

LA NUEVA VIDA DE SAMANTA
2016
AMALIA
Debí haber hecho algo cuando lo veía jugando con mis collares y maquillaje. Pensé que era una etapa. Creía normal que un niño de 9 años se ilusionara con tantos colores, con princesas y lentejuelas. Con su padre le reglábamos en cada cumpleaños autitos Matchbox, bicicletas o pelotas de fútbol y obviábamos sus peticiones de témperas y cajas de mostacillas. Le gustaba verme usar mi máquina de coser para hacer bastas y aplicar cierres en mis vestidos y no se inmutaba en preguntarme por cada crema facial y perfume que tenía en el baño. Debí haberlo sospechado, pero era más fácil ponerse un pañuelo en los ojos para entender que mi Rafita era diferente.
Sé que sus últimos años en el colegio no fueron fáciles. Tenía un par de amigas, con las cuales pasaba casi todo sus tiempos de ocio. Y la verdad, eran buenas niñas, que lo querían y respetaban, sin embargo el resto de compañeros eran brutos, insolentes y bruscos. Había días que apenas regresaba a casa, se encerraba en su pieza y no salía hasta la hora de cenar. Muchas veces intenté saber qué pasaba, por qué se escuchaban sollozos tras la puerta, pero me quedaba con su frase típica de “estoy estudiando” y dejaba de interrumpirlo, era más fácil creer que mi hijo era un estudioso, aunque sus calificaciones no lo demostraran. Muchas veces me llamaba la profesora para hacerme ver que Rafa tenía una personalidad más sensible y austera, pero las conclusiones eran que tenía un enorme potencial artístico y su forma de relacionarse calzaba con ese prototipo: silencioso, introvertido, soñador y acomplejado. ¿MI hijo acomplejado?, ¿De qué?, intenté criarlo con el más profundo cariño y responsabilidad, si bien su padre era más esquivo con él, yo me preocupé de amarlo por sobre todas las cosas, de cuidarlo y protegerlo. Quizás ese fue mi error.
Antes de entrar a la universidad, nos hizo ver que era hora de dejar el nido. Su padre y yo decidimos ayudarlo con algo de dinero mensual para que pudiese vivir en el centro de la ciudad, pero nuestra rectitud nos hizo evaluar que si su decisión era dejar nuestro hogar a los 18 años, debía arreglárselas para llegar a fin de mes. Nos dijo que conseguiría un trabajo de medio tiempo. Desde ahí comenzó todo.
Rafael vivía a tan sólo 45 minutos en tren desde casa, podría haber venido a visitarnos cada fin de semana si hubiese querido, pero excusas de mucho estudio y mucho trabajo en la tienda donde había conseguido trabajo, le hacían evitar los almuerzos domingueros y familiares. Yo rara vez viajaba a la ciudad, la verdad nunca me gustaron mucho sus calles bulliciosas de luces en neón y tráfico imparable, pero después del segundo año de universidad de Rafa, me obligaba a visitarlo más seguido. Nunca me quiso mostrar el departamento en el que vivía, decía que el espacio era muy pequeño y eran muchos sus compañeros. El lugar tenía pocos muebles y estaba casi siempre sucio, y eso que mi Rafita siempre fue muy ordenado. Tampoco me quiso nunca mostrar la tienda donde trabajaba en las tardes y los fines de semana. Me contaba que su jefe no era muy agradable, y que si tenía visitas lo hubiese mirado con mala cara. Prefería que fuésemos a tomarnos un café en el Centro Comercial de la Gran Avenida.
Mis visitas eran sinsabores. Intentaba indagar lo más posible en su vida: sus rutinas, sus nuevas amistades, y si había conocido alguna novia o “amiga especial”, sin embargo sus respuestas eran más bien prácticas y condensadas. Su estilo también había variado: ropa más apretada, mucho color, ningún vello en la cara, peinados enlacados y perfumes por doquier. La moda citadina, pensaba. Nunca quise meterme mucho en su vida, tampoco opinar demasiado. Nunca quise imponerle lo que hubiese querido para él, debía dejarlo ser, porque prefería eso antes de la lejanía. Sin embargo su padre era menos receptivo y más juicioso. Las pocas veces que Rafael nos visitaba lo criticaba por algo: si no era el arito en la oreja, eran los bototos de cuero. Si no era por algunos de sus delicados movimientos, era porque no le seguía conversaciones de fútbol y política. Si bien yo le hacía ver que no debía invadirlo de críticas las pocas veces que venía a visitarnos a casa, su padre no me escuchaba y se enfurecía por no tener un hijo recio y deportista. Al principio el rostro de Rafael al escuchar las críticas su padre era de indiferencia, sin embargo con el tiempo ese rostro se iba entorpeciendo y el ceño se iba frunciendo cada vez más. Los ataques y las peleas se hacían más efusivas, ambos se enfrentaban por enfrentarse. Uno para hacer ver quién mandaba, el otro por rebeldía comenzaba a levantar la voz. Gritos de incomprensión, alegatos de frialdad, rabias de provocación. Yo intentaba ser mediadora entre uno y otro, pero sin éxito con escenas frustradas de reconciliación e intentos de reencuentro inválidos. Intenté muchas veces defender a Rafael, pero no podía defender lo que no entendía, porque siempre le vi más razón a mi marido. Sin duda que nuestra intolerancia fue lo que iba alejando a Rafael de nuestras vidas, y debí haber luchado más para que así no fuese. Asumo que tenía miedo de mirar más allá, sabía que me encontraría con algo que me causaría daño y agobio. Era más sencillo imaginar que Rafael estaba convirtiéndose en un adulto, y debía pasar por una etapa previa de subversiva juventud. En un par de años se reivindicaría y entendería que la familia es lo más importante en la vida de una persona. Habíamos cortado el cordón umbilical y él se estaba transformando en un hombre. Por eso no necesitaba ayuda, porque ahora era independiente y estaba armando su vida de forma natural. Se caería mil veces, se pegaría tremendos porrazos y todo eso lo haría madurar y entender. Y ese fue el consuelo que con mi marido acordamos tener respecto a nuestro hijo. Yo dormía en paz, porque una madre conoce mejor que nadie a sus hijos y estaba tranquila sabiendo que mi Rafita no era un extraterrestre, como a veces parecía serlo. Mi hijo no era lo que yo no quería que fuese. Hasta que llegó esa escandalosa noche de navidad.
Nos reunimos con mis hermanos y los primos de mis hijos. Iba a ser una cena acogedora y muy familiar. Comida abundante y celebración de bebidas espumantes. Parecía que todo iba bien, hasta que mi marido comenzó a burlarse indiscriminadamente de mi Rafita frente a sus cuñados. No sé si fue el alcohol o la rabia acumulada de años por tener un hijo insatisfactorio. Seguramente pensó que podría ser una lección para Rafael de cómo enfrentar adversidades y hacerse hombre, de aprender a defenderse y dejarse de niñerías. Mi marido no es un hombre malo, al contario, pero su necesidad de hacer calzar a nuestro hijo con los cánones que creíamos haberle inculcado lo superaba. Comenzó hablando de maricones, de su lastra social y de cómo infundían malamente a las nuevas generaciones con su atroz comportamiento. Toda esta tertulia validada por el resto. Carcajadas de burlas e ironías. Pero el punto más álgido fue ridiculizar el amaneramiento masculino y poner a su hijo como ejemplo. A mí me dolió el alma y me cambió el rostro, pero la reacción de Rafael no me dio tiempo de protestar, porque al escuchar su nombre salir de las bromas de su padre, flechó en su piel la dosis de ira para desenmascarar su lado más absurdo. Creo que vi un par de lágrimas caer disimuladamente de su mirada dolida, pero no alcancé a actuar cuando salió a no sé dónde con cólera de camino hasta la puerta de casa y el temblor que dio al cerrarla. En ese momento tomé a mi marido del brazo y lo llevé a la cocina. Estaba molesta y desilusionada, porque ofender a un hijo es el insulto más violento y sentido que un padre puede hacer contra uno de sus hijos. Intenté llamar a Rafita varias veces a su teléfono celular, pero no respondía.
Pasaron al menos dos horas, hasta que alguien tocó la puerta de casa. Era una mujer exuberante. Cabello castaño rizado, frondoso y resplandeciente. La cara maquillada con rasgos finos, colores fuertes y pestañas postizas. Lucía un vestido largo turquesa que brillaba hasta el suelo, lleno de rosetones y encajes. Su mano en la cintura y la otra sobre el cuello dejando entrever un collar de perlas fosforescentes. Se hacía llamar Samanta y preguntaba por mi marido. El shok de una estatura tan predominante y aun lamentando la ausencia de mi hijo, me hizo dejarla entrar. No entendía qué podría hacer una mujer de tales características, a esa hora de la noche, un 25 de diciembre en nuestro barrio. Entró, me saludó con un beso en cada lado del rostro y caminó felinamente hasta el comedor. Puso su brazo sobre el umbral, sonrisa abundante y figura esbelta. Nombró a mi marido y lo miró a la cara. Él tampoco entendía quién era, qué quería y por qué estaba interrumpiendo una cena navideña frustrada. Todos los presentes quedaron boquiabiertos ante tal arrolladora estampa. “¿No me reconoces?” dijo en tono ganador. Su sonrisa cambió a una seriedad feroz. Tomó su cabello desde la frente y reveló su peluca. Se limpió la cara con su mano derecha. El silencio en aquel comedor pasó de ser uno de incertidumbre a uno de espanto y sonrojo. Era Rafael. Mi Rafael vestido de mujer, pero no como aquel niño de 9 años que jugaba con mis vestidos y tacones, sino un Rafael de curvas y senos. De vestido fatal y decorado desbordante. Su maquillaje estropeado indiscreto que lo hacía aún más impresionante: el labial por el mentón, las mejillas mezcladas de blanco, rosa y lila y su ojo derecho de azules movidos y pestañas caídas. Silencio. Impávido silencio. Mis manos comenzaron a temblar. El rostro de mi marido descuadrado. Nerviosas sonrisas de mis sobrinos más pequeños. Mis cuñadas retiradas y mis hermanos mirando el suelo. Todos impactados. De la situación, de este personaje que interrumpía con desmán, de una navidad imperfecta y de un hijo que no parecía ser tal. El silencio lo recortó él mismo, me miró a la cara, me disimuló una disculpa que verbalizó sólo con sus labios y comenzó su discurso valiente.
- “Sé que ahora me ven como un monstruo. Y sé que me verán siempre así. Es lo que soy y soy feliz. No hay día que me arrepienta de ser quién soy, porque he descubierto lo que quiero ser. Ciertamente no soy para nada quién quieren que sea, por eso estoy dispuesto a desaparecer de sus vidas y no volver a molestarlos nunca más, porque ni ustedes, ni nadie, me va a impedir ser quien soy” –
Imagino que después de no escuchar algún tipo de respuesta, más que un silencio espeluznante y caras de confusión y angustia, no le quedó otra que despedirse. Me volvió a mirar esperando de mí una pequeña luz de alivio, pero yo no supe cómo dársela. Tampoco estaba segura si quería dársela. Esa mujer. Ese hombre. Esa persona. Ese personaje. Ese disfraz. Ese no era mi hijo. Ni yo, ni mi marido, habíamos criado a alguien así. Salió de la puerta y no volvió a mirar a atrás. Nunca más.
RAFAEL
El año 2004 tuve mi primera revelación. Cada sábado por la noche daban un capítulo de la serie “Sex and the City”. Fue ahí que conocí a Samanta. Su deslenguada forma de ser, sus movimientos seductores y su personalidad sexualmente extrovertida me enamoraron. Ella y sus 3 otras amigas, guapas, exitosas y femeninas me hicieron explorar esa necesidad oculta de imitar a una mujer. Nunca me sentí como tal. Durante mi adolescencia aprendí que me gustaban los hombres, pero no que quería ser mujer. Mi cuerpo y mi espíritu calzaban correctamente, pero mi curiosidad por sus diálogos, sus formas y sus líneas no tenía límites. Leía blogs de tendencias y aprendí a usar la máquina de coser de mi madre cuando nadie estaba en casa. Veía en televisión desfiles de moda y me ilusionaba con los concursos de belleza. Sus pasarelas, sus brillos, sus afamados diseñadores y sus bandas representaron siempre una oculta ilusión por aquel sexo que se denominaba débil, pero yo encontraba en ellas una fortaleza sensible y apasionante al mismo tiempo.
Mis 2 mejores amigas de colegio me hicieron parte de noches de pijamadas y maquillaje. Encerrados en una habitación nos vestíamos con petos y faldas. Nos pintábamos las uñas y nos comíamos las revistas llenas de fotos de nuestros artistas favoritos. Si bien ellas alucinaban con los boybands y los actores más populares del Hollywood, yo me dejaba deslumbrar con cantantes como Madonna, Britney Spears y Lady Gaga. Sus canciones, sus looks y sus estilos aguerridos y multicolores me obligaban a admirarlas y soñar con ser algún día como ellas. Poníamos la música a todo volumen, cantábamos sus versos con peinetas disfrazadas de micrófonos e imitábamos sus coreografías. Ellas nunca me juzgarían por querer ser como ellas. Muy temprano aprendí que en el colegio y en casa no podía hacer ver mis camufladas pasiones. Me ensimismaba y ocultaba para que nadie molestara mis inocentes movimientos dóciles y mi suave voz desenfocada. No sociabilizaba mucho, mis compañeros se burlaban de mí en los recreos con empujones y ofensas, sin embargo yo no intentaba nada para impedirlo, más que callar y tratar de pasar lo más desapercibido posible. Así cree mi escudo. Un fantasma por fuera, pero por dentro mis sueños pop y mis fantasías alegres de colores y luces me entregaron el equilibrio necesario para superar mi adolescencia hasta que llegara mi momento para poder ser yo mismo.
Cuando llegué a la universidad para estudiar ciencias sociales, entendí que no era lo mío, pero debía simular interés por una carrera tradicional, porque sabía que mis padres no me dejarían estudiar diseño de vestuario, mi verdadera pasión. Mis padres estaban más lejos, había encontrado una pequeña habitación en pleno centro que compartía con otros estudiantes de mi facultad y poco a poco comencé a explorar las bondades nocturnas de una ciudad inundada de personas, personajes y personalidades dispares. Juan José se transformó en mi único nuevo amigo de la ciudad. Nos conocimos porque era compañero de clase de uno de los chicos con los que vivía. Una noche nos encontramos a la salida de la universidad y me invitó una cerveza.
- ¿Has ido alguna vez a un bar de ambiente? – me preguntó entusiasmado.
- Un par de veces, pero no me gusta llegar solo, me incomoda – le dije haciéndole ver que la noche no era extraña para mí, pero la verdad es que muy pocas veces había salido a codearme con otras personas gay.
El local se llamaba “Iris”. Tenía una enorme bandera multicolor en la entrada y dos voluptuosas Drags dando la bienvenida. Yo sonreí. Había visto Drag Queens por televisión e internet, pero jamás una en vivo. Me dejé llevar por sus amabilidades para sentirme a gusto: besos en todas las mejillas y palmaditas inocentes en el trasero me ayudar a obviar cualquier temor y entrar a esa noche sin tapujos. El local estaba atiborrado de hombres, de todo tipo de hombres: mayores, más jóvenes, musculosos, intelectuales, osos, algunos vestidos de traje y corbata y unos cuantos de cuero. En el fondo de todo este paisaje variopinto, dos enromes cortinas de terciopelo. El show estaba por comenzar. Tomamos nuestras botellas de cerveza y Juan José me cogió del brazo para sentarnos en una de las mesas más cercanas al escenario. Poco a poco todos los asistentes comenzaron a acomodarse. Juan José me susurró que éste era el mejor espectáculo de Drag Queens de la ciudad, que cada sábado se llenaba de gente para reírse y encantarse con una función de luces, música y fantasía. Mis ojos se prepararon y mis sentidos se pusieron en alerta, mi estómago y mi cerebro me decían que lo que venía iba a ser la exhibición de mi vida, y que sin previo aviso debía prepararme con agilidad para captar cada detalle, cada movimiento, cada ilusión.
Sonó Cher, y una majestuosa mujer de 2 metros de alto, con un micrófono de diamantes falsos, vestido negro ajustado, abundante maquillaje y un imponente sombrero de plumas decoraban su cabeza sin peluca, comenzó a moverse junto al ritmo de la música. Su imitación fue perfecta. Hizo que toda la multitud le siguiera la letra de “Belive” salir de su boca. Se dejó seducir por los aplausos de un público que exigía más y dio la bienvenida a los asistentes entre chistes y mentiras blancas. Su nombre era Greta Gargo, un nombre ovacionado y coreado por todos. Así, Greta comenzó a presentar el resto del show. Un espectáculo con humor, elegancia y seducción. Entretenido. Dinámico. Lleno de luces, resplandor y colores. De maquillajes, peinados, pelucas, accesorios y atuendos sorprendentes. De diálogos, guiones, imitaciones, sátira y simpatía. Ese espectáculo me envolvió en un manto de anhelos: todo lo que siempre soñé ser, lo vi identificado en casi una hora frente a ese escenario.
Todos los siguientes sábados fui a “Iris”. Primero para entusiasmarme con cada canción, con cada vestuario, con cada oscilación rimbombante. Cada una de todas las Drag Queen que semana tras semana participaban de la noche en “Iris” eran un espectáculo por sí mismo. Primero las admiré, luego las estudié. Primero las gocé, luego las analicé. Apenas podía me acercaba a fascinarme con cada frondosa mujer que participaba de aquel show que detonó en mí una ciencia exacta. Las invitaba una copa para escucharlas, entenderlas y dejarme seducir por sus ecuaciones femeninas y desenfrenadas. Sin premeditarlo, comencé a obsesionarme con su trabajo: cuando estaba en casa dibujaba sus vestidos, buscaba por internet sus pelucas y accesorios, veía tutoriales en Youtube de cómo se maquillaban, de revisar sus videos online y practicar sus canciones de micrófonos falsos, tal cual lo hacía de niño. Después de reunir algo de dinero, quise explorar un poco más allá. Compré telas, joyas falsas y una enorme peluca rubia en una tienda de disfraces. Conseguí pinceles y colorete, labiales y delineadores. Me demoré sólo 2 días en construir un vestido a mi medida: con escote pronunciado, encajes en los brazos, cintas y adornos de diferentes colores que llegaban hasta los pies. Me afeité el pecho, los brazos y las axilas. Pasé una hora frente al espejo exagerando mis labios en colores guinda y granate, delineé mis mejillas y mi nariz para darles un efecto más refinado, me pinté las cejas rubias y preponderantes, me apliqué un par de pestañas exageradamente largas, me puse unos sostenes con relleno de plástico, oculté mi entrepiernas con dificultad, me coloqué con cuidado medias color marfil, me vestí con aquel ajuar hecho por mí y para mí, me puse tacos altos, guantes y finalmente con cuidado ubiqué la peluca rubia sobre mi cabeza. Me miré al espejo. Horas. Me sentí ridículo al principio, pero luego comencé a observar mi nueva belleza, mis curvas precisas, mi rostro autónomo. Después de horas frente a ese espejo, conocí a Samanta. Y me enamoré ferozmente de mí mismo por primera vez.
Mi vida comenzó a tener sentido cuando me invitaron a ser parte del staff de “Iris”. Después de un par de meses renuncié a mi perecedero trabajo como dependiente en una tienda comercial e incluso me atreví a dejar mis estudios universitarios. ¿Para qué? Si poco a poco comenzaba a construir mi carrera en “Iris”. El dinero que me dejaba cada semana era suficiente para pagar el arriendo y comprar más telas y más maquillajes que ayudaban a Samanta a ser aún más hermosa y grandiosa. Destinaba mis días y horas en convertirla en una diva. Ensayaba nuevas rutinas de humor. Practicaba canciones complejas y desarrollaba coreografías acordes. Cocía y trabajaba en nuevas creaciones de vestidos en los cuales me atrevía a incorporar diferentes colores y texturas, nuevas telas y accesorios. Además me inscribí en un taller de corte y confección que gratuitamente impartía la municipalidad para aprender nuevas técnicas de desarrollo de patrones y prototipos para poder manufacturar mis propios diseños.
Era una persona feliz. Por primera vez no me falta nada ni nadie. Samanta era mi gran amor, mi gran compañera y ella era suficiente.
Reconozco que mi nuevo trabajo full time nunca lo compartí con mucha gente. Juan José era de los pocos amigos que conoció a Samanta. Pero para mi familia debía seguir disfrazando mi vida con estudios en ciencias sociales y poco tiempo. No quise nunca compartir con ellos mi real pasión y felicidad porque sentía que no entenderían ni aceptarían la forma en cómo estaba construyendo mi vida. Intentaba esquivar las visitas a la ciudad de mi madre y tomar el tren a su casa para visitarlos de vez en cuando, pero mal que mal seguían depositando en mi cuenta bancaria algo de dinero mensual que me ayudaba a pagar costosas pelucas y joyas de fantasía para Samanta. Sin embargo, una navidad desdichada lo cambiaría todo.
Llegué a casa con una insulsa botella de vino blanco, nada más. Ni regalos, ni bastoncitos blancos y rojos de dulce, como me había pedido mi madre. Saludé sin mucho entusiasmo a primos y tíos que no veía en años. Sabía que sus mentirosas miradas sonrientes eran sólo eso, porque siempre fui el peladero dentro de la familia. De niño fui como un espécimen raro que habitaba en la casa de mis padres: inseguro y tímido, con vestiduras ridículas y anormales, voz limpia desgravada y de gestos sutiles y apocados. Para todos ellos era un rebelde sin ningún tipo de causa. Sabía que comentaban que lo hacía para enfurecer mi entorno y que mi comportamiento y forma de ser eran sólo una desobediencia adolecente para angustiar con dolores de cabeza a mis padres. No estaban en lo cierto, pero hacía mucho tiempo que ni me interesaba lo que podrían enjuiciar de mí, ni de revertir su opinión. Esa noche me esforcé para poner mi mejor cara y disimular la rabia que me daba su hipocresía. Todo iba bien: conversaciones sin sentido, preguntas sin interés y risas sin expresión. Mi padre en toda la noche ni me había prestado interés. Era más importante que no se vaciara la copa de sus cuñados que preguntarle a su hijo cómo estaba. No me malinterpreten, no es que me importara tener sus aprobaciones y atención, sin embargo esa particular noche estuvo más distante que nunca y por lo tanto me distancié de igual manera, porque reconozco que tampoco me interesaba saber de sus negocios y partidos de golf. Sin embargo cuando comencé a escuchar ironías y burlas sobre homosexuales fue cuando mi oído se aglutinó con atención a las palabras que salían desde ese rincón de la casa.
- Como ese periodista farandulero que sale en el noticiero central, ¿Cómo se llama?- dijo mi padre mientras bebía su tercer vaso de whiskey.
- Alberto Meneses o algo así – respondió uno de mis tíos para seguir la conversación.
- Albertito “Mariconeses” querrás decir – repitió mi padre con burla y arrebato.
- Si, ese tipo sin duda es un maricón – susurró otro de mis tíos para robar carcajadas de quienes lo escuchaban - ¡Le debe gustar por el culo! – balbució para hacerse partícipe del cotilleo soltando una ensayada risotada.
- La manito así y la manito asá – decía entre burlas el hermano de mi madre imitando festivamente los gestos y la voz del periodista frente a la cámara de televisión.
- La manito así, la manito asá… Igualito a Rafael – dijo mi padre mirando como caían los hielos de su vaso de cristal, después de ingerir el último sorbo de whiskey.
Quizás pensó que nadie más lo escucharía. Tal vez lo hizo con predeterminación. No repasé sobre si lo hizo de adrede o no. Tampoco importaba, porque mis oídos escucharon lo que escucharon sin que hubiese una mueca de remordimiento al segundo después. Todos se quedaron en silencio, excepto los majaderos villancicos que sonaban desde la radio del salón. Mi madre se paralizó al ver mi cara de odio fija sobre mi padre y su vaso de hielos que miraban a cualquier parte, como si no supiese que había cometido un error. Tuve la pequeña esperanza por unos instantes que alguien dijera algo: un perdón, un arrepentimiento o una defensa, de cualquier tipo. Pero nada, nadie dijo nada. Era incómodo para algunos, pero tremendamente regocijante para otros. Haber sido espectadores de cómo mi padre me daba la espalda de esa forma tan cruel, era un regalo navideño para todas esas miradas que clandestinamente deseaban decirme lo mismo: que era un maricón. Cuando estuve en el colegio, mis compañeros me dieron varias veces puñetazos a la cara, pero sin duda éste había sido el más fuerte de todos. Tomé mi abrigo y salí sin decir adiós.
Eran las 10.30 de la noche del 25 de diciembre. “Iris” estaba abierto sólo para solitarios frustrados que deseaban una copa de champaña y acompañarse de música pop, luces estroboscópicas y humo de cigarrillo abandonado. Yo era uno de esos antisociales para los cuales la navidad había sido únicamente una bofetada de indolencia. Entendía que mi padre y yo no teníamos una relación fortificada, pero ¿Burlarse así? ¿Y sin pedir disculpas? Y mi madre. La mayor desilusión era por ella. No atreverse a defenderme, a decir algo para contrarrestar a mi padre. Eso fue lo que más me dolió. Por suerte Samanta estaba ahí, para darles la lección que yo no me atreví a darles. Esa noche me dejé consolar sentado en mi bar y varias copas de Kir Royale.
“Feliz Navidad” me dijo con iniciativa el tipo que al parecer llevaba varios minutos sentado a mi lado. Cuando entendió que no tenía muchas ganas de conversar, se volvió a mi agachando la mirada: “Parece que no son muy felices”. Después de esas palabras, quise responderle para que me dejara en paz y me di la labor de levantar el rostro y darle una ojeada a la cara para callarlo. Sin embargo mis tactos se plantaron en su rostro incólume de ojos glorificados. Y en un segundo olvidé cualquier mala jugada y le devolví una sonrisa. Era enternecedoramente atractivo. Su traje marrón chocolate y su camisa blanca abierta sólo desde el primer botón dejaban entrever sin disimulo su pancita feliz. Sus manos amigas, sus mejillas regordetas y su mirada complaciente fueron el respiro justo y necesario que mi precaria navidad necesitaba para hacerla un poco menos grave. Se llamaba Gaspar. Y al igual que yo, esa noche había sido una solitaria de familia o amigos. Había llegado hace pocas semanas a vivir a la ciudad porque sus ambiciones de diseñador de moda lo atraían a nuevas y mejores oportunidades. No conocía a mucha gente, y por eso, luego de deambular por una ciudad vacía entró a “Iris” para beber la última copa de poca celebración. Hacía un par de semanas que había dejado una relación de años, porque su ex pareja no fue capaz de seguirle sus sueños que comenzarían al otro lado del país. Su familia estaba lejos, sus amigos también. El dinero no le permitía hacer un viaje de horas sobre un avión para una cena navideña. Sin embargo no le importaba la soledad. Sabía que había que hacer sacrificios para llegar a tener un lugar dentro de la industria competitiva y a veces ingrata. Yo no quise confesarle las razones de cómo había llegado a “Iris” sólo y despechado, no merecía manchar una conversación hábil y entretenida con explicaciones complejas y afligidas que me hicieron llegar cabizbajo a mi bar de siempre, porque Gaspar había revertido mi estado de la forma más dulce. Esa noche terminó enredada entre las sábanas azules de su cama. Sin embargo, el día siguiente comenzó con el resto de noches que pasaríamos juntos.
A medida que las semanas pasaban, se me hacía más difícil inventarle a Gaspar excusas para no pasar juntos un sábado por la noche. Tenía ganas de contarle quién era Samanta, pero al mismo tiempo me atropellaba su posible reacción. Me estaba enamorando de su amistad y cariño, y por eso, no quería defraudarme por otro rechazo más. Sus abrazos y caricias, sus besos y palabras encariñadas me habían conquistado a tal punto, que perderlo sería un dolor insalvable. Pensé muchas veces en invitarlo a “Iris” para que la conociera sobre aquellas tablas, donde hacía reír con su humor sencillo y perspicaz, encantando a un público que desbordaba admiración por su belleza y chispa. Pero tampoco sería la forma más honesta de contarle sobre mi alter ego. Debía hacerlo a la cara, pero no sabía por dónde comenzar a confesar.
Una noche, al fin, bajé del escenario dejando mis pelucas y maquillajes guardados en el camerino. Greta Gargo miraba satisfecha desde un extremo del bar y observaba que lo que tanto miedo me agredía compartir había sido en vano. No fueron importantes las palabras, porque un sencillo, pero revelador abrazo entre ambos fue lo único necesario para validar a Samanta. Porque Gaspar me amaba incondicionalmente y sólo quería que fuese feliz. Samanta no iba a ser un impedimento para ser nosotros mismos, al contrario: Samanta se convertiría también en su musa, en su inspiración. Con el tiempo fue Gaspar quien se encargaría de vestirla, de diseñarle nuevos y ostentosos trajes con los cuales deslumbraría cada noche de “Iris”, y luego para encontrarse con nuevos escenarios de ésta ciudad y de tantas otras. Junto con Gaspar trasformamos a Samanta en una Showoman como pocas: con talento, sofisticación, una gota de comediante, una gota de actriz, una gota de cantante. Con regio estampe, Samanta evolucionaba hacia una radiante estrella. Invitada a los clubes más prestigiosos del país. A los cabarets más exigentes de las nación. Porque Samanta estaba a la altura de esos y muchos escenarios más. Gaspar y yo moldeamos a una Samanta popular, que con el pasar de los meses se iba convirtiendo en una artista gloriosa, en una comedianta inteligente y querida, en una imitadora de las cantantes más reconocidas del ambiente, en un talento sin igual para conquistar a cualquier público. En una diva.
SAMANTA
Nací para ser una estrella. Nací para alimentarme de aplausos y contagiar sonrisas. Nací para posarme sobre un escenario e iluminarlo con mi belleza. Mi rostro es hermoso y radiante. Mi cuerpo es sensual y curvilíneo. Mis pies se mueven con gracia y divinidad. Mi mirada es un secreto que todos quieren descifrar. Mi voz es la mezcla perfecta entre las cuerdas vocales de Barbara Straisand y la comedia de Joan Rivers. Mi humor es gris: a veces blanco, a veces negro. Soy conocida por mis sarcasmos en doble sentido y la ironía de monja con retraso. Soy alegre, espontánea, sexy y glamorosa. Soy Samanta y soy una diva nocturna que brilla cada vez que modelo mis extrovertidos trajes de lentejuelas y profusas cabelleras.
No tuve ningún tipo de vergüenza cuando salí a la calle por primera vez. Las miradas ajenas que percibí fueron la gasolina para moverme con mayor estilo. Sabía que era exagerada y eso me gustaba. Sabía que atraía la atención y eso me complacía aún más. Aquella primera noche que entré a “Iris” sin invitación, muchos ojos se clavaron sobre mi belleza liberada. Incluso los de Greta Gargo. Confieso que era ella y sólo ella de quién me interesaba su reconocimiento. Se acercó dudosa a saludarme, sin disimulo me observó de pie a cabeza, parecía no entender qué hacía una foránea en sus tierras.
- Bonito vestido – me dijo con recelo.
- Gracias guapa, lo he hecho yo misma – respondí coqueta y gallarda.
- ¿Cómo te llamas? – me preguntó aún sin convencerse de haberse acercado.
- “Samanta”. Tal cual suena: sin introducciones y sin apellidos – le dije con una convicción que experimentaba por primera vez.
Era la primera vez que mencionaba mi propio nombre. Y esa fue la primera vez que me sentí plena y segura. Sabía que podía ser la mejor Drag Queen que hubiese pisado “Iris”, pero antes, debía lograr que Greta Gargo me diera una oportunidad. Me puso a prueba durante una desabrida noche de jueves. Esos días en los que “Iris” abría por abrir, porque sólo los fines de semana se hacían los shows con los que alucinaban hombres y mujeres, gays y heterosexuales. Reconozco que mi estómago revoloteaba al salir de los camarines a entretener a los pocos asistentes de la noche con conversaciones abundantes en humor e ironía. Greta me observaba disimuladamente. Inspeccionaba cada uno de mis movimientos, de mis reacciones y de la forma que tenía de acercarme para hacer que los invitados se sintieran como tales. Pasé la primera prueba. Greta me regaló una nueva noche. Esta vez para demostrar mis habilidades sobre el escenario y me dio la libertad de seleccionar a cualquier cantante para imitarla sin copiarla.
Debía darle el toque “Samanta” a aquella presentación. Decidí “You make me feel like a natural woman” de Aretha Franklin. Esa canción lo justificada todo: había sido una persona perdida y desdeñada toda mi vida, pero ahora recién comenzaba a florecer, a sentirme bien por dentro, por fuera, por cualquier ángulo, por cualquier careta. De sentirme viva. Sin dudas y sin miedos. Era algo natural. Podría interpretar desde el corazón, y mostrárselo al mundo entero por primera vez. Debía lograr traspasar mi emoción al público, más que divertir. Cada verso y cada gesto fueron estudiados y ensayados, sumándole mis propias características y sensaciones para que el público captara mi especial interpretación.
Me paré sobre el escenario. Mi peluca era alba, mi maquillaje en el mismo tono. Mi vestido era blanco y lúcido, incrustado con piedras que resplandecían con el foco dirigido. Me encandilé cuando la melodía comenzó a sonar y la música de Aretha a inundar toda la sala. Mis labios siguieron el ritmo, cada palabra, cada silencio. Mi rostro expresaba cada gesto añadido para darle la exageración que quise darle. Miraba al público, me comunicaba con ellos a través de movimientos corporales adecuados, de guiños coquetos, de expresividad y entrañas. Abría los ojos con lágrimas verdaderas que demostraban lo que esa emoción significaba en ese momento. Y brillé. Brillé como nunca antes lo hice. No para ellos, no para Greta, sino que brillé sólo para mí. Y desde mi propia interpretación, los aplausos no dieron tregua cuando la música dejó de sonar. Esa noche mi carrera comenzó. Y no habría nada ni nadie que la detuviera. “Iris” se transformaba en mi trampolín y cada noche, una nueva imitación, una nueva canción, que se entrelazaban con rutinas de comedia trabajadas y de disfraces exuberantes y multicolores, para que cada vez sobre ese escenario fuese la estrella que siempre fui.
Mi siguiente gran espectáculo fue durante una desabrida navidad. Llamé a una puerta agria en un barrio ataviado de luces navideñas. Me abrió una cara familiar. Me presenté desinhibida y titánica. Entré como si fuese mi propia casa sin acobardarme de tanta mirada confundida, para interrumpir una cena que ya había sido interrumpida con deslealtad y violencia. Quería defender la gravedad cometida horas antes, quería denunciar los temores más recónditos de una familia ingrata y severa. Por primera vez frente a un público desarmado me desnudé sin pudores. Me quité la peluca y desenmascaré mi rostro de maquillaje. Un deliberado vacío fue lo único que logré escuchar esa noche. Ni siquiera un gesto indulgente recibí de parte de Amalia. Mi intención era clara y mi causa era justa. Nadie nunca más en esa casa volvería a quebrantar una personalidad que había luchado por la felicidad y autenticidad, mérito que pocas personas se atrevían a conseguir esos días.
Con el tiempo, Greta se convirtió en mi mentora y confidente. Llevaba años haciendo lo mejor que sabía hacer, y yo me fui transformando en su pupila. Fue la madre que siempre quise tener. Me aprendió a conocer y a acobijarme de sabiduría y ejercicio. Ella sin duda era la reina de “Iris” y tenía seguidores que incluso venían de otras ciudades, solo para contemplarla y deleitarse con su madura belleza intacta. Era respetada en el medio, y quienes estábamos en él, sabíamos que Greta Gargo era pura experiencia y perfección. Con su ayuda y concejo, se me hizo mucho más fácil entender que podía ser 2 personas al mismo tiempo sin confusiones intolerantes. A poder equilibrar mis 2 mundos en uno sólo. Ella fue la persona que me abrió los ojos y me hizo entender que el amor es lo único que no se disfraza. Si alguien allá afuera quería estar conmigo, debía hacerlo con todo lo que eso involucraba: una Samanta y un Rafael genuinos y únicos, unidos por un mismo corazón, una misma alma y un mismo cuerpo. Que mi personaje de noche no se diferenciaba de mi personalidad de día.
Ya habían pasado varios sábados de abandonos nocturnos inexplicables. Gaspar sin duda ya comenzaba a intuir que había algo escondido. Su inteligencia y razonamiento lo llevaron emancipado a “Iris”. Esa noche me tocaba hacer una rutina de stand up comedy. La venía preparando hacía ya varios días. Me vestí con un traje apretado y largo de color rojo, con dos esmeraldas sobre mis pezones, y otro más juguetón en las entrepiernas. Mi cabello era escarlata salvaje y ondulado. Mis uñas predominantes hacían que tomara el micrófono con dificultad, pero mi rostro deslavado e hilarante me ayudaron a convencer al público que representaba a una mujer torpe, jocosa y con bastante sentido del humor. Me dediqué a plasmar chistes de doble sentido, de sarcasmos respecto a la pobre performance sexual de dos hombres cuando están juntos. Me burlé de micro-penes y eyaculadores precoces, respetando a todos los presentes, argumenté. Quería tomarle el pelo a cualquier “miembro” del público. Me acerqué a las mesas indagando entre los asistentes para burlarme de sus paquetes livianitos, que Correos enviaría directo a la “Casa Rosada” en Buenos Aires sin mucho coste por peso o tamaño. Cuando me di la vuelta para regresar al escenario después de que risas eufóricas me dieran la venia para ya “acabar” con el show, fue cuando vi a Gaspar sentado atento a mi próximo guion. Y las palabras se me fueron de la mente sin censura. Me quedé en blanco. No reaccioné porque nunca me puse en la situación de enfrentarme a Gaspar con esa careta. En un par de segundos improvisé nuevas líneas. Me inspiré con su atenta sonrisa. Supe exactamente cómo continuar. De sexo pasé a hablar de amor. De que si bien hay muchos hombres inexpertos, anuncié que mi propia experiencia debía ser la envidia de todos. Porque mi novio, era mi mejor amigo. Porque mi amante, era mi mejor superhéroe. Porque esa noche, no tendría sexo casual como todo el resto. Esa noche haría el amor con mi amigo, con mi superhéroe, con mi Gaspar. Sabía que me jugaba la vida, y que mis temores más malagradecidos saldrían a flote frente a tal revelación. Gaspar no dejó de sonreír. Ni siquiera se sorprendió al escuchar su nombre salir de la boca de ésta amazona de mujer. Me hizo un guiño con el ojo, y supe que ese día Gaspar se había enamorado también, de Samanta.
GASPAR
Llegué a una ciudad desconocida, pero impulsado por mi pasión y mis anhelos. Siempre quise ser un diseñador de modas consagrado y sabía que tendría que luchar y sacrificar mucho para lograrlo. Hasta que conocí a Samanta.
Jamás me hubiese imaginado que una solitaria noche navideña, cambiaria mi vida por completo. Hacía ya varias semanas que dejaba mi portafolio en diferentes empresas de diseño y moda. Buscaba una oportunidad como tantos otros, por eso imagino que nunca nadie devolvió una llamada para invitarme a una entrevista o reunión. Llevaba horas caminando, viendo escaparates y vitrinas decoradas con copos de nieve y estrellas doradas. Había cenado en un restaurante de mala muerte, que para cualquiera hubiese sido la decadencia misma, sin embargo yo siempre fui una persona optimista, que veía la belleza donde nadie más la encontraba. Fui a parar en “Iris”, porque sabía que sería el único bar de ambiente abierto ese día y a esa hora. Necesitaba el último trago de celebración navideña abandonada antes de ir a dormir. Cuando entré lo primero que vi fue a un chico cabizbajo tomando sorbos pausados de Kir Royale. Me senté a su lado, pero ni siquiera se percató. Le pedí al barman una copa de lo mismo y un pocillo de almendras. Lo saludé sin mucho éxito y entendí que no quería conversación alguna. Pero mi sorpresa fue verlo reaccionar después de un par de segundos, cuando mi miró a la cara por primera vez. Era bello y delicado. Su sonrisa era graciosa y abundante. Sus dientes perfectamente cuidados. Sus manos delicadas y frágiles. Era un chico cautivante. Habría tenido unos 6 o 7 años menos que yo, y eso, reconozco, me enternecía. ¿Qué podía hacer un chico tan joven y tan sólo ese día, a esa hora, en ese bar? Conversamos sin errores, sin artificios. Fuimos dos hombres que espontáneamente se atrajeron el uno al otro, para terminar esa noche de Navidad juntos abrazados entremedio de las sábanas azules de mi habitación.
Los días siguientes continuaron siendo mágicos. Me fascinaba con su simpatía y naturalidad. Era un chico alegre y descomplicado. Esas características conquistaron mi cabeza y se robaron mi corazón. Sin embargo había algo en Rafael que no me cuajaba. Era arisco de hablar sobre su familia, sobre sus estudios, sobre su vida en general. Una tarde lo fui a buscar a su casa para llevarlo de paseo al parque. Mientras lo esperaba sentado en una esquina de su cama, aún él terminando de ducharse en el baño, comencé con querer a hurguetear entre sus cosas. Sabía que lo que hacía era incorrecto, pero necesitaba saber más sobre ese nuevo amante, que sin duda se estaba convirtiendo en algo más que eso. Dentro de su ropero encontré un par de pelucas de mujer. Unos cuantos vestidos estrambóticos suspendidos con mucho cuidado desde el colgador. Una caja de maquillajes exagerados y multicolores. Pintauñas, ligas y sostenes. Era un armario de mujer. Era el armario de Rafael. No quise asustarme, tampoco quise cuestionarlo. Preferí callarme y que mi curiosidad descuidada me había pasado la cuenta. Omití cualquier rastro de fiscalización y fuimos a pasear como si nada.
Extrañas siempre fueron sus noches de estudio sabatino. A mi parecer siempre tenía mucho tiempo libre en la semana como para dedicarse a sus exámenes universitarios justo ese día. Dudoso siempre fueron las horas que pasaba eliminando cualquier rastro de vello de su sutil cuerpo. A mí nunca me molestó su figura de niño, siendo ya un adulto. Tampoco me molestaban sus gestos femeninos o suaves. No entendía su obsesión por tener un cuerpo perfectamente delgado, ni su preocupación constante por revisar todos los conciertos de Katy Perry, de Donna Summer o de Christina Aguilera. Todo eso, que parecía ser extraño e insólito, para mí era una especie de encantamiento, del bonito, del puro, del legítimo. Si bien era innegable que había mentiras por descubrir, a mí nunca me molestó que Rafael tuviese algún secreto evidente.
Durante aquellos sábados sin Rafael, comencé a ir nuevamente a “Iris”. Su show de Drag Queens era inevitablemente divertido y sensorial. Y debo reconocer que verlas en sus atuendos voluptuosos y sus figuras desbordantes me llamaban profundamente la atención. Como diseñador de modas, siempre quise acercarme a alguna para ofrecer mis servicios y confeccionarles trajes de ensueño, que las hicieran sobresalir aún más. Pero mi mala metodología de persuasión y negociación nunca me hicieron concretar algún nuevo cliente. Así que sólo me conformé por dejarme llevar en ilusiones de vestuarios trasgresores y utopías comedidas, donde diseñaba vestidos llenos de color y telas sobresalientes en mi propia imaginación.
Una noche me engatusé por un número estupendo. Era una mujer soberbia y sensible al mismo tiempo. Su 1,70 de belleza parecía serlo mucho más. Imitaba con gracia a Kelly Clarckson y su canción “Stronger”. Sus movimientos, su fuerza, su capacidad de imponerse solamente moviendo los labios me flecharon. Era gay. No me gustaban las mujeres. Pero esta chica simulada me había conmovido al punto que durante esos minutos de espectáculo, olvidé por completo a Rafael. Se llamaba Samanta.
Como los sábados eran las noches sin Rafael, comenzaron a ser las noches de Samanta. Llegaba justo a la hora en que ella salía tras aquellas enormes cortinas de terciopelo. Sus caderas eran absorbentes, la forma de mirar al público era celestial y sus chistes y tertulias eras fascinantes. Me sentaba atento en el bar, y desde ahí observaba su belleza y gracia innatas. Poco a poco fui notando en ella una cierta familiaridad. Tenía una sonrisa reconocible: graciosa y abundante, y sus dientes perfectamente cuidados. Las luces y el brillo del maquillaje nunca me permitieron profundizar en aquellos ojos recubiertos de sombras con glitter y adornados con largas pestañas. A pesar de la distancia que había de la barra al escenario, que me impedía entenderlos con precisión, en esos ojos lejanos había algo que los hacía tremendamente cercanos. Y fui ahí, luego de una cautelosa investigación, que vi en Samanta el reflejo de Rafael. Salí apurado del bar. Confundido. Atosigado. El chico del cual me estaba enamorando era una Drag Queen profesional. Deambulé por la orilla del rio toda la noche, con la esperanza que la luna me indicara cómo reaccionar. Pero ahí, asombrado de aquella revelación obstinada, ni la luna, ni las estrellas, ni aquella solitaria costanera me dirían qué hacer, ni qué pensar. Esa noche no me dijo absolutamente nada. Fui yo. Sólo. Incomprendido y enredado. Yo. Sin ayuda. Entendí que me había enamorado dos veces de la misma persona. Que no importaba que Rafael fuese Samanta o que Samanta fuese Rafael. Que no había prejuicio alguno de por medio. Que no debía cabecearme por algo tan simple de entender. Ni la luna, ni las estrellas de aquella noche, me dijeron lo que debía hacer, porque yo ya lo sabía.
Intenté pasar desapercibido durante toda esa semana para Rafael, porque quise investigar más sobre la vida de las Drag Queens. Si bien es cierto, lo que sentía por él y las sensaciones que estaba comenzando a experimentar por Samanta eran complementarias, quería entender más antes de hablar con Rafael y dejarlo explicarme sobre Samanta. Leí libros sobre Doble Personalidad y Travestismo. Revisé entrevistas a Drag Queens y sus motivaciones. Y reafirmé lo mismo que concluí esa noche de costanera y cielo nocturno.
El sábado fui, como siempre, a “Iris”. Esta vez, me preocupé de sentarme en una de las mesitas frente al escenario, quería estar en primera fila. Samanta esa noche estaba particularmente hermosa y juguetona. Su disfraz rojo era pura pasión. De sus labios se escucharon los más hilarantes chistes de micro-penes y eyaculadores precoces. Hasta que sin querer se cruzó frente a mi mesa y quedó muda por unos imperceptibles segundos, pero que para nosotros dos parecieron horas. Y desde ahí, al notar mi sonrisa calma y cómplice, supo cómo terminar su show de comedia. Aludiendo a su mejor amigo, a su superhéroe, a su amante. A su Gaspar. Fui sin duda el espectador que aplaudió con más fuerza ese espectáculo. Cuando finalmente apareció Rafael tras los vestidores, el abrazo fue espontáneo y amoroso. No fueron necesarias las palabras para hacerle ver que los quería a ambos, y que mis intenciones con Rafael se multiplicaban después de entender a Samanta.
Desde aquella noche, formamos un trío particular de 2 personas. De día nos encargamos de pulir y potenciar a la Samanta exitosa y popular con la cual ambos comenzábamos a soñar. Y de noche me encargaba de que Samanta fuese la princesa de “Iris” al principio y la reina de todos los clubes y cabarets de la ciudad y del país entero, solo meses después. Samanta fue la musa que necesité para alzar mi carrera, diseñando ajuares y trajes coloridos y desenvueltos sólo para ella, para que se luciera sobre las tablas, para que captara la atención de todos quienes quisieran verla y para que se transformara en un ícono del travestismo en el país. Y lo conseguimos.
Tuvieron que pasar muchas otras navidades antes que Amelia se atreviera a reconocer nuevamente a su hijo. Desde aquel 25 de diciembre en que Rafael se reveló sin ataduras, nadie de su familia se atrevió a contactarlo, aunque fuese para preguntar cómo estaba. Sin embargo una madre necesita de sus cachorros, y después de mucho trabajo, dejó los prejuicios y desilusión de lado y se atrevió a averiguar dónde estaba y quién era ahora su hijo. Una noche de octubre, y sin que su marido se enterara, cogió su auto y condujo hasta la ciudad. Se estacionó en un callejón al costado de “Iris”. Su abrigo de alpaca, sus aros y collar de perlas falsas, su beatlle verde musgo, sus botines de cuero avejentado y la cartera apretada sobre el pecho como si alguien se la fuese a robar, delataban que no pertenecía a ese tipo de noche, a ese tipo de horarios ni a ese tipo de barrios capitalinos. La primera imagen que se le vino a la cabeza cuando vio a dos irradiantes hombres en trajes de mujer en la entrada, fue de aquella escena de Rafael envuelto con su vestido largo color turquesa y su cara manchada de maquillaje sobre el umbral del comedor de su casa. Preguntó por Rafael y nadie le supo responder. Preguntó por Samanta y le devolvieron una sonrisa. Entró a aquel antro. Sus luces rojas, azules y verdes impedían reconocer cualquier rostro familiar, pero al pasar de los minutos se dio cuenta que no había ninguno. Sentía que podría contagiarse de algo y su cara de espanto era indisimulable. Se sentía fuera de lugar y su mirada poco amigable la hacían desencajar por completo. Al barman de turno no le quedó otra que ofrecerle una copa de vino sin preguntar. Se bebió la copa sin esfuerzo para calmar los nervios y recién así se atrevió a preguntar por Samanta nuevamente. El barman le hizo una seña hacia el escenario, ya que el show estaba por comenzar. Se quedó atónita frente a tal desfile burlesco de coloridas y voluptuosas mujeres, de sus diálogos indiscretos y alegóricas risas e ironías sobre sexo. De sus imitaciones perfectas de canciones que Amelia jamás escuchó. De sus disfraces exagerados y reveladores. De sus plumas, de sus lentejuelas, de su garbo y entusiasmo. Hasta que presentaron a Samanta. Las luces sólo se dirigían a ella y daban a entender que era el punto de clímax de un espectáculo fantástico por los aplausos de todos los asistentes. Menos de Amelia, quien seguía atenta y desfigurada cada movimiento con recelo y ofuscación. Samanta comenzó a moverse románticamente por el escenario, recibiendo todos los halagos y besos que sus fans le manifestaron en todo momento. Su vestido era dorado incandescente, y las luces sólo ayudaban a que brillara con mayor intensidad. Su cabellera morena le llegaba hasta la cintura y sus tacones negros le daban la altura necesaria para apoderarse de todo el escenario. Simulaba desde sus labios un remix de canciones despechadas que hablaban de traición, desamor y familia. Parecía incluso simular lágrimas prevenidas. Cuando terminó de interpretar la última sílaba de sus canciones, las cortinas se cerraron sin aviso, y recién ahí Amalia pudo descansar. Se sentía asqueada y sorprendida. Le superaba la situación. Estaba al borde de la incómoda desesperación. Es que ella no había criado a su hijo para que se transformada en una ridícula caricatura femenina. Sus miedos habían estallado y la pequeña ilusión de reencontrar al hijo que ella junto a su marido habían criado, se había esfumado, tal cual lo hiciera Rafael años antes. No le quedó otra que parase de aquella butaca y salir lo más rápido posible de aquel bar. Ni Rafael, ni Samanta se enteraron de aquella visita fugaz. Y mejor, porque no hubiese sido necesario encuentro alguno, si Amalia no podía soportar la nueva vida de Samanta.