
MORNING
2020
Me han contado que lo primero que hice cuando conocí a mi padre, fue cogerle su dedo pulgar con mi mano derecha. Y cuenta mi madre que su emoción fue una que ella jamás había visto en él. Y eso que se conocían hacía ya más de 10 años.
Tanto mi hermano como yo siempre fuimos muy cercanos a él. Mi padre era el de los juegos, el de los helados y las horchatas en verano y los chocolates calientes con churros en invierno. Siempre tenía un plan. Mi madre era la calculadora, el reloj y las alarmas de casa. Creo que se complementaban. Creía que se querían. Mal que mal dormían en la misma cama. Ella trabajaba 25 horas al día en la empresa familiar. Él era fotógrafo publicitario independiente. Tenía su estudio en nuestro piso, por lo que nos podía llevar al colegio cada mañana y nos iba a buscar cada tarde. En casa siempre había clientes, publicitarios, colaboradores y modelos que trabajaban con él. Desde pequeña siempre aluciné con esos rostros llenos de belleza frente a su cámara y flashes. Me escondía detrás de la puerta y podía estar horas mirándolo a él dirigiendo a los modelos, atendiendo a sus clientes y manipulando sus equipos. Siempre admiré mucho a mi padre. Hasta el día de hoy.
Recuerdo muy bien cuando a mi y a mi hermano nos sentaron en el salón de casa para contarnos de su divorcio. Yo tenía 11 años, mi hermano 14. Mi madre se notaba molesta, pero maquetaba una sonrisa para no preocuparnos más de la cuenta. Mi padre, a su modo tan espontáneo, hizo que el entendimiento de su separación fuera hasta divertido. Que él y ella siempre se querrían, pero que nos querían más a nosotros. Y por el bien nuestro, era mejor que desde ese momento en adelante, sería mejor tener dos casas donde vivir en vez de tener sólo una. Lo único que en ese momento me desilusionó de la decisión de mis padres, era que ya no tendría acceso al estudio fotográfico para deleitarme con todo lo que a él le apasionaba hacer.
La realidad es que mi padre y mi madre nunca se llevaron bien. Eran constantes sus peleas y disputas. Creían que no nos enterábamos porque sus discusiones eran en la privacidad de su habitación, sin embargo, los gritos y malas caras se sentían en silencio. Mi madre parecía ser una mujer infeliz y a mi padre se le notaba que algo le faltaba para serlo. Que una mujer, dos niños y un trabajo que le apasionaba no era suficiente. Y no lo fue. Al menos, durante esos años de matrimonio.
Mis padres se conocieron muy jóvenes. Su sexualidad la exploraron juntos y desde entonces creyeron que sería suficiente. Imagino que, en el año 2001, el sexo y el amor iban tan de la mano como casarse y tener hijos. Y eso debía ser la felicidad de cualquier mujer, de cualquier hombre. Se casaron con solo 22 años cada uno. Ella tendría un cargo asegurado en la empresa familiar, y él terminaba de estudiar diseño y bellas artes. La familia de mi madre siempre quiso mucho a mi padre, él siempre fue carismático, el alma de la fiesta, el de la sonrisa constante. Imagino que eso le daba la luz que a mi madre le costaba encender. Se casaron jóvenes, comenzaron a trabajar muy jóvenes, se compraron un departamento y nos tuvieron a nosotros. Era como que, si la vida de ambos, se hubiese construido en poco tiempo, con poco esfuerzo, con pocos retos y muchas facilidades. ¿Criticable o no? No lo sé. No voy a criticar a mis padres. Entiendo que la época de ellos era diferente a la mía. Pero creo que no se dieron el tiempo de reconocerse mutuamente como adultos y que forjaron una vida anticipada a su tan corta edad.
Al poco tiempo de casados fue cuando el cuento de hadas entre ellos comenzó a desmoronarse. Cuando tuvieron a mi hermano retomaron la felicidad que sentían – y debían – tener, y luego cuando me tuvieron a mí, volvieron a intentar ser felices. Pero entre ellos, como pareja, la idea de estar juntos no era tan idónea, aunque por muchos años era más fácil y cómodo callarlo y asumir que esa sería la vida que les correspondía tener. Pero nadie tiene tanta templanza y aguante. Mi madre comenzó a ser más criticona de lo normal, apenas se le veía sonreír y se transformó en una mujer estricta y descuidada. Mi padre… bueno, mi padre comenzó a descubrirse. No es sencillo de explicar. O quizás sí lo sea. Lo intentaré. ¿Y saben por qué quiero intentar contar la historia de mi padre? Porque es de las más bellas que jamás conocí.
Estaban entrando a los 40 años. Imagino que a esa edad comienzas a sentir el deseo y necesidad de hacer algo con tu vida que no sea solo trabajar y cuidar de una familia. Mi padre merecía descubrir que en él había algo que lo incitaba a buscar algo. Solamente que no sabía qué. Creo que su entorno laboral, muy chic, contemporáneo y abstraído, le habrá hecho descubrir mentalidades abiertas a todo tipo de realidades y situaciones. Nunca lo escuché decir la palabra “maricón”. De hecho, nos contaba con gracia que muchos de los modelos que pasaban por su estudio podrían ser de actitud afeminada, pero que con la cámara en frente se transformaban como buenos actores que finalmente son. Comentaba de los físicos femeninos y masculinos que su rubro publicitario exigía, pero que también esos estereotipos iban cambiando a medida que pasaban los años. Quizás fue así que aprendió a reconocer el cuerpo masculino en todas sus formas y colores, y que cualquiera de ellas es igual de bella e interesante. Ahora entiendo que los ojitos le brillasen cuando debía interactuar con ellos, que la voz se le entrecortara y que los nervios le erizaban la piel. Y eso que él siempre fue un hombre muy seguro y atrevido. Imagino que habrá sido en ese tipo de interacciones que sus hormonas despertaron. Venían durmiendo hace muchísimos años y el cuerpo humano no deja de ser inteligentemente perfecto. Aunque sea tarde, siempre se regenera la mente para dejarnos ser tal cual somos. Un día de sesión interminable para una reconocida marca de espumantes, donde el protagonista era un tipo sensualmente atractivo, fotografías con diferentes vestuarios y copas en mano se alargaron hasta pasadas las 10 de la noche. Mi madre estaba histérica de tener gente en casa a esas horas, siempre exigió se cumpliera la regla de que el estudio funcionara como muy tarde hasta las 19 horas, pero a veces el cliente manda y en ese sector la flexibilidad horaria es un requisito indestructible. Al reconocer la molestia de mi madre, no le quedó otra que solicitarles a sus colaboradores: maquillador, vestuarista e iluminador, que por favor dejaran el estudio y ya se las apañaría él con las últimas fotos del modelo que debían estar listas al día siguiente. Así y todo, las caras y muecas de mi madre eran insoportables. Mi padre siempre ha sido un hombre muy paciente con los desaires de mi madre, pero bajo esa matriz, la paciencia se le estaba agotando. Hay quienes explotan con ira, otros con indiferencia y otros con desosiego. Sin embrago, las pocas veces que mi padre ha explotado en su vida, ha sido con tristeza y desconsuelo. Su rostro lo decía todo, e imagino que aquel modelo con dotes de actor habrá reconocido la angustia de mi padre por la situación. Había botellas de espumante, habían terminado de hacer las últimas fotos y aquel chico habrá aprovechado la oportunidad de pillar a mi padre volando bajo para convencerlo de desahogarse en la azotea de nuestro edificio. Pocas luces. Nadie de gente. Y, sobre todo, a unos 80 metros por sobre su esposa e hijos. Subieron con 2 botellas. Se apoyaron en una rejilla y mi padre sin disimulo comenzó a consolar sus penas y rabias maritales. Dicen que a veces es más fácil desahogarse con un completo desconocido que con tu mejor amigo, y en ese momento, aquella teoría nunca fue mejor concebida. Mientras mi padre descargaba su impotencia e infelicidad, el modelo de turno, aprovechó el momento para clavarle un beso a mi padre. Se descolocó unos segundos. Nunca había saboreado labios varoniles, pero un gesto tan simple como un beso, lograba despertar por primera vez emociones y sensaciones ocultas por años. Ocultas, porque tenía una vida tan prefabricada, que no se había dado nunca la oportunidad de entender que existían. Un beso, algo tan sencillo, fue el gesto más complejo para que mi padre entendiera que lo que hacía falta en su insulsa vida, era un simple beso masculino. Los ojos de mi padre se empaparon aquella noche. De deseo, de descubrimiento, de intensidad, de lujuria. Pero también de culpa, de descontrol, de fragilidad y de confusión.
Los días siguientes fueron fantasmagóricos. Mi padre parecía estar en otro planeta. No podía concluir oraciones lógicas, no podía concentrarse en su trabajo y en sus responsabilidades. Estaba ausente delante nuestro. Hoy entiendo que después de aquella noche de azotea con un modelo a quién nunca más se atrevió a verle la cara, la ausencia de mi padre estaba justificada por un torbellino de emociones que le permitieron descubrirse y avenirse. Sin embargo, el tormento de secuelas nefastas latía en su corazón de manera constante. ¿Cómo concilias tu mente dividida en lo que debes y lo que quieres? ¿Cómo estructuras un nuevo concepto de vida cuando llevas construyéndola de una manera tan diferente a cómo te la puedes plantear de futuro? Necesitó ayuda terapéutica y profesional. Nunca supe exactamente qué discurso le planteó a mi madre para avisar que estaba visitando a un psicólogo semanalmente. Pero a esas alturas si él no lo tenía claro, no iba a liar a mi madre con detalles tan relevantes como redescubrir su sexualidad, si es que esa era la causa de todos aquellos desórdenes disueltos.
Por suerte los meses pasaron. Y poco a poco mi padre comenzó a centralizarse respecto a sí mismo y su entorno. Mi padre siempre ha sido un hombre muy inteligente y emocionalmente muy estable. Con la ayuda del psicólogo entendió que llevaba 40 años reservando una condición que lamentablemente no se colisionaba correctamente con el estilo de vida que había fundado junto a mi madre. Entendió que por aquel simple y complejo beso que se había permitido explorar semanas antes, una caja de pandora se abría en sus venas y que sería un error hacerles caso omiso. Que ya había silenciado demasiadas esencias de su vida como para hacer vista gorda a algo tan relevante como su verdadera sexualidad. Era el momento de develarse a sí mismo quién era y hacia dónde ir. Podría creerse que su descubrimiento traería ansiedades y cuestionamientos relacionados con ese extraño amor que construyó en pareja junto a mi madre. Podría pensarse que asumir que te atraen las personas de tu mismo sexo a esa edad puede ser una etapa de bisexualidad o una intensión engañosa de explorar algo diferente. Podría interpretarse que definir y decidir quién realmente eres traería consecuencias adversas en su vida prefabricada, y que eso lo conllevaría a un estado depresivo de confusión y tortura absoluta. Pero, ya lo he dicho, mi padre es un hombre inteligente. Y no se le hizo difícil intuir que debía ser lo suficientemente valiente para asumirse y rehacer su vida. Sin embargo, finalmente lo único que le carcomía a mi padre aquel heroico descubrimiento, no era mi madre, no era el trabajo, no era su familia ni el qué dirán. Éramos nosotros, sus hijos.
Estuvo semanas ideando en su mente la forma correcta de comunicarle, primero a mi madre, la reinvención que estaba experimentando. Mal que mal, era su mujer: cariño y respeto siempre hubo a pesar de las distancias, peleas y malos entendidos entre ellos. Tenía miedo de la reacción de mi madre, ella era una mujer arrogante y distante, incapaz de comprender un desengaño tan fatalista como que a tu marido le gustasen los hombres. Se acercaba Navidad. Período de reencuentros familiares, cenas y obligaciones sociales. El arrebato de consumo y la exigencia de cumplir con todos era algo que abrumaba mi madre. Cualquiera pudo pensar que no era el mejor momento para comunicar algo tan delicado y complejo de entender, pero mi padre la conocía bien, y diseñó una estrategia que le permitiría desviar sus emociones durante ese periodo de consumo y compromisos, sobre aquella alarmante noticia marital.
Fue todo una sorpresa. Aquella confesión inaudita para mi madre fue un trago amargo. Sin duda. Pero más sorpresiva aún fue su reacción. Calma y distendida, pero no por ello su rebeldía desentendida de las emociones frágiles de mi padre. Lo aceptó sin ataduras. No lo cuestionó ni sobredimensionó. Era una mujer adulta, aferrada a su trabajo y sus hijos. Quizás su marido era un elemento decorativo e innecesario. Suena cruel, pero para oídos de mi padre fue un alivio saber que a ella el ego no se le destruiría por haberse casado con un gay no resuelto. Mi madre pudo haber tenido muchos defectos, pero no era una mujer acomplejada ni orgullosa. Se desprendía de manera fácil de lo que no le beneficiaba. Es cierto, no estamos hablando de una lavadora que deja de funcionar, estamos hablando de un ser humano: de su novio desde que eran adolescentes, de su primer y único ¿amor?, de su primer y único hombre ¡Vamos! Del padre de sus hijos. Pero es cierto que entre ellos pasión no había. Hacía años ya. Entonces un divorcio por un capricho sexual, era lo justo y necesario de hacer. Quizás tanta frialdad sobrexpuesta, descuadró por un momento a mi padre. Se sentía aliviado por quitarse del pecho tan áspera confesión, pero por otro lado aprendió que tantos años de relación marital quizás habían sido en vano, y que quizás la decisión de divorcio debió haber sido realizada muchos años antes. Él aceptó todas las condiciones de mi madre, excepto la forma de hacernos saber a nosotros las razones del divorcio. Decirles a sus hijos que era gay, era algo que aún no había computado a ciencia cierta. Pero sería él y solo él quien nos hablaría con aquella verdad cuando él estuviese preparado. Y así fue. Vuelvo a repetirlo: mi madre puede tener muchos defectos, pero frente a una situación tan macabra para cualquier mujer, ella se lo supo tomar de manera astuta y soberbia. Necesario para enfrentar una situación como aquella.
Esa Navidad fue como cualquier otra, pero la tensión y frialdad entre mis padres se sentía en el aire. Yo era muy niña aún para percibirlo, estaba más preocupada de los regalos que iba a recibir. Fuimos a todas las cenas que había que ir, abrimos todos los regalos que había que abrir. Y la verdad, que mis padres estuvieran más distanciados de lo normal era parte del paisaje. Fue en ese contexto, que mi padre comenzó poco a poco y de manera discreta a utilizar su cuenta de Instagram de forma más álgida. Hacía años que era una plataforma netamente profesional, pero en los últimos meses había comenzado a subir fotos de él. Mi padre es guapo ¡Vaya que lo es!, llevaba sus 40 años muy bien mantenidos y vanidoso siempre fue. Y asumo que luego de su descubrimiento la vanidad se le subió más a la cabeza. Fue la noche del 27 de diciembre que recibió un mensaje interno de un tal Vicente. Era en respuesta un story que me padre había subido durante su trote matutino por la playa, con un pequeño gif que decía “Good Morning”. Vicente respondió el story con un “Morning”.
Sin duda que a mi padre le llamó muchísimo la atención el saludo de un desconocido. Entiendo que se seguían hace un tiempo. Imagino que Vicente habría visto algo especial en mi padre. Primero en sus fotos profesionales, pero en los últimos meses en sus posts algo más ególatras. Mi padre, por su parte, de manera casi inconsciente y visceral comenzó a gustarle el hecho de tener nuevos seguidores quienes respondían sus stroies y comentaban las imágenes que publicaba. Pero nunca un chico le había enviado un mensaje directo. Un mensaje sin pretensiones y sin enmarcaciones, pero un mensaje privado al fin y al cabo. Comenzó a ojear las imágenes que este tal Vicente tenía publicadas en su perfil. Se notaba un tipo simpático, encantador, con estilo y divertido. Era atractivo. Interesante. Sensual ¡Ay, mi padre! Desacostumbrado a coquetear, mucho menos con un hombre. Pero hubo algo en ese saludo matutino que lo motivó a responder y comenzar así un ir y venir de mensajes virtuales.
Vicente era un tipo atractivo por donde se le mirase. Cuarenta y tantos bien llevados: canas entrelazadas con cabellera negra predominante, piel mate y ojos negros. Juguetones vellos se le asomaban por sobre el cuello de las camisas y camisetas que coquetamente vestía en sus fotos llenos de amigos y colegas. Sonrisa incólume, mirada cautivadora (pues sí, las miradas validan mucho, incluso en Instagram), hombros anchos y piernas largas. Si bien habían pasado ya meses de aquel beso revelador, las hormonas de mi padre se permitieron reaccionar frente a tal estampe. Esas fotos decían mucho más y eran mucho más que fotos acumuladas en una red social. Había algo en ese Vicente que mi padre no pudo controlar, y por primera vez en su vida se permitió sentir atracción honesta y vivaz por otro hombre. Entiendo que durante días estuvieron conversando a través de DM´s en el Instagram. No hablaban nada relevante, tampoco fueron cavernícolas embaucadores de seducción. No eran dos colegas hablando de fútbol, tampoco dos amigos de años. Eran dos hombres que secretamente y a través de una pantalla se sentían atraídos por el otro, sin decirlo, sin exponerlo, sin persuadirlo.
Justo después del día de Reyes, se atrevieron a reunirse por primera vez. Ambos lo deseaban en silencio y sin mucha directriz acordaron hacer un café juntos. Vicente ya era un veterano en astucias de galanteo incólume. Alababa el trabajo de mi padre, le argumentaba sobre sus fotografías y sobre el buen ojo publicitario que tenía. Mi padre, halagado, agradecía cada piropo profesional. Pero no captaba los mensajes detrás de esas líneas coquetas. Ese café tenía la excusa de poder conversar cara a cara sobre el trabajo de mi padre y mi padre aprovecharía dicho café para eventualmente proponerle ser parte de su staff de modelos. Se acercaba una campaña de tés orgánicos y Vicente tenía el prototipo que su cliente buscaba. La verdad, solo excusas camufladas para valorar en piel si esa atracción virtual y secreta era real.
Imagino lo exaltados que ambos habrán estado. De esa exaltación de cosquilleos estomacales que se transforman en sonrisas infantiles y torpes. De vergüenzas desconocidas a lo desconocido. De pudores rebosados en ansiedad y alegría. No hacía demasiado frío, por lo que una terraza podría ser una alternativa. Mi padre llegó 15 minutos antes. Se sentó e intentó disimular sus nervios releyendo una y otra vez la carta del restaurante y observando su Instagram por si aparecía algún nuevo mensaje de Vicente. Sin embargo, Vicente fue muy puntual. Estaba ansioso por conocer a este fotógrafo tan especial. Sí, la palabra especial creo que se adecua a la perfección si queremos entender lo que ese café significaría para ambos, aún sin que ninguno lo supiera con extrema certeza. Vicente se dejó entrever entre la gente que circulaba frente a aquella terraza. Esa fracción de segundo que te reconoces. Que la virtualidad del otro pasa a ser de carne y hueso. Y de sonrisa y carisma. Ese segundo que hace que te sude el cuello y el corazón lata más deprisa. Y que se siente sano. Se siente rico. Se siente correcto. Ese momento que se palparon las pieles por primera vez en un caballeroso saludo de apretón de menos sin dejar de mirarse a los ojos. Ese segundo que pudo haber perdurado horas. Porque fue en ese primer segundo que ambos supieron que frente al otro tenían a alguien especial.
La conversación de un café dio paso a un segundo y a un tercero. Es que se sentían muy a gusto uno hablando con el otro. Reconociéndose, descubriéndose y presintiéndose. Las conversaciones fluían sin reparo, y una sana coquetería de miradas y roces fueron parte de aquel paisaje íntimo y colaborativo. Sin embargo, entre tanta palabra, había un detalle que mi padre aún no revelaba, y que Vicente aún si quiera sospechaba. Verán, para Vicente mi padre era el nuevo gay de la ciudad. Uno que había regresado a las pistas después de años emparejado con otro hombre. Y algo de razón tenía. Pero fue hasta que mi padre verbalizó desde sus labios que tenía dos hijos, que Vicente arrugó la mirada por primera vez.
- ¡Ah! Mira que bien. Entonces, ¿Entiendo que con tu ex adoptaron dos niños, o fue por vientre de alquiler? – indagó Vicente normalizando la noticia que frente a él estaba el padre de dos criaturas.
- ¿Vientre de alquiler? – preguntó mi padre sin entender para nada la pregunta de Vicente.
- A ver, perdona. Creo que no te estoy entendiendo bien. Tú tienes dos hijos con tu ex pareja, ¿es así? – dijo Vicente con extrañeza.
- Pues sí, mi señora y yo tuvimos dos hijos. Fran que tiene 14 años y Leonora que tiene 11 cumplidos hace poco – Respondió mi padre. Y mientras nos nombraba a mi hermano y a mi con orgullo, entendió que Vicente jamás supo que mi padre estaba involucrado en una relación heterosexual.
Vicente se precipitó. Se achunchó. Se embaucó. Se sintió el hombre más imbécil de la tierra. Creía que tanta coquetería correspondida venía de manera legal, y no de un hetero-curioso. Por su parte, mi padre se avergonzó. Se sucumbió. Se destronó. Se sintió el hombre más imbécil de la tierra por no haber preavisado algo tan relevante y circunstancial como ser padre de dos hijos y estar recién planificando un proceso de divorcio después de años de frustrado matrimonio. Sin embargo, y porque las últimas horas en esa terraza no debían borrarse sin explicación alguna, ambos se enunciaron, se explicaron y comenzaron a tolerar que uno fuese como fuse y el otro viniera saliendo de una etapa circunstancial que te marca y te recompone. Después de cafés, pasaron a las cervezas. Eran necesarias para que Vicente pudiese digerir con claridad y tolerancia que la persona que tenía en frente traía una mochila poco convencional, pero que, a pesar de todo, seguía siendo ese hombre que, en esa fracción de segundo, con un apretón de manos y con una mirada risueña, se había transformado repentinamente en alguien especial. Y eso no se debe dejar escapar de entre los dedos tan bruscamente. Mi padre no omitió ningún detalle de su historia. Y Vicente empatizó. Comprendió que la vida que mi padre había establecido no era la que le correspondía, pero que, gracias a esa vida frustrada, por una parte, había tenido la maravillosa oportunidad de ser padre. Y por ese hecho, toda su pasado había valido la pena. Su presente se estaba enmendando y rearmando, y su futuro… pues, el futuro es algo impredecible, pero desde ahí quería avanzar. Antes de tales confesiones, Vicente ya tenía inmersa la idea de buscar el momento adecuado para besar a mi padre por primera vez, sin embargo, era prudente calmar las pasiones. Jugar con mi padre era jugar con fuego, y como adulto tocaba apaciguar cualquier impulso y dejarse llevar por lo que podría o no pasar con esta nueva persona que recién aterrizaba en su vida. Sin duda que una tarde como aquella se repetiría, sin embargo, era difícil premeditar bajo qué condiciones. Se despidieron con un honesto y reconciliador abrazo. Uno que examinó sus vértebras y que les permitió sentir el deseo tácito que ambos tenían de seguir conociéndose.
Cuando Vicente llegó a su departamento se sintió agotado. Una café que daría pie a una conversación que luego debía terminar en la cama con un hombre tremendamente atractivo, se había transformado en escuchar y entender la vida de un hombre absorbente y complejo, pero no por eso menos interesante y seductor. Las emociones humanas son complejas y sensibles. Hay que tratarlas con respeto, sobre todo si existen altas posibilidades de salir dañado. Sin embargo, Vicente no podía y no quería dejar pasar la oportunidad de interiorizar sobre esta persona de la cual tenía expectativas. Y después de zendo análisis, las expectativas volvieron, incluso de forma más intensa, y también más prudente. En la vida no te vas cruzando con gente que genera una impresión más allá de lo vital y espontáneo. No conoces todos los días a alguien que con el aura invisible te genera estremecimientos que superan lo corporal. No es fácil descubrir gente de química incrédula y magnifica. No. Y mi padre para Vicente fue de esas extrañas personas con las que te cruzas muy rara vez en la vida. No. No podía privarse de esta oportunidad que la vida le estaba regalando. La coquetería era una cosa, pero el sentimiento era algo mucho mas imponente. Y sobre eso, no te puedes desentender. No. Tenía unas expectativas, pero después de analizar racionalmente toda aquella experiencia y aquella persona que lo tenía hechizado, sintió el deseo y curiosidad de seguir explorando y se dio la venia y atrevimiento de enviarle un mensaje para hacerle ver a mi padre que todo estaba bien y que quería volver a tener una cita con él.
Las citas entre mi padre y Vicente fueron semana tras semana transformándose en un ritual que ambos gozaban. Siempre en el mismo café, en la misma terraza, comenzaron a citarse para amistarse, conocerse y conquistarse. Para mi padre, Vicente se transformó en el hombro, oídos y concejos que él necesitaba para afrontar cualquier mal giro que pudiese venir. Estaba envalentonado en contarnos a nosotros sobre su nueva vida. Y esa valentía era reforzada por Vicente. Cita tras cita comenzaron a enamorarse sin saberlo, sin siquiera intuirlo. Comenzaron a necesitarse. A observar el rostro del otro, a sentir su aliento, sus pálpitos. Pero también a sentir sus ambiciones, sus sueños y sus aptitudes.
Paulatinamente mi padre comenzó a dejar nuestra casa. Se instaló en un pequeño loft a las afueras de la ciudad, pero con espacio suficiente para remontar su estudio de fotografía y poder recibirnos semanalmente. Si bien la relación de mis padres era casi inexistente, supieron adecuarse a las necesidades parentales de cada uno. Entre semana compartíamos con mi madre. Semana siguiente nos quedábamos en el loft de mi padre, que, aunque quedara lejos de nuestra escuela, pusimos todos de nuestra parte para que estas rutinas no se malgastaran. Los churros y las horchatas nunca se perdieron. La verdad, tanto para mi hermano como para mí, todo fue muy natural y llevadero. Había escuchado de historias de hijos problemáticos, que un divorcio pronosticado les conllevaría grandes dolores y angustias. Pero la realidad es que, por muy niños que fuésemos, pudimos reconocer que finalmente ambos estaban mucho mejor sin el otro. Y eso era lo único que importaba. Así siempre lo asumimos, porque así siempre lo conversamos, tanto con mi madre, como con mi padre. Felicidad y amor nunca nos faltaron.
Una tarde inadvertida de sábado, mi padre nos anunció que invitaría a cenar a casa a un amigo. No le dio mucha importancia. Tampoco muchas explicaciones., Un casual amigo y punto. Un amigo que se llamaba Vicente. Yo jamás lo había escuchado. Asumí que era uno de sus tantos colaboradores de la industria publicitaria que por alguna razón insustancial vendría a compartir una cena más con nosotros. Nada anormal.
Yo tenía solo 11 años. Era una niña pequeña sin suspicacias ni incredulidades. Mi hermano estaba entrando en la adolescencia y todo le daba igual. El divorcio de mis padres le daba igual, el lugar donde viviese le daba igual – siempre y cuando hubiese una play station – y los invitados a casa a cenar le daban igual. Pero recuerdo como si fuera ayer la primera vez que vi a Vicente. Y estoy segura que mi hermano también. No estábamos atentos ni de saludar ni de reconocer a este nuevo amigo de papá, pero tuvimos con él un encanto como pocos. Asumo que, porque nos trajo chocolates de primeras, ya nos conquistó un poco, pero luego fue su entretenida forma de contar historias y chistes, de burlarse de mi padre a sus cuestas, de escucharnos con paciencia nuestras niñerías prudentes de edad e inocencia. Esa noche fue una larga para nosotros dos (¡Nos fuimos a dormir después de las 12!), pero lo fue porque vimos brillar a nuestro padre de una manera tan fidedigna a él, que aun siendo tan niños pudimos agasajarnos de la felicidad que emitía por el simple hecho de tener a este nuevo amigo sentado en nuestra mesa. Y Vicente, en una sola noche, se transformó también, en mi nuevo amigo. Hoy entiendo que ese sentimiento que él estaba comenzado a florecer por mi padre, era el mismo que sentía debía hacer crecer hacia por nosotros. Y se lo agradezco.
Después de aquella noche, fue cuando mi padre se permitió desprenderse de incertidumbres clandestinas que le estaban martirizando el alma. Necesitaba valer a Vicente con sus hijos antes de dar el siguiente paso. Necesitaba saber que él sería tan importante para nosotros como para él. Y después de esa noche, todas las terrazas y conversaciones que Vicente y mi padre estuvieron recreando durante meses, se concretaron en lo que ambos deseaban hacía tiempo. Se permitieron volver a ser adolescentes inexpertos. Uno invitó al otro a una elegante cena. Se sentían como en una primera cita. Llena de esperanzas y emociones. De nervios y ansiedades. Hablaron de manera concreta por primera vez del futuro. No hubo relamidas declaraciones de ninguna índole porque no era necesario decir lo que uno sentía por el otro en palabras. No era necesario advertir, que, a pesar de las conjeturas del pasado, de los cuestionamientos sobre cómo prever un futuro incierto entre dos hombres de experiencias de vida tan disimiles, todo eso no tenía por qué ser un freno que les permitiera visionar el futuro de ambos como uno solo. Entendían que entre ellos había una conexión mucho más fuerte que cualquiera pudo haber tenido en el pasado. Si bien es cierto mi padre finalmente nunca se había enamorado en su vida, reconoció perfectamente que Vicente en poco tiempo era el amor que siempre necesitó tener. Vicente por su parte, advirtió que a pesar de los muchos novios, amores y desamores habían pasado por su vida, por fin tenia en frente a la persona que, sin haberlo experimentado a cabalidad, era la persona que todos necesitamos encontrar para sentirnos completos, en un mundo incompleto.
Sin esperarlo ni preconcebirlo, y mucho antes de lo que él jamás soñó, la vida de mi padre comenzaba a tomar forma y a tener sentido. De la manera que él quería. Se sentía un hombre nuevo, satisfecho y orgulloso de haberse permitido ser quien él quisiese ser. Con la persona adecuada para él, y no una impuesta por colocaciones sociales predeterminadas. Sólo le faltaba una cosa para poder estar completo. Y era contarnos a nosotros que él era gay. Muchos podrán pensar que éramos muy pequeños para digerir una noticia de esa envergadura, pero mi padre no se sentiría tranquilo hasta poder mostraste frente a nosotros tal cual era.
Primero llamó a mi madre. Si bien llevaban meses solo hablando por mensajes de texto sobre quién iba a buscar a qué hijo a qué lugar y sobre las burocracias legales de su divorcio en marcha, mi padre decidió reunirse con ella para explicarle que ya era hora de contarnos a mí y mi hermano sobre su nueva vida y su nueva identidad. Mi madre logró hacerse un hueco a regañadientes en su apretada agenda. La verdad no tenía muchas ganas de verle la cara a mi padre. Ella es una mujer que cuando corta, corta todo de raíz, sin rodeos ni sentimentalismos. Después de todos esos meses, ella seguía creyendo que la excusa de ser gay era sólo eso: el arrebato de la crisis de un cuarentón. Pero entendía que era importante discutir y acordar cómo abordar este tema, ella nos tenía en su casa la mitad del mes, y claramente le tocaría lidiar con las preguntas que nosotros pudiésemos hacerle a ella sobre nuestro padre. La primera parte de la conversación fue corta y ambigua. Él ya había tomado la decisión de contarnos y le explicó cómo lo haría. Sin embargo, la segunda parte quizás fue la más dura, sobre todo para ella. Cuando mi padre le explicó que ya llevaba meses de relación con otro hombre, a mi madre de le cayeron los colores. Por primera vez sintió herido su ego. Al comienzo alegó que él quizás cuánto tiempo llevaba poniéndole los cuernos y no le daba el paso para muchas explicaciones, pero con convicción y utilizado correctas y propicias palabras, mi padre logró con mucho cuidado, hacerle ver lo equivocada que estaba. Que él no se imaginó jamás enamorarse de un hombre tan rápido, pero que Vicente había sido todo lo que ella jamás fue para él. Eso terminó con la conversación que mi padre intentaba manejar lo más amistosamente posible, porque mi madre cogió su cartera y lo dejó hablando solo. A mi padre no le quedó otra que asumir el dolor y rabia de mi madre. Entender que sería imposible hacerle ver que la felicidad de él era tan importante como la de ella y la de nosotros. Quizás algún día podían sanarse heridas, pero no sería ni ese, ni los próximos.
Ese verano mi padre alquiló una pequeña casa rural con piscina muy cerca de la playa. Nos confirmó que Vicente vendría a pasar unos días con nosotros. Mi hermano y yo nos pusimos contentos al saber que Vicente también vendría. Si ya con mi padre los paseos y juegos serían divertidos, ¡Imagínense con Vicente! Llegamos a la masía justo para comer. Desempacamos, elegimos habitaciones, nos pusimos bañadores y directo a la piscina. En ese momento la emoción de la piscina era tan grande, que no advertí que la casa tenía solo 3 habitaciones: la de mi padre, la de Fran y la mía ¿Dónde dormiría Vicente? Sin embargo, no fue hasta la hora de cenar que no le hice aquella pregunta a mi padre. Vicente llegaría al día siguiente, entonces ¿Dónde dormiría?, ¿En el sillón del salón? Un poco incómodo, ¿No?... Mi padre dejó de preparar la ensalada que estaba terminando de aliñar. Nos pidió la acompañáramos afuera, a ver las estrellas. Desde el campo las estrellas se iluminan con mayor intensidad, sin perderse en la oscura noche y sin entorpecerse con las luces citadinas. Nos sentamos en el pórtico con una horchata y observamos en silencio el cielo nocturno por una buena cantidad de minutos. Fue ahí donde escuché sus palabras. Y fue en ese momento que crecí un poquito más.
- ¿Sabéis qué es lo mejor que he hecho en mi vida? Vosotros dos. ¿Sabéis que cuando nacieron, tu Fran primero y luego tú mi Leo, fueron los momentos más felices de mi vida? ¿Que cuando aprendí a ser el padre que soy de vosotros dos, fueron únicamente vosotros los que me enseñaron a hacerlo bien? Ni su madre, ni sus abuelos. ¡No hay catálogo que nos enseña a ser padre! Seré un poco mayor que vosotros – y se ríe picarón – pero las únicas dos personas que me han enseñado a ser feliz, han sido vosotros. Lamentablemente vuestra madre y yo intentamos ser felices juntos, pero como sabéis nos resultó y por eso decidimos seguir siendo felices por vosotros, pero por separado. Sé que quizás os cueste entender lo que os quiero decir, pero lo primero que deben saber es que nadie en mi vida es más importante que vosotros ¿Vale? Hace mucho tiempo que he ido notando que soy diferente a cómo era de más joven. Y esta, lamentablemente, ha sido una de las razones de por qué hemos decidido divorciarnos con su madre. Yo necesitaba estar sólo para entender cómo puedo ser feliz, además de teniéndolos a vosotros al ladito mío. Hace un tiempo atrás conocí a una persona que me ayudó a descubrir la fórmula que mi vida necesitaba para ser un hombre feliz. Y si más feliz soy, mejor padre puedo ser para vosotros. ¿Cierto? – mi hermano y yo accedimos con la cabeza. Estábamos atentos escuchando y entendiendo cada palabra que salía por su boca. Mi padre se quedó mudo un par de segundos observándonos, y volvió a sacar la voz - Esa persona es Vicente. El amor trabaja de maneras muy misteriosas: se siente de muchas maneras, de muchos colores y por muchas personas. Hay muchos tipos de amor: el que yo siento por vuestra madre es uno, el que yo siento por vosotros es otro. Y el que siento por Vicente es uno diferente. Ni mejor, ni peor. Pero he aprendido a que el amor que siento por Vicente y el que Vicente siente por mí, es uno muy fuerte y bonito. Y como vosotros sois lo más importante en mi vida, quiero compartirlo con vosotros también –
Yo era una niña de 11 años. Pero ese discurso acogedor lo comprendí como una adulta. Mi hermano, un poco menos atinado, pero bastante más listo y con bastante más experiencias que yo en este tipo de cosas, concluyó con un directo, dinámico y simple: “Papa, eres gay, vale. ¿Puedo ir a jugar a la play ahora?” Mi padre sonrió y le dio permiso para entrar a casa y enchufarse frente al televisor. Sin antes darse un adecuado y encariñado abrazo. Un abrazo que estoy segura mi hermano secretamente disfrutó tanto como mi padre. Yo me quedé a su lado observándolo. Amándolo. Admirándolo. Solamente le dije que Vicente me caía muy bien, que me ponía contenta que él estuviese junto a mi padre, y que ahora entendía dónde podría dormir Vicente durante nuestros días de vacaciones.
Hoy estoy aquí, 5 años después, parada frente a vosotros dos en el día de su boda. Y no puedo estar más feliz y orgullosa. Gracias papá por enseñarnos que la vida es la que uno quiere construir para sí mismo. Gracias por aceptarte tal cual eres. Gracias por inculcarnos siempre que podemos amar a quien queramos amar. Que la libertad de amar es un derecho, no un lujo. Gracias por ser el valiente que eres, por ser el héroe que siempre has sido y por saber amarnos incondicionalmente. Y a ti, Vicente, gracias por amar a mi padre como él se merece ser amado. Y gracias por haberme enseñado a que puedo amar y respetar, desde hoy, a dos padres. Que es mucho mejor que tener uno solo. Good Morning.