erik estarían ahí. Se miraron cómplices, sonrieron compulsivamente y poco antes de la media noche cogieron un taxi y se fueron hasta Pulse.

En el taxi Erik recibió un mensaje de Jonathan. Él y sus amigos ya estaban todos en Pulse. Erik llegaba tarde. Sabían que tendría la cita con el misterioso puertorriqueño que venía desde Chicago. Era un hito. Una proeza. Nadie viaja tantos kilómetros sobre un avión para conocer a otro alguien, así como así.  Jonathan sabía que Erik se había cruzado con alguien importante, porque venía hablando sobre este chico hacía semanas con sus ojos llenos de brillo. Los estaban esperando desde la curiosidad hasta la emoción de ver a su amigo junto al tal Oscar que comenzaba a hacerle feliz de una extraña y gallarda manera. Cuando Erik le enseñó el mensaje a Oscar, de forma innata le cogió la mano. Llevarlo a Pulse implicaba invitarlo a su mundo, con sus amigos y en sus ambientes. Oscar sonrió, porque había cogido aquel vuelo especialmente para conocer a Erik y todo lo que a él le rodeaba.

Cuando llegaron la fila para entrar era muy larga. Sinónimo de que la fiesta estaba buena. Mientras pagaban los 10 dólares en la entrada, se escuchaba desde dentro a Marc Anthony, Daddy Yankee y Don Omar. Habían más de 300 personas. Las pistas estaban llenas, los bares también. El sabor y espíritu latino invadían la noche de alegría y ritmo. Jonathan se acercó a Erik e hizo sentir a Oscar como uno más. Se animaron a ser el alma de la fiesta. A darlo todo en la pista de baile. A ser los campeones del reggaetón y la bachata. A disfrutar. Porque para eso fueron creadas las noches de los sábados.

Si bien Oscar compartió con los amigos de Erik como uno más, sus ojos estaban puestos sólo sobre Erik. El baile es una poderosa herramienta de conquista: las caderas, los pies, los brazos, la cabeza, todo en un sandungueo juguetón que los hacían embelesar. Oscar, amante de la zumba, se movía con gracia y alma. Tenía un desplante cautivante. A pesar de las luces multicolores y la muchedumbre, los ojos de Oscar revelaban el ferviente deseo de exponerse frente a Erik de una manera más sugerente. Lo cogió desde la espalda y se acercó tiernamente. Sus rostros se observaron al unísono. Sus latidos comenzaron a sentirse con más y más fuerza. Sus pulsaciones se aceleraron. Las sonrisas se transformaron en miradas confabuladas. En ese momento toda la gente desapreció. La música reggaetonera se silenció. Sólo se escuchaban esas miradas, esos latidos, esas dos pulsaciones que deseaban besarse por primera vez. Eran los únicos dos hombres sobre la pista de baile en Pulse. Reunieron sus labios y entendieron que se querían y que se deseaban más lo que imaginaban. Que desde ese beso en adelante nada podría detener la plenitud de reconocerse frente al otro cuando ese otro no eres tú. Pum. Pum. Pum. La música volvió a sonar durante ese beso. Pow. Pow. Pow. La música era extraña. Bang. Bang. Bang. Un indescifrable ruido despegó sus labios y los obligó a abrir los ojos. Bang. Pow. Pum. Los rodeaba una histeria ininteligible que les exigió reaccionar después de aquel beso, porque un ensordecedor ruido estaba matando personas.

El caos era inadvertido. Incomprensible. Confuso. La música había sido reemplazada por gritos. El baile por desesperación. Las copas por sangre. Las risas por lágrimas. Todo en una fracción de minuto mientras el ruido de una metralleta desconocida liquidaba esa noche del primer beso entre Erik y Oscar. Uno se tropezó con un cuerpo inmóvil sobre el suelo. El otro se agachó por instinto. Quedaron tirados en el piso por unos instantes, pero Oscar siempre tenía a Erik en la mira. Le sujetaba el tobillo, mientras Erik observaba nervioso el vaivén de piernas corriendo alocadas y desviadas. A Oscar incluso le pisaron el rostro, pero el dolor ni lo sintió, porque su corazón latía por razones inequívocas y borrosas. Cuando dejaron de sentir los disparos en el ambiente se levantaron incrédulos. No entendían absolutamente nada. Erik ayudó a Oscar quien tenía un poco de sangre que le recorría el labio. Ese labio que había sido besado por Erik tan solo segundos antes, pero ya se sentía tan lejano. Entre empujones y agobio se cogieron de las manos para escapar de aquellos estruendos, pero no tenían la conciencia puesta para entender hacia dónde. Erik vio a lo lejos el neón “EXIT”, pero era desde esa área de Pulse que habían sentido los balazos, así que improvisó en dirigir su cuerpo y el de Oscar hacia la zona de lavabos. Se sumaron a aquella multitud ahogada en el escándalo y corrieron desesperados hacia lo que creían sería la salvación a aquella masacre despiadada y sin sentido. El miedo invadía cada fibra de su piel, cada pelo erizado, cada silueta desfigurada. Ese miedo que te corroe el sentido y la lucidez. Ese miedo a lo desconocido y absurdo. Ese miedo insolente a no saber qué hacer porque no entendían qué pasaba. No daba la cabeza para análisis baratos porque eran sus pulsaciones de corazones pávidos lo que mandaba. El instinto prima. Y frente aquel espectáculo desgarrador, solo atinaron a correr hacia el baño, como todos los otros que tenían a la vista. Era un cardumen de gritos ofuscados por ese miedo oscuro e irracional. Nunca nadie en sus vidas habían sido testigos de una escena tan impactante como aquella de sangre y metralleta.

El baño estaba saturado de gente y desagüe. Había gente herida y damnificada. Pero ese miedo, ese puto miedo reinaba aquellas cuatro paredes de azulejos blancos y cabinas negras. Afuera se sentían disparos como si estuviesen ahí en frente. Era aterrador. Oscar y Erik lograron refugiarse en una de los cubículos. Entraron como pudieron, incluso empujando a un chico desvalido que tenía la cara desfigurada de dolor, moretones y sangre. Oscar lo cogió del brazo y logró que entrara con ellos en esa diminuta cabina taciturna. Llantos y gritos de angustia y dolor se apoderaron en un par de minutos de ese cubículo y de los otros adjuntos. Llantos de pánico. Gritos de incomprensión. Nadie entendía cómo una noche de baile y amistad se había transformado en una pesadilla de angustia y padecimiento.

El suelo de aquel cubículo estaba sucio y aglomerado de pavor y tormento. Un grupo de 7 personas arrodilladas y apretujadas en ese minúsculo espacio. 4 chicos, entre ellos Erik y Oscar, 2 chicas y una tercera chica acuclillada sobre la taza del váter. Sin embargo, en ese momento esos 7 desconocidos eran todo lo que tenían para apoyarse e intentar entender. Habían sido testigos de una atmósfera de cuerpos difuntos, de sangres descubiertas y de un atentado desmesurado. Entre estas 7 personas llovía un sentimiento desgarrado y afligido de no saber si sus vidas estaban en peligro. Sus edades no superaban los 30 años. Tenían toda una vida por delante. La muerte aún no estaba en sus vocabularios. No era justo que se apagaran así, encerrados en un baño. Pero el miedo también les hacía pausarse y mantenerse refugiados en la incomodidad e incertidumbre de lo que estaba pasando ahí fuera.

Ese carisma de Erik y esa alegría de Oscar habían sido ultrajados. Alguien abominable se los había robado. Seguramente esos sentimientos estaban muertos sobre aquella pista de baile como tantos otros cuerpos abatidos. Pero se abrazaban y consolaban con la mayor fuerza que pudieron sacar en tan violenta circunstancia. Necesitaban más que nunca saber que el uno estaba junto al otro. Que sus figuras desformes seguían unidas, aunque fuese bajo tan amargo aliento. Que sus manos no se desconectarían. Que sus emociones, por muy trastocadas que estuviesen, estaban alertas a las emociones del otro. Que estaban ahí para protegerse el uno al otro. Porque finalmente eso es el amor. Y que, a pesar de aquella devastada situación, estaban juntos. Enamorándose de una bizarra manera, pero amor, al fin y al cabo. Oscar abrazó a Erik quien se refugió en sus brazos mansos. El chico al otro costado estaba intranquilo y amonestado. Oscar le cedió un brazo amigo para consolarlo y protegerlo. Erik le cogió la mano temblorosa a la chica que tenía en frente. Y poco a poco esas 7 almas comenzaron a confortarse de aquel desconocido y despiadado desorden.

5 minutos de histeria colectiva iban transformándose en instantes de incertidumbre e impávida agonía. Los gritos y desenfreno se encubrían sobre aquel paisaje que se alojaba en ese pequeño cubículo. Sin embargo, el temor por unas armas descompuestas de odio seguía latiendo. Pero ¿qué odio? ¿Por qué? ¿Qué y cómo se habían generado esos metrallazos ensordecedores? ¿Y por qué habían sido perpetuados en Pulse? Seguramente no era el momento de respuestas de esas envergaduras, pero es que el miedo acojonante era causa de una situación indescifrable.

Poco a poco iban regresando a sus cabales. Erik tomó su móvil y comenzó a revisar mensajes de Jonathan, quien junto al resto de sus amigos estaban a salvo en el exterior del recinto. Erik le respondió que estaban encerrados en el baño sin entender nada, que por favor enviaran a alguien para rescatarlos. Pero las señales estaban interrumpidas y los mensajes no salían. La chica sentada sobre el inodoro intentó llamar al 911, pero no cogía línea. Otro chico logró comunicarse con alguien, y con mucha moderación comenzó a desahogar palabras a través del teléfono. “Muchos tiros. Ayúdenme por favor” fue todo lo que alcanzó a decir, hasta que sintieron unos pasos aterradores entrar al baño. Sólo se vieron unas botas negras manchadas en sangre circular delante de ellos por detrás de esa cabina. Sabían que debían mantener silencio, pero el pánico se apoderaba nuevamente en cada uno de ellos sin piedad. Se sintió un estridente disparo aniquilar una pared. No sabían cuál. No entendieron si ese disparo fue dirigido a alguna de los otros individuos que estaban encerradas en algún otro cubículo. Pudo haber sido su cubículo. Pudo haber sido cualquiera. Pudo haber sido un alma menos por la cual lamentarse. Pudo haber sido otra muerte feroz. Y las lágrimas desoladas comenzaron a inundar sus rostros de amargo horror. Erik dejó de sentir su corazón por unos segundos. Oscar apretó fuerte la mano de Erik y se le mezclaron los miedos con la cálida prudencia de Oscar. Algo tan básico como un roce de manos fueron suficientes para que Erik sintiera que la vida valía la pena, y que la cobardía no debía apoderarse de su mente. Las botas alarmantes volvieron a plantarse frente a ellos. Y escucharon la voz del asesino por primera vez. Los sentidos expuestos y deteriorados de espanto los obligó a intentar escuchar lo que pudiese salir por esos infectos labios para poder siquiera entender mínimamente lo que estaba sucediendo. Sólo se escucharon palabras atónitas de una voz discontinua. “I want to let you know I´m in Orlando and I did the shooting”.

Eran esos momentos en que una persona atrapada siente los segundos pasar más deprisa. Mas intensos y agudos. Porque su vida cuelga de un hilo prófugo que solo hace inundarlos en escalofríos. Esa era la angustia que sentían Erik, Oscar y las otras 5 personas acorraladas en aquel espacio que no superaba el metro y medio cuadrado. Intentaban respirar lo más lento posible. No querían dar señal alguna a aquel cruel homicida que seguían ahí encerrados. No pretendían volver a ver esas botas por la ranura inferior de la puerta que los separaba de un fatal destino. Sus ojos estaban empapados de desesperanza. El sudor les corría por la frente sin disimulo. Las pieles atascadas en un vacío aterrador. No estaban preparados para escuchar más metralletas de ráfagas suicidas. No querían volver a sentir paredes asesinadas de sangres ajenas. No soportarían entender que fuera de ese espacio arrinconado podría haber más cadáveres obsoletos. Y mucho menos aguantar que cualquiera de ellos podría caer en aquella misma desgracia. Eso era una pesadilla sin cerrar los ojos. Eso era insufrible. Eso era terror.

Sin embargo, aquellas botas demacradas volvieron a hacer una entrada al baño. Se sentían triunfantes y altaneras. Esas pisadas eran turbadoras y vagas. La pierna del chico al costado de Oscar sangraba y se depositaba hacia afuera del cubículo. Las botas se frenaron al notar la sangre. Se recolocaron hacia el frente de aquel cubículo. Y un puño estrepitoso golpeó sobre la puerta. La chica frente a Erik no pudo aguantarse el grito de sollozos y horror. Era un puño. Era un golpe. Era algo tan básico y aterrador al mismo tiempo, que ese grito debía ser liberado e incluso perdonado. Pero ese grito fue observado con pesadumbre por parte de los otros 6 comensales que ahí convivían. Y al otro lado de la puerta, escuchado con hegemonía por parte del propietario de aquel fusil descabellado. La puerta se abrió muy lenta. Ese chillido de la madera con el metal de las bisagras era un poema infernal que alertaba hasta los oídos más corroídos. La puerta se abrió. Una sombra terrorífica se abalanzó sobre cada alma ahí empotrada. Eran los ojos de un asesino inmoral, de un rostro agotado, de un estampe desafinado, de su camisa a cuadros, pantalones manchados y de sus botas de mierda. Era un tipo demacrado de mirada ida y drogada de muerte. Levantó una pistola cargada de odio. Apuntó a lo primero que se le cruzó en frente y desplegó un gatillo demoníaco que desplomó sin misericordia a la chica sentada sobre la taza de aquel baño inmundo y sádico. Un verdugo había sentenciado la vida de aquella pobre chica y las injustas almas que la acompañaban fueron testigos de una muerte intransigente. La sangre salpicada en aquellas 6 caras restantes dio tregua al impacto y trauma que implicaba ser espectadores de una muerte tan frívola y perversa como la de esa mujer. Su cuerpo de desvaneció encima de todos cuan estropajo maloliente con una bala interceptada en su cráneo. Los gritos mudos frente a tal espectáculo no se aguantaron y el zozobro de aquel episodio fue digerido con espanto y sin argumentos de entendimiento posible ante tal devastada figura. La puerta se cerró por sí sola. Aquel hombre ahora con rostro desapareció, dejando 6 vidas acompañando y sollozando por una muerte sucumbida.

 

Estaban todos en shock. Intentaron despojarse de aquel cadáver sin sentido. Lo movieron a regañadientes entre sus propios cuerpos arrodillados y mojados en dolor. Abanicaron a la pobre muchacha consumida fuera de aquel mortífero cubículo. Y recién ahí, justo después de poderse deshacer de aquellos restos ensangrentados fue cuando ese puto miedo que los asesinaba desde dentro comenzó a invadirles cada fibra de sus vértebras. Cada centímetro de sus conjeturas. Cada pulsación acelerada de sus corazones. Y lloraron. De miedo. De tristeza. De desamparo. De dolor intolerante. Lloraron con justa razón por un destino fatalmente incierto.

Oscar y Erik recapacitaron sobre aquel demacrado gesto. Se deshicieron de un cuerpo porque el espacio les impedía poder mantenerlo apalancado sobre aquel suelo de azulejos ensangrentados y dolientes. Pero, a fin de cuentas, esa chica era hija, hermana y amiga de alguien. De manera instintiva se cogieron todos de las manos. Se observaron con sufrimiento por unos segundos y sin evocar suspiro alguno se atrevieron a cerrar los ojos por un instante y rezaron por aquella chica de la cual nunca supieron su nombre. Daba igual si eran católicos, judíos, musulmanes o ateos. Daba igual que fuesen gays, heterosexuales, transexuales o bisexuales. En ese silencio se unieron 6 ánimos para rezar por aquella vida desprendida tan brutalmente de la tierra. Le desearon volar alto. Volar con fuerza. Y protegerlos desde el cielo o desde donde estuviese.

Oscar apalancó su demacrado rostro sobre el hombro pálido de Erik. Erik le besó sus cabellos morenos y colorados. Sus lágrimas precipitadas se dejaron caer por encima del otro sin ataduras. Oscar se acercó al oído de Erik y con la voz tiritona y asustada le dijo que haberlo conocido esa noche había valido la pena. Que siempre soñó en conocerlo. Incluso desde antes de haberse topado con su perfil en aquella web de antaño. Le juró que lo amaría. Y que saldrían juntos de aquella macabra situación. Se abrazaron con fuerza y amor. Eso era amor. Y no por la situación límite que estaban viviendo. No señor. No por el miedo a no volver a repetir una segunda cita. No señor. Entre Oscar y Erik había amor. Y no por las malditas circunstancias. No señor. Sino porque esas dos almas estaban destinadas a pertenecerse. Esos dos humanos en vida se merecían continuar en vida lo que ambos habían decidido unir. Eso es amor. Sí señor. Sus corazones se glorificaron y sus pulsaciones se apaciguaron en optimismo y refugio. A Erik le volvieron los rubores al cuerpo. Sintió su alma bendecida en aquel momento inhumano. Le juró a Oscar que estarían juntos el resto de sus vidas. Se tomaron de las manos y siguieron en aquel silencio perpetuo. Pero que ahora tenía colores divinos y absueltos.  Erik se enamoró de Oscar. Segundo sueño cumplido.

Esa puta voz volvió a patear a lo lejos. Ese perverso hombre seguía rondando entremedio de cuerpos lánguidos y sangrientos. Y su voz con olor a mierda volvía a escucharse a la distancia. Nadie pudo comprender con exactitud lo que decía. “You have to tell America to stop bombing Syria and Iraq. They are killing a lot of innocent people. So, what am I to do here when my people are getting killed over there?” Palabras que no tenían alcance alguno. Palabras dolorosas y contradictorias. Aquellos seis rehenes intentaban comprender por qué el puto destino los había llevado hasta ese lavabo inclemente. Si había algún sentido o razón de peso para sufrir de la manera que estaban sufriendo. Sus miradas se disolvieron en confusión. Sus creencias se ofuscaron de cuestionamientos que no eran absurdos, pero eran impropios de concebir. Sus paradigmas estaban remitidos a callar cualquier injusticia o alegato. Y eso a causa del puto miedo clandestino que se venía apoderando durante sus últimas horas de vida. Se invadieron de un recelo inoportuno, porque no se les permitía libertad de ningún tipo. Y el rescate estaba demorando. Demorando más de la cuenta.

Cuando las detonaciones volvieron a despertar fue cuando Erik comenzó a sentir que la salvación se acercaba. Su aguda audición le ayudaba a comprender que los tiroteos que taladraban a los lejos, eran de armas diferentes a las que habían escuchado hasta ese entonces. Tenía miedo, por supuesto, pero su espíritu intranquilo le daba la opción de creer por primera vez que podría haber una luz de ayuda y un atisbo de esperanza. A Oscar, sin embrago, le invadió una mueca de desaliento al sentir los disparos en el exterior. Es que no eran prudentes. No olían a rescate.  Se sentían con aún más tirria, con mucha más potencia y con mucha más tortura. Su corazón pulsaba de manera diferente. Algo le estaba diciendo que ese algo no era correcto. Erik se atrevió a sacar una minúscula sonrisa entremedio de la tragedia para regalársela a Oscar, pero Oscar no la percibió y se atragantó de una intuición paradójica de que lo peor aún estaba por llegar. El festival de armas seguía deplorando los oídos y esencias de todos aquellos atrapados en aquel baño. Incluso de aquellos que ya no estaban en vida. Ahí afuera había una guerra subliminal y a todos les aterraba que la misma continuara dentro de aquel andrajoso baño. La violencia que se sentía era tal, que los llantos desesperados comenzaron a hacerse parte del desosiego y ansiedad que todos mancomunaban simultáneamente.

Las botas regresaron. Esta vez cargadas de ese ensordecedor ruido a metralleta. De disparos homicidas y turbulentos. Se dirigían por todas partes, sin dirección y sin pausas. Sin víctimas predeterminadas o blancos concretos. Balas que bailaban disparejas y confusas. Fueron sólo segundos, pero a veces los segundos son suficientes para manejar al cerebro a realizar su última voluntad congruente. Entremedio del desosiego infernal que estaba atacando aquel baño desprotegido, Oscar cogió con su mano derecha su teléfono. Con la izquierda seguía atado a su amado Erik. Tecleó un par de palabras y esa pantalla de móvil quedaría manchada de sangre para siempre. Fueron sólo segundos, pero a veces los segundos son suficientes para que el último respiro de una vida se haga eterno. Oscar se dormía sin predeterminación. Oscar desaparecía sin explicación. Oscar se alejaba sin consuelo. Oscar dejaba de pulsar porque su corazón dejaba de latir. Una mancha asesina se apoderó de su cuerpo y lo abatió sin credo. Fueron sólo segundos, pero a veces los segundos son suficientes para asimilar que esa guerra turbia de pistolas y balas cargadas de venganza inaudita se estaban llevando todo el amor desde los brazos de Erik que no soltaban a Oscar. Erik sentía también cómo su corazón se apagaba, pero no de muerte, sino de incurabilidad porque le habían ultrajado el alma completa. Fueron sólo segundos, pero a veces los segundos son suficientes para abrir los ojos, cancelar los enojos y sentir que Erik tenía a Oscar por última vez enredándose en su pelo e insistiendo que podría regresar. Erik abrazó a su hombre que aún tenía alma, porque si bien el cuerpo de Oscar no reaccionaba, su alma seguía latente y le seguía perteneciendo a Erik.

La pantalla del móvil de Oscar decía “Madre. Te amo”.

Lo siguiente fue sentir una explosión autónoma que abatía las paredes de aquel baño manchado de injusticia. Manchado de vidas corrompidas y sueños desbaratados. Manchado de auras perdidas y de utopías quebrantadas. El equipo SWAT actuó con rapidez. Ayudaban a quienes aún seguían con vida pudiesen salir de ahí sin trámites y sin fobias. Entre ellos Erik. No quería soltar el cuerpo de Oscar, no quería dejarlo ahí tirado en la nada, porque Oscar no merecía quedarse ahí sólo y descorazonado. Pero un policía lo cogió con fuerza y lo alejó obligándolo a desprenderse de aquel cuerpo que solamente le inspiraba amor. Lo alejó de aquella persona que solo le había dado felicidad y templanza durante aquellas horas que debían ser todo lo contrario. Mientras lo alejaban de aquel cubículo enmascarado en muerte, Erik reconoció el cuerpo doblegado y desfigurado de su enemigo quemándose en el infierno. Y por primera vez sintió odio y repudio por aquella larva infringida. Cuando sintió el aire recorrer sus mejillas lagrimosas al cruzar por aquella pared destruida, entendió recién que la pesadilla estaba por fin terminando. Sin embargo, a pesar de concebir el rescate, no computaba que aquella pesadilla estaba recién comenzando y que lo perseguiría el resto de su vida.

Humo. Patrullas. Gritos. Ambulancias. Caos. Sufrimiento. Respiro. Era un paisaje bizarro y trágico. Pero Erik pudo apreciar a lo lejos a su amigo Jonathan quien gritaba aliviado su nombre. Lo abrazó sin remordimientos y con consuelo desahogó toda la angustia que vivió ahí fuera mientras su mejor amigo estaba encerrado con un criminal desalmado. Sin embargo, aquel inusitado suspiro que Jonathan irradiaba fue removido cuando entendió que Oscar no había corrido con la misma suerte. Y al fin Erik lloró doliente por una pérdida irremplazable. Abrazó a su amigo con congoja y angustia. No por la brutal experiencia de la cual había sido rescatado, sino porque desgraciadamente esa experiencia le había despojado uno de sueños cumplidos.

A medida que pasaban los meses, la angustia de haber perdido a Oscar bajo tales perturbadoras circunstancias, seguía persiguiendo los días y noches de Erik. Intentaba quedarse con aquella primera interacción virtual, con aquel primer abrazo cargado de ilusión y nerviosismo, con aquellas primeras miradas cómplices, aquellos primeros bailes de roces y cuerpos avispados, de aquel primer beso que lo enamoraría para siempre. Pero aquellas trágicas horas dentro de aquel cuchitril le carcomían las neuronas y las fantasías. No tuvo la oportunidad de despedir a Oscar como él se hubiese merecido ser despedido. Que el viento curara cualquier correspondido dolor era mucho pedir. Que alguien pudiese retroceder el tiempo para que las decisiones de esa noche fuesen diferentes, era imposible. Que Erik pudiese haber sido más heroico y cruzarse él con esa maldita bala que le robó a Oscar, no era procedente de imaginar. Pero sus pies estaban rotos, nubes en los ojos, humo en los recuerdos y en su garganta un nudo. Y eso, eso no se quita ni con terapia ni con tiempo ni con vientos que se pudiesen llevar a Erik lejos, más cerca a Oscar.

En todo ese tiempo, Erik no se atrevía a acercarse a Pulse. El recuerdo de aquella experiencia era latente y no se sentía preparado para afrontarla. Pero la memoria de su tan amado Oscar superaba cualquier obstáculo. Cogió una tarde de noviembre su coche y condujo a la esquina de Orange Avenue con Esther Street en el centro de Orlando. Una enorme pared pintada estaba estampada en la fachada. Palomas con colores de arco iris, mensajes con velas y canciones, imágenes de 49 victimas de una masacre brutal, intentaban dejar en el olvido la agonía y darle espacio a la esperanza y al amor. Que todas esas vidas desaparecidas no se habían borrado en vano y que en la memoria de todos debía quedar la moraleja que el amor es capaz de superar todos los dolores humanos posibles. Ahí, entremedio de flores multicolores, estaba la imagen de Oscar. De su sonrisa. De esa mirada que solo Erik entendía. Sí, fueron solo horas de compartirse y reconocerse, pero suficiente para enamorarse y entender aquella misteriosa manera de hacernos sentir parte de alguien por inercia. Porque corresponde. Porque es lo que el destino, soberbio, había manufacturado entre estos dos hombres.

Esa tarde de noviembre, Erik le prometió a Oscar que intentaría ser feliz, por ambos y para ambos. Y le agradeció haberse cruzado en su vida. Que, a pesar de la tragedia, a pesar de la muerte y a pesar de la arrogancia, haberlo conocido superaba cualquier dolencia, cualquier retorcimiento, cualquier aversión. Que, si la vida le había dado horas de amor, ya era suficiente para perpetuarlo en el tiempo, hasta que ambos se reúnan algún día con sus pulsos reactivos en el corazón.

“Nosotros como comunidad LGBTQ, somos personas que amamos. Y si creen que nos pueden apuñalar en el corazón con acciones de violencia horribles, están equivocados. Porque amamos. Porque somos personas resilientes.  Y vamos a mostrar esa cara” Patty Sheehan, comisionada de Orlando. 13 de junio de 2016

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