

ME OBSESIONÉ DE ENRIQUE
2015
Lo conocí sin culpas. Me lo adjudiqué sin miedos. Su belleza era sublime. Sus encantos duraderos. Supe su nombre más temprano que tarde. Enrique le decían. Debió haber tenido entre 22 y 23 años cuando me encontré con él. Lo observé un par de minutos antes de acercarme. Jugueteaba con sus rizos y se camuflaba en un escenario de flores y jardines. Me sonrió y me dejó mimarlo. Lo acaricié, lo besé y lo amé por un par de minutos. No había ningún plástico que me limitara a expandirme hacia él. A conocerlo desde dentro. A sentirlo sin condenas, porque algo tenía Enrique que me dejaba penetrarlo para entender mejor su forma y su fondo. Su piel era bondadosa. Su epidermis era esponjosa. Sus venas eran angelicales y la sangre que fluía en ella era como la miel. Con cuidado me fui posicionando de cada centímetro de su delicada contextura. Recorrí su abdomen, acaricié sus huesos, palpé sus músculos. Reconocí sus células. No había ninguna que me fuese familiar. No había nadie ahí dentro que se pareciera a mí. Intentaron evadirme y entorpecerme, pero yo no me dejé desorientar. Circulé por varias horas y en cada momento me encontré con siluetas mal pensadas que creían que llegaba para hacerle daño a Enrique. ¡Pero cómo! Si Enrique era un chico perfecto. Me gustaban sus espacios y momentos. Era suave y corpulento al mismo tiempo, tenía un alma cálida y acogedora. Me sentía tibio, pleno y excitado con él.
Enrique era un hombre sin igual. Me tenían obsesionado sus ojos claros, su saliva sabrosa, sus movimientos gentiles. Me hipnoticé de su juventud e inocencia. De su amar pasajero y que no es necesario proteger el corazón de foráneos melódicos que sólo querían su cuerpo para adjudicárselo. Me fasciné de su alegría de vivir. De aprovechar las diferentes noches que regala la vida para sentirse hombre con otro hombre. Me encanté con sus hormonas ardientes de más, de sus ganas de explorar y aventurarse frente a desconocidos que prometían entrega. Y que poco a poco le dejase de importar que esos desconocidos se mantuviera como tal en el tiempo.
Sin embargo, al pasar los días, comencé a sentirme intranquilo y observado. Esas mismas caras que me miraron con recelo cuando aterricé en Enrique, comenzaron a insultarme y a molestarme. Quisieron que me fuera de ahí a como dé lugar. Al principio intenté que no me perjudicara el rechazo, pero luego comencé a ofuscarme y a ofenderme. Enrique me estaba conquistado y no habría nadie que no me dejase conquistarlo con reciprocidad. Me escondí un par de días detrás de un intestino y comencé a planificar una estrategia que me permitirá ser parte de Enrique sin tapujos, sin envidias, sin complicaciones. Era el momento de comenzar a trabajar. De eliminar cualquier prejuicio contra mí, a cualquier zángano que intentase defenderlo de nada, porque nadie entendía que yo estaba ahí para amarlo y no para perjudicarlo. Decían que era un virus, un escombro, un aprovechador de sombras fatales ¡Mentira! Porque Enrique era la luz que necesitaba para crecer y ser cada vez mejor, cada vez más grande. Yo quería crecer para ser Enrique. Ser cómo él. Ser él.
Me empoderé de mis vicios y fortalezas. Tenía todas las de ganar, porque los soldados blancos que intentaron inmunizarme no eran lo suficientemente poderosos contra mi escuadrón de clones hidalgos que cumplieron estoicamente su misión. Enrique tenía que ser mi nuevo hogar y después de unos meses por fin logré sentir a Enrique como mío y de nadie más. Y eso me tenía satisfecho y triunfante.
Su sangre era mi caudal que me llevaba a explorar los rincones más escondidos de su cuerpo. Conquisté su cerebro y sus neuronas, su corazón y sus aurículas. Sus labios eran pura ambrosía que me daba sustento para seguir creciendo y seguir deseándolo. Sus órganos eran una sinfonía que orquestaban mí día a día, que me guiaban entremedio de sus músicas, sus sabores, sus colores y sus respiraciones. Sentía cómo inhalaba y exhalaba y al mismo tiempo cómo me protegía. Yo me había apoderado de cada rincón de aquel cuerpo. Ya no había nadie que intentara sacarme de ahí y si alguno de esos albos monstruos trataba de eliminarme, mi potente escuadra de clones estaría ahí para defenderme y así convertirme yo en el único defensor de Enrique.
Me enamoré mucho más rápido de Enrique de lo que jamás imaginé. Había tenido amantes, había pasado por los cuerpos de muchos hombres, pero jamás uno como Enrique. Y ahora sólo lo quería a él. Eso es amor. Desear ser un complemento del otro y no un simple accesorio. Ser un brazo, una pierna, un ombligo. Ser su carne. Eso es amor. Querer que el otro este siempre contigo y tú ser incapaz de dejarlo. Luchar por él y para él. Eso es amor.
Comencé a crecer con Enrique. Mientras su edad avanzaba yo me iba apoderando de sus gestos primero. De sus pensamientos después. De sus motivaciones, de sus decisiones, de sus comportamientos. No pasaron ni 2 años cuando transformé a Enrique en mío. Sí. Enrique estaba bajo mi alero. Lo contuve por dentro para accionar su vida a mi molde. Al principio lo influenciaba, luego la dictaminaba. Lo seduje desde su propia figura para hacerlo dependiente de mí y sólo de mí. No me importó su familia. No me importaron sus amigos. No me importaron sus estudios. Mucho menos su futuro. Yo me alimentaba de su cuerpo, de sus pensamientos y anhelos. Al fin. Lo había conseguido. Yo era Enrique.
Una tarde me desperté con un ensordecedor timbre de ambulancia y una parpadeante luz roja que encandilaba. Mi Enrique no reaccionaba, estaba desprendido de todo, incluso de mí. Le ponían tubos de plástico y cámaras de aire por las narices. No entendía qué le pasaba a Enrique. Las noches anteriores había estado algo enfermo, afiebrado y con mucha fatiga, nada fuera de lo normal, pero yo lo cuidaba y no tenía por qué empeorar. Estuvo un par de días en el hospital. Esos días fueron terribles para mí. Su sangre ya no recorría las venas con normalidad y yo no tenía cómo alimentarme. Pasé mucha hambre, mucho dolor. Enrique parecía no reaccionar. Poco a poco comencé a observar que se apagaba, su chispa ya no estaba y los médicos decían que no mejoraría. Yo estaba acongojado y lloraba desde dentro. Le gritaba que no me dejase, que yo no merecía quedarme sólo después de todo lo que había hecho por él. Su piel se hacía pálida y sus ojos no abrían y no dejaban entrar la luz. El oxígeno se ausentaba de su contextura, de mi contextura. El sudor se escabullía y se evaporaba hacia el exterior. Todo se puso muy oscuro y seco. Todo se nublaba. Ni una lágrima siquiera fue capaz de derramar, porque cuando Enrique se dio cuenta que me abandonaba ya era muy tarde para reaccionar. Estuve un par de segundos en la mitad de la nada. Desconsolado. Desusado. Descalificado. No me quedó otra alternativa que cerrar los ojos y, al igual que mi Enrique, desaparecer.