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MI PADRE ES UN HOMBRE BUENO

2002

Mi padre es un hombre bueno. Muy querido por la gente, no por nada es concejal de la ciudad donde nací y crecí los primeros años de mi vida. Siempre con algo que decir, con una sonrisa acogedora y un espíritu emprendedor, era admirado por toda la gente de Puerto Graneros.

 

A pesar de su generosidad, de su humor y de su energía, nunca logramos compatibilizar mucho. Nunca nos llevamos mal, pero nuestra relación fue siempre de padre a hijo en sus más bajos estándares. Nunca nos habíamos sentado los dos solos a conversar de nuestros proyectos, de nuestras visiones de vida, de lo que él esperaba de mí y lo que yo esperaba de él. Cuando yo era niño, siempre trató de que fuese el típico hijo que cualquier padre se sentiría orgulloso de tener: un excelente alumno, raudo deportista y con los años un conquistador empedernido. En definitiva que fuera el mejor, y es normal y lo entiendo, todo padre espera que su hijo sea el mejor, al menos, mejor que él mismo. Acudí a clases de Karate, de Fútbol, de Rugby y de Natación, nada me gustaba, en cambio, yo quería tomar clases de Arte, de Teatro y participar de la Ayuda Solidaria en Hogares y Hospitales de Zona, ser Presidente de Curso y organizar actividades ínter-escolares, y era bueno haciéndolo. En el colegio compañeros y profesores me querían, mis amigos me admiraban y creían en mí, mis primos y tíos se encariñaban conmigo porque siempre fui el más atento y afectuoso.

 

En Puerto Graneros siempre fui conocido como el hijo de Juvenal Toro, nuestra familia era muy querida por el pueblo, mis hermanas y yo estábamos orgullosos de tener un padre como Juvenal y sé que él también se sentía orgulloso de nosotros, aunque nunca lo demostraba. Muchas de las cosas que yo hacía, las hacía para manifestarle que a mi manera yo era el mejor. Sin embargo, nunca me reconoció nada, nunca me felicitó y así fui creciendo, así me crié, con soberbio cariño y mitiga bondad de parte de él, pero ningún tipo de reconocimiento o alguna pequeña muestra de satisfacción u orgullo, que con el tiempo me dejó de afectar, me dejó de preocupar, porque siempre creí que así tenía que ser. Finalmente dejándome de importar demostrarle quién era su hijo y que gran parte de lo que yo había logrado ser, era gracias a él, a Juvenal Toro, mi padre.

 

Mi padre siempre tuvo un poder y una influencia sobre nosotros impresionante, mi madre le hacía caso en todo, él mandaba en la casa y nadie podía rebatirle nada, costaba mucho poder convencerlo de ir a la playa en vez de al campo para las vacaciones, por ejemplo, y si lográbamos convencerlo él estaba de mal humor durante todo el viaje. Sin duda, había sido criado a la antigua. Mi madre, sumisa como ella sola, siempre decía: “Donde manda capitán, no manda marinero”.

 

Nunca voy a olvidar la discusión que tuve con él cuando ya era la hora de tomar la decisión de qué carrera universitaria iba a seguir. Él siempre quiso que yo fuera abogado, médico o ingeniero, pero yo quería estudiar antropología, una carrera bastante poco común y sin mucho futuro, al menos eso era lo que él pensaba. Discutimos. Me acusó de no haber aprendido nada de lo que él me había enseñado durante aquellos años infantiles, que era un llevado a mis ideas, un flojo y que parecía un “maricón” haciendo todas las mierdas que hacía. Me ofendió. En ese momento más que nunca me di cuenta que jamás iba a poder pedirle a mi padre un abrazo ameno. Me sentía desgraciado y decepcionado, porque en ese momento no me sentí agradecido de él. Al menos por ese instante, ese minuto de rabia. Desde ese día nunca más lo quise volver a escuchar. Le hablaba, claro, era mi padre y aún dependería de él al menos durante los próximos cuatro años. Y a pesar que mi cariño y admiración por él pensé nunca iban a cambiar, si cambió, para peor. La relación se tornó distante, éramos sólo dos individuos que compartíamos un apellido y que vivíamos bajo el mismo techo sin dejar de lado nuestras obligaciones de padre, por un lado, y de hijo, por el otro. En todo caso eso cambiaría en los próximos meses cuando yo me mudara a Santiago por mis estudios. Pero mi padre siempre fue un hombre bueno.

 

Mi madre por otro lado, como buena señora de una de las personalidades de la región, era una colaboradora fiel a la causa de mi padre. Siempre mantuvo una sonrisa placentera y sublime. La verdad, mi madre era un ejemplo a seguir, con una calidad humana intachable, bondadosa y abnegada madre, excelente profesional, rauda ama de casa y por sobre todo una esposa íntegra. En todos sus roles ella era la mejor. Siempre fui muy apegado a ella, quizás de una manera más sigilosa y silenciosa que mis hermanas, porque con ella yo tenía una relación especial. Con una sola mirada nos decíamos todo, con una sola mirada ella sabía exactamente lo que pasaba por mi cabeza. Creo que hasta el día de hoy ella es la única que me conoce sin yo tener que demostrar o hacer mucho. Ella es, sin duda, la persona que yo más admiro. Su único defecto era ese miedo reservado que le tenía a mi padre, que para los ojos de alguien que no vivía en nuestra casa, era pura admiración.

 

No me puedo quejar. Nunca me faltó nada: tuve una excelente educación, mi madre, por sobre todo, me apoyaba en cualquier decisión que yo tomara, y muy rara vez, a su sutil manera, lograba convencer de algún u otro modo a mi padre. Pero ni siquiera ella fue capaz de dejarlo tranquilo con la decisión que yo ya había tomado sobre mi futuro. Yo sabía que él igual pagaría mi carrera, porque lo amenacé que si no lo hacía, yo estudiaría medicina o cualquier cosa que él quisiera, pero que no esperara los mejores resultados, porque no se los daría. Y así fue como finalmente a regañadientes, pude entrar a estudiar antropología en la Universidad de Chile en Santiago. Al menos había entrado a estudiar a una universidad prestigiosa, eso quizás lo dejó un poco más tranquilo. En febrero, yo viajaba con mi madre a buscar un departamento donde vivir en Santiago. Yo prefería vivir sólo, pero por razones de dinero, finalmente me fui con un primo que vivía en Santiago hace un año y así el departamento y sus gastos saldrían la mitad, y mi padre podría costearlos sin preocupaciones.  Mi primo se llamaba Sebastián, era la oveja negra de su familia. Irrespetuoso y abusador. Teníamos dos años de diferencia y creo que hasta el momento habíamos cruzado un par de palabras en alguna reunión familiar. Él era el hijo del hermano de mi madre y oriundo de Antofagasta. Estudiaba licenciatura en humanidades en una universidad privada. Era un tipo con una personalidad apática y poco comunicativa, al menos así se mostró durante los primeros días. La verdad, y porque me lo confesó la primera noche que pasamos solos, era que a él no le entusiasmaba vivir conmigo, se había acostumbrado a vivir con completa independencia, pero si no lo hacía, tendría que irse a una pensión, porque para su familia tenerlo en Santiago también era un gran gasto. Le dije que no teníamos porque llevarnos mucho, él en su habitación y yo en la mía, yo no había llegado a Santiago a hacer nuevas migas, quería estudiar y sacar mi carrera, para demostrarle a mi padre que no había cometido un error.

 

Así fue pasando mi primer semestre universitario. Para ser honesto, no soy una persona muy adaptable. Mi vida en Puerto Graneros era muy diferente a mi nueva vida capitalina, quizás por eso nunca pude congeniar bien con mi primo y en la universidad no había hecho amigos. Nunca estaba en el patio con ellos, fumándose un caño o tomando chela y menos participaba de los carretes de curso. Excepto con una: Julie, una chica francesa, que se había venido a Chile hace algunos años a estudiar. Era mayor que yo, pero los dos nos sentíamos bastante cómodos el uno con el otro. Hacíamos los trabajos y estudiábamos juntos, salíamos de vez en cuando a tomarnos algo a Bellavista y muchas veces me quedaba en su departamento o ella en el mío a dormir.

 

Cuando terminamos nuestros exámenes semestrales, para celebrar nos juntamos en mi casa, los dos, a tomarnos unas botellas de vino francés. Siempre que uno toma, y queda en un estado de bastante ebriedad, comienza a decir verdades y a decir lo que realmente siente por el otro. Julie comenzó a hablar, me dijo que me tenía que confesar algo que quizás no me gustaría oír, pero que tenía que contármelo porque necesitaba desahogarse. Yo la verdad pensé que se me iba a declarar o algo por el estilo, sin yo sentir ningún tipo de atracción hacia ella, más que un cariño de amigos. Pero para mi sorpresa su confesión fue algo completamente distinta. Julie era lesbiana. Quizás por el alcohol, me lo tomé con bastante tranquilidad y hasta con humor, nunca había conocido a una lesbiana, pero tampoco podía sentir rechazo por una opción sexual como esa. Me sentía una persona bastante tolerante y con una amplitud de mente mucho más extensa que la del resto de mi familia. Al contrario de mi padre quien era un homofóbico de los graves. Le di un abrazo, agradecí su honestidad y desde ese día nuestra amistad se fortificó.

 

Durante las vacaciones fui a visitar a mi familia a Puerto Graneros. Mi madre y mis hermanas estaban muy contentas de tenerme unos días en casa. Imagino que mi padre también, pero nunca dijo nada, menos felicitarme por mis excelentes notas en la universidad. Durante todos esos días estuvo serio y distante conmigo, y debo reconocer que mi actitud hacia él era exactamente la misma. Ya quería regresar a Santiago. Ese denso ambiente en mi casa no me agradaba y quería salir, ver a Julie y noctambular con ella. Me había prometido que cuando regresara me llevaría a una discoteca gay, invitación que encontré interesante y hasta folclórica. Me gustaba ir a lugares distintos y siempre me había llamado la atención ir a uno gay, pero hasta el minuto no tenía con quién hacerlo.

 

Cuando regresé a Santiago y me encontré con Julie en la universidad, sin que ella me sugiriera nada, le dije que ese fin de semana la acompañaría a alguno de los lugres que ella frecuentaba de noche. Y así fue, el sábado me fui temprano a su departamento, le lleve una botella de vino, lo tomamos y salimos. Desde ahí en adelante la acompañaba casi todos los fines de semana. Lo pasaba bien con ella, en estos lugares. Me sentía cómodo y tranquilo. Nunca fui una persona de salir mucho, pero desde que comencé a indagar por esos territorios, se despertó en mí una persona con el cual yo me sentía mucho más a gusto. Lo pasaba bien. Una noche, antes de salir nuevamente a Bellavista, Julie me hizo una pregunta que me revoloteó la cabeza por muchos días:

 

- Tomás, ¿eres gay?- sin ninguna introducción, lo dijo sin tapujos y sin irse por ninguna rama.

- ¿Por qué lo preguntas? - le pregunté con un tono embarazoso e inquieto.

- No nos leamos la suerte entre gitanos, Tomás, no digo que tengas que ser gay porque te gusta salir conmigo, pero he notado como observas a otros. Por lo general, la gente streight, puede no tener drama con la homosexualidad, pero tu pareces disfrutarla ¿nunca te has preguntado la posibilidad de tú mismo ser gay? -

 

Esa noche nos quedamos en su casa conversando hasta la madrugada. Debo reconocer que en mi inconsciente, siempre reflexioné sobre esa posibilidad. Cuando era más chico, siempre me fijaba en mis compañeros cuando íbamos a ducharnos después de gimnasia y me sentía mal por ello. Después de conversar en lo que se podría llamar una sesión psicológica con Julie, llegué a la conclusión que siempre tuve ese “bichito”, pero lo retenía. Siempre me lo negué porque, bueno, en el entorno en el cual me crié ser homosexual era casi un delito, una enfermedad que sólo le pasaba a “otra” gente. Yo crecí con esa sugestión, nunca me preparé para ser gay, pero por sobre todo, jamás lo acepté, ni siquiera me lo cuestioné. Por mi padre, por su reacción frustrante y de rabia que podría separarme definitivamente de él y también del resto de mi familia. Esa noche fue larguísima y después de esa vinieron muchas más en las cuales con Julie nos sentábamos a hablar exclusivamente del tema. Yo estaba aterrado, descifrar que yo podría ser homosexual me asustaba y ¿por qué?, por la reacción de mi familia, pero por sobre todo la de mi padre. Julie me propuso una noche que tratara de darle un beso a otro hombre. En un comienzo le dije que si estaba loca o algo, pero de a poco le comencé a encontrar sentido a su propuesta. Yo ya había tenido relaciones con mujeres, pero si existía la posibilidad que yo fuese gay, la mejor forma de saberlo a ciencia cierta era ver qué pasaba y que sentía con un hombre. Julie me emborrachó y fuimos a la “Pink” esa noche a bailar. Estuvimos la primera hora viendo uno por uno los distintos tipos que circulaban por la pista de baile. Todos los potenciales candidatos que Julie me indicaba, a mi no me gustaban. La verdad era que no me atrevía a hacer nada con nadie por muy borracho que estuviese. Julie se estaba comenzando a molestar conmigo por mis indecisiones, hasta que de repente Maura, una amiga de ella, también lesbiana, se acercó a saludarnos. Ella andaba con un amigo más y todos nos presentamos con todos. Durante todas nuestras salidas, Julie me había presentado con sus amistades, yo ya había tenido pequeñas conversaciones con otras lesbianas y gay. Siempre fui muy relajado y sin trancas. Claro, yo creía que era heterosexual. Pero esta vez fue distinto por dos cosas: porque yo había llegado esa noche en una parada completamente diferente y porque al amigo de Maura lo había encontrado verdaderamente atractivo. Se llamaba Lautaro, era un poco mayor que yo, tenía 25 años y estudiaba medicina también en la Universidad de Chile, pero en una facultad distinta  a la mía. Alto, pelo moreno y ojos almendrados. Sin que me diera cuenta, yo estaba conversando con él y Julie con su amiga habían desaparecido. De a poco me fui relajando y la conversación con Lautaro se tornaba cada vez más entretenida. Tanto él como yo hablábamos con un tono de bastante coqueteo. Julie con Maura, esta vez de la mano, se acercaron al par de horas y mi amiga me dijo muy discretamente al oído “Esta es tu oportunidad”. Yo sonreí, la miré a los ojos y le hice con mi cabeza una seña positiva. Esa noche terminamos los cuatro en el departamento de Julie. Lautaro y yo habíamos tenido química, habíamos conversado mucho en el camino al departamento. Cuando llegamos y después de tomarnos la última botella de vino, Maura y Julie se disculparon y se encerraron en su pieza. Lautaro y yo nos quedamos solos en el living y a mí se me cortaron las palabras. Me puse nervioso porque era evidente lo que iba a pasar. Recién en ese minuto Lautaro me pregunto derechamente si yo era gay y sin pensar le dije que sí. Era la primera vez que lo decía. Me tapé la boca, en un gesto de arrepentimiento, pero no alcancé a negarlo cuando Lautaro se acercó y me dio un beso... un beso... un beso... un beso, mi primer beso. Cuando reaccioné de lo que estaba haciendo, después de 10 minutos, me disculpé y me fui a mi casa sin darle ninguna explicación a nadie. En todo el trayecto de la casa de Julie a la mía, no podía creer lo que recién me había pasado, no lo automatizaba y mucho menos lo entendía. Lo único que supe era que me había gustado y no sentía ningún remordimiento.

 

A la mañana siguiente me desperté con el celular. Pensé que era Julie, pero el número era desconocido. Era Lautaro quien me invitaba un café ese día en la tarde. Nuevamente sin pensar dije que sí, pero no podía ser tan descortés como para arrepentirme de inmediato. Cuando corté el celular comencé a planear algo para deshacer la invitación. Iba caminado al Café donde me juntaría con él y todavía seguía ideando alguna excusa, pero no me di ni cuenta cuando estaba sentado con Lautaro tomando un jugo de chirimoya. Conversamos mucho, no sé como lo hacía, pero me sacaba cada palabra hasta que le confesé mi situación. Él me reveló que él había vivido exactamente lo mismo hacía unos años atrás, pero no podía seguir engañándose y terminó aceptándolo. Le necesitaba preguntar qué le había dicho su familia, y su respuesta fue la más inteligente:

 

- ¿Para qué? que gano si se enteran, al contrario, los pierdo. Imagínate, yo aún vivo con ellos y puedo hacer una vida gay igual de normal y tranquila sin que ellos se den cuenta de nada -  

 

Poco a poco con Lautaro nos empezamos a conocer mejor. Comenzamos a salir juntos, también con Julie y Maura, que después de un tiempo fueron pareja. El tiempo fue dándome la oportunidad de asumir mi homosexualidad con más desenvoltura, con el apoyo de Julie y de mis nuevos amigos que era todo el que necesitaba. Tenía la suerte de vivir casi sólo sin darle explicaciones a nadie. Y después de unos meses, Lautaro y yo comenzamos a pololear. Y fue lindo, muy lindo.

 

Pasaron los años. Yo ya llevaba 2 años de relación con Lautaro y hasta el momento había sido muy buena, con altos y bajos como cualquier pareja. Yo seguía viviendo con Sebastián, pero nuestro trato no mejoraba. Teníamos discusiones por asuntos domésticos, él era bastante irritante y sólo creaba cizaña por crearla. Yo tenía claro que a pesar de 3 años viviendo juntos, él seguía odiando la idea que su primito chico le haya venido a interrumpir su feliz vida solitaria. No era decisión mía, pero como no podía culpar a sus padres, me culpaba a mí. Como él pasaba muchas noches fuera de casa, Lautaro iba bastante seguido y en más de una oportunidad se quedaba a dormir. Las pocas veces que Sebastián y Lautaro se encontraron, mi primo era bastante mal educado y ni siquiera saludaba, bueno, Sebastián nunca saludó a ninguna de mis visitas. Sebastián me recordaba mucho a mi padre. Tenían caracteres muy similares en algunos aspectos y quizás por eso nunca me cayó bien. Sin embargo, la mala relación que Sebastián y yo teníamos nunca me complicó. Nunca me preocupé por él, por sus andanzas, por lo que hacía o dejara de hacer, por lo que pensaba sobre política, religión o cualquier tema, nunca me senté a conversar con él de nada y ahora me arrepiento de no haberlo intentado.

 

Una noche, el 4 de Agosto para ser más exacto, el día que yo volvía de Puerto Graneros después de mis vacaciones de invierno, Lautaro se quedó a pasar la noche conmigo. Sebastián aún no volvía de Antofagasta y llegaría dentro de tres días más. La  mañana siguiente, eso sí, fue una que tendré siempre en mis más afligidos recuerdos. Lautaro y yo aún dormíamos y nos despertamos del susto cuando Sebastián brusca y repentinamente entró sin golpear en mi dormitorio. Nunca voy a olvidar su rostro al ver a dos hombres acostados desnudos en una misma cama y entre ellos, su tan odiado primo chico. Se quedó mudo. Yo me quedé mudo. Sólo nos miramos hasta que él, de una manera mucho más brusca que como cuando la abrió, cerró con fuerza la puerta. Me puse mis calzoncillos y salí tras él.

 

- No me dirijas la palabra fleto de mierda - Me dijo con desprecio.

- Espera... no es lo que tú piensas - ¡Cómo le pude responder eso!

- Cállate maricón de la puta, pensar que quizás que cochinadas has hecho en mi departamento. Me das asco, quiero que te vayas de inmediato. Voy a llamar a tu viejo para que te saque cascando de aquí y te mande a encerrar en tu pueblo de mierda, por cerdo – gritó alterado.  

- ¡No! - le dije casi suplicando - Tú no puedes ser tan desgraciado de irle con el cuento a mi viejo ¡Eso es ser maricón! - terminé con un tono más defensivo.

 

No podía dejar que este pelotudo se entrometiera de esa manera, pero él conocía a mi padre y sabía cómo reaccionaría. Por más que intenté y después de discutir con Sebastián durante minutos, no pude hacerle entender que me perjudicaría de la peor manera. Pero eso era lo que él quería. Sebastián era una persona inteligente y esta era su oportunidad de sacarme del departamento y deshacerse de mí. El hecho de que yo fuera homosexual era secundario. Después del mediodía Sebastián salió del departamento, esa tarde estuve turbado, me fui a la casa de Julie con Lautaro, quienes me consolaron sin decir una palabra, porque tanto ellos como yo sabían la catástrofe que se veía venir si Sebastián finalmente decidía contarle a mi padre y no me cabía duda de que eso haría. Sólo me quedaba esperar y ver qué pasaría. Sin ir más lejos y para no perder más tiempo, esa misma noche Sebastián llamó personalmente a mi padre para confesarle todo. La peor tragedia de mi vida estaba recién comenzando y yo sentía que no tenía fuerzas para enfrentarlo.

 

No supe nada de mi familia, sino hasta dos días después, dos largos y pavorosos días. Yo no había ido a mi departamento, me estaba quedando con Julie en el suyo. No había sabido nada de Sebastián, que por más que trataba de llamarlo a su celular, no me respondía. No me atrevía tampoco a llamar a mi familia, estaba desconcertado y con la mente en blanco. Por primera vez en mi vida no tenía ni la más mínima sospecha de lo que podría pasar. Sólo pensaba en lo peor. Mi único consuelo era mi madre, quien podría interponerse a la reacción de mi padre. Julie ya me había ofrecido su departamento para vivir con ella el tiempo que fuese necesario, tendría que congelar mis estudios, porque lógicamente mi padre no seguiría financiándome nada. Sabía que ahora debía comenzar desde cero, sin ningún peso y sin familia. Ahora era yo y solamente yo, pero no me sentía preparado. Algo se me ocurriría, pero en ese momento no podía pensar en nada, ya que mi cabeza estaba inundada con el rostro de Don Juvenal.

 

Mi celular sonó. Era mi madre. Llorando. Me preguntaba en que había fallado ella, por qué no le había contado antes para hacerme algún tratamiento. Yo no creía lo que estaba escuchando. Mi madre que siempre había sido una persona sensata me estaba diciendo las estupideces más grandes que había escuchado, pero entendía porque sabía que ella aún estaba en shok. Yo sólo escuchaba sin rebatirle nada, no iba a discutir por teléfono, ya tendría tiempo algún día para sentarme con ella, conversar y contarle lo feliz que era, que no se preocupara por mí, que yo era el mismo que ella había criado con tanto cariño y que jamás la iba a defraudar. El problema fue que ese día nunca llegó. Le pregunté por mi padre y lo único que me dijo era que él estaba enfurecido y que iba camino a Santiago para hablar conmigo. Antes de colgar, sin embargo, me dijo que a pesar de todo y de todo lo que fuese a pasar, ella me quería mucho, pero que “Donde manda capitán, no manda marinero”. Algo me quiso decir con esa última frase antes de decirme adiós, y era que mi padre ya había tomado una decisión y a ella no le había quedado otra que asumirla, le gustara o no.

 

Aún no sé bien cómo llegó mi padre al departamento de Julie. Lo más probable es que el imbécil de Sebastián, que ahora debía sentirse como el brazo derecho de mi padre, le haya dicho dónde y no me extrañaría que le hubiese inventado quizás qué historia sobre mí y mi vida homosexual. Pero llegó, rojo de pura mierda que tenía en las venas y yo lo enfrenté.

 

- No te saco la cresta porque no me quiero ensuciar las manos con un degenerado como tú - me dijo sin siquiera saludarme.

- Papá, por favor cálmate y discutamos esto como gente civilizada -

- No tengas el descaro de llamarme así, yo ya no tengo un hijo -

 

Después de eso, me senté y comprendí en tan sólo un segundo que yo había perdido a mi familia y que él se había encargado de hacer entender a mi madre y a mis hermanas que yo ya no era parte de ellos, así de simple.

 

- Aquí tengo un pasaje para que te vayas a vivir a España y desaparezcas de este país para siempre. No me interesa volver a ver tu cara nunca más. Tu madre y tus hermanas tampoco. Te deposité 1000 dólares en tu cuenta para que empieces tu vida sólo allá. No quiero que te acerques a nosotros, ni siquiera que llames, nadie de nosotros quiere que seas parte de esta familia, eres lo más bajo que le podría haber pasado a los Toro. Eres una vergüenza. Y si no te vas como te lo ordeno, me encargaré personalmente de que seas el ser más insignificante e infeliz de este país, pero como yo soy un hombre bueno, te doy la posibilidad de que vivas tu mugrienta vida, pero lejos de nosotros –

 

Él ya había tomado la decisión. Lo supe porque conozco a Don Juvenal y las influencias que él tiene. Si seguía en Chile, jamás iba a poder ser feliz. No le dije nada, sólo asenté con la cabeza. Tiró el pasaje a la mesa y se fue.

 

Me derrumbé. Mi vida se caía a un precipicio y yo no podía hacer nada. Nadie me iba a rescatar, ni siquiera yo podía hacer nada por mí mismo. O me iba a España, o me iba. No tenía otra alternativa.  

 

Julie, quien había escuchado todo desde su dormitorio, salió desconsolada a abrazarme. Me decía que tenía que luchar y que debía quedarme. Aunque por más que ella tratara de convencerme yo sabía cuál era mi única opción y con el dolor de mi alma debía irme en una semana más. Mi vida había dado un vuelco de 180 grados en tan sólo unos minutos. La despedida con Julie y Lautaro fue espantosa, mal que mal eran las únicas personas que me habían apoyado y los sentía, desde mi discusión con Don Juvenal, como mi única familia, pero debía abandonarlos. Sobre todo a Lautaro, que estaba destrozado con mi partida, porque eso también significaba que terminábamos nuestra relación. Aunque él se negó a romper conmigo yo fríamente supe que era lo mejor para los dos. Julie tenía una amiga en Madrid que me recibiría el primer período hasta que encontrara un trabajo y un lugar donde vivir. Y sin siquiera poder despedirme de mis hermanas y de mi madre, tomé el avión que me llevaría a rehacer mi vida.  

 

Pasaron 14 años, tiempo en el cual recibí algunas cartas que secretamente mandaba mi madre en las cuales me mencionaba lo mucho que me extrañaba y lo mucho que me necesitaba. Desde que yo me fui la relación que ella tenía con Don Juvenal se había deteriorado, pero que a pesar de su trágica decisión, ella seguía con él por mis hermanas y por la situación de ambos. Era impensable una separación, eran la pareja más querida y admirada de Puerto Graneros. Yo nunca volví a Chile. Julie había ido a visitarme ya unas 4 veces. Se había convertido en una de las más reconocidas antropólogas de Chile y tenía un cargo muy importante dentro de la Universidad de Chile. Se había nacionalizado chilena y vivía con su pareja en un departamento en el barrio alto de Santiago. Con Lautaro paulatinamente comenzamos a perder contacto. En un principio nos llamábamos casi todas las semanas, pero de a poco comenzamos a perder comunicación. Lo último que supe de él, hace 5 años atrás, era que estaba haciendo una especialización en psiquiatría y que no tenía una pareja estable desde que yo me había ido. Al igual que conmigo, Lautaro dejó de tener contacto con Julie y ella tampoco nunca más supo de él como para ponerme al día.

 

Yo en Madrid pude rehacer mi vida. Al principio fue muy difícil, porque no tenía los papeles para trabajar legalmente, pero pude finalizar mis estudios. Me demoré 5 años en sacar mi título de antropólogo y ahora estoy a cargo de un Museo de Geología aquí en Madrid. Tengo una pareja hace 7 años, Raúl, y ambos sabemos que estaremos juntos para el resto de nuestras vidas. Es más, estamos pensando en adoptar una niñita cuando se resuelva nuestro caso con el centro de adopción al cual estamos postulando. Soy feliz, pero aún me duele no poder ver a mi madre, a mis hermanas, y por qué no, a Don Juvenal. A pesar de todo, lo quiero y admiro mucho. Si ahora soy una buena persona, es gracias a él, que me inculcó siempre los mejores valores para ser feliz. Aprendí en todos estos años, que no fui yo quien perdió un padre, fue él quien perdió un hijo. Algo de rencor le tengo por separarme de mi familia, pero las heridas se curan con los años y perdonar es una escasa virtud. Pero tampoco me interesa una reconciliación. En 14 años jamás me llamó. Sé que debe estar arrepentido, pero su orgullo le impide, incluso después de tanto tiempo, dar pié atrás y reconocer que competió un error.

 

Un día una llamada me dejó helado, quizás de la misma manera cuando recibí esa llamada de mi madre hace 14 años atrás. Era una de mis hermanas, que en un principio me emocionó, no había hablado con ella desde que me fui, pero no me llamaba para saludarme, era para contarme que Don Juvenal había tenido un infarto al corazón y que estaba en coma. No lo pensé dos veces, con Raúl compramos los pasajes, y después de 14 años yo estaba volviendo a Chile. Al principio Raúl no me quería acompañar, pero yo lo necesitaba al lado mío para cuando viera a mi familia y a Don Juvenal hospitalizado. Llegué, y por supuesto no había nadie esperándome en el aeropuerto, apenas pude llamé a mi hermana, pero no contestaba el teléfono. Tomamos otro avión a Puerto Graneros, pero llegamos tarde; Don Juvenal había fallecido. Un 7 de Agosto, exactamente hace 14 años yo lo había visto por última vez. No pude ver a mi madre de inmediato, mis parientes no querían que la viera, todavía existía un cierto rechazo porque yo era homosexual, más aun si yo venía con otro hombre. Sin embargo no hice caso y fui directamente a la funeraria donde estaban velando a Don Juvenal. Estaba repleto, mucha gente lloraba. Reconocí tantas caras y sé que esas caras también me reconocieron a mí, pero nadie se acercó a saludarme, al contrario, incluso sentí caras de desprecio, como si la muerte de Don Juvenal hubiese sido culpa mía. Entremedio de la multitud no podía reconocer a mi madre. Vi a una de mis hermanas, quien estaba abrazada con Sebastián. Me acerqué, no saludé a Sebastián, tomé a mi hermana y me abrazó. Se puso a llorar, repitiéndome constantemente “Te necesité tanto”. Necesitaba oír eso. Se acercó mi otra hermana de la mano de sus dos pequeños hijos. Los abracé emocionado, aunque ellos no comprendían quién era este desconocido. En gestos fraternales de emotiva alegría, mezclados con el dolor de la pérdida, recuperamos 14 años separados en tan sólo unos instantes. Ambas abrazaron también a Raúl y estaban felices de conocerlo. Ahí supe que ellas siempre estuvieron en desacuerdo con la decisión de Don Juvenal, pero por respeto y miedo, jamás habían ido en su contra. Les pregunté por mi madre y antes de que cualquiera me diera una señal de dónde y cómo estaba ella, sentí una voz tras mío que me decía con sollozos eufóricos “Hijo”. Lloré. Lloré como si tuviera 10 años. Lloré por mi madre, por el dolor que ella sentía, no sólo por la muerte de Don Juvenal, sino por una muerte que en vida nos había alejado por 14 años. De todas las lágrimas que derramé ese día, ninguna fue dirigida para Don Juvenal, eran todas de una oculta alegría por volver a estar con mi familia nuevamente.

 

Después de dos días en que cínicas figuras se acercaban hasta la casa de mis padres a dar sus condolencias a mi madre y a decirme lo bueno que era para ellos volver a verme, las mismas caras que me miraron con desmerecimiento cuando llegué a la funeraria, por fin tuve la oportunidad de sentarme con mi madre y le dije todo lo que quería decirle ese día por teléfono. Y todas las cosas que necesitaba contarle sobre mí y mi vida los últimos 14 años. Ella solo sonreía. Me confesó que hacía años ya había superado el tema de mi homosexualidad y que jamás se había perdonado no haberme ayudado en el minuto que correspondía. Yo sabía la influencia que tenía Don Juvenal sobre ella y sobre mis hermanas y por eso no podía reprocharles absolutamente nada. Mi madre también se sentó a conversar con Raúl. Quería conocerlo. Fue como amor a primera vista, aunque Raúl estaba bastante asustado y nervioso por conocer a mi madre. Se dio cuenta a los pocos minutos de conversar con ella, lo dulce que era y supo de inmediato que se llevarían maravillosamente. Sobre todo después que mi madre le dijo: “Bienvenido a la familia, yerno”.

 

Estaba claro que yo dentro de los próximos días volvería a Madrid con Raúl, mal que mal nuestra vida estaba hecha allá y el asunto de la adopción estaba pronto a resolverse.  Pero antes de irme, mi madre me pasó un sobre cerrado. Era una carta que Don Juvenal había escrito para mí hace algunos años atrás, pero que nunca se animó a enviarme. Mi madre no tenía la más remota idea de lo que esa carta decía.

 

Querido Hijo:

Sé que es extraño después de 11 años saber de mí, más si la última vez que nos vimos fue la discusión más dolorosa que había tenido con nadie y que sé que para ti también lo fue. Pero los años han hecho entender a este viejo terco y rabioso, que la sentencia que tomé fue la peor que cualquier ser humano puede imponer: desconocer a su propio hijo, y créeme que hoy estoy arrepentido. Sé que también para ti es insólito que te vuelva a mencionar como “hijo”, imagino tu desilusión y furia cuando te dije que tú ya no lo eras para mí.

Hijo, sé también que el mayor error fue no haberte escuchado cuando tú eras un niño, el no reconocer tus aptitudes y tus destrezas fue lo que finalmente te llevó a alejarte de mí. Siempre estuve orgulloso de ti, en mi silencio alababa tus éxitos. Cuando ganaste aquel concurso regional de pintura, cuando obtuviste el premio al alumno más destacado de tu generación al salir del colegio, cuando te seleccionaron para ser el representante de nuestra comunidad en el Congreso de Estudiantes Interamericano, y tantos otros logros que me regocijaron de alegría, porque mi hijo los había conseguido con sus propios méritos. Reconozco que quería otras cosas para ti, pero a tu manera siempre fuiste el mejor.

Ahora el sólo hecho que tú seas mi hijo me llena de satisfacción. He sabido entenderte y respetarte. Y aunque no es lo que esperaba para ti, si tú eres feliz, a mí me basta y sobra, porque tu felicidad es mi orgullo, porque sé que eres un hombre de bien, y en un pequeño porcentaje, yo contribuí con ello.

Sé que siempre fui una persona de doble estándar. Que sonreía para el pueblo, pero a quienes más amo, decepcioné por mi carácter apático y poco cariñoso, creía que para eso estaba tu madre. Pero un hijo se forma por el amor de ambos, y eso no lo supe hasta que nació Cristóbal, tu sobrino. Hijo, sé que es tarde para arrepentirme, sé que en todo este tiempo tú ya te debes haber olvidado de mí y lo entiendo. Yo también me odio por lo que te hice. Pero tu madre y tus hermanas no tienen la culpa de las decisiones erróneas que tomé en el pasado, y al menos, espero que con ellas puedas rehacer lazos y reconciliarte con un destino que yo precipitadamente forcé entre ellas y tú.

Sé que no te puedo pedir que regreses a Chile para aceptar mis disculpas, pero al menos hazlo por tu madre y hermanas, que a pesar que nunca más volvimos a tocar el tema, sé que lloran tu ausencia y te necesitan. Si lo decides me desapareceré mientras tú estás acá, pero te suplico que regreses y recuperes con ellas todo este tiempo perdido.

                                                           Con todo el amor de alguien arrepentido,

                                                                                               Tu Padre

 

Nunca supe por qué decidió no enviarme esa carta. Su orgullo quizás. La escribió para desahogarse seguramente, porque su orgullo nunca le dio pie para exteriorizarlo verbalmente. Antes de irme fui al cementerio. Dejé unas flores en la tumba de mi padre y lloré. Lloré por su ausencia y por las horribles ganas que tenía de abrazarlo y decirle a los ojos “Te quiero”, ya que mi Padre siempre fue un hombre bueno.

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