

GUERRA QUERIDA
2010
El sudor frío corría por la frente de Joseph esa eterna madrugada de invierno. El encierro oscuro y arratonado era crudo y no dejaba mucho espacio para moverse. Joseph ya llevaba varias horas enclaustrado y así debía ser. Esa madrugada prefería arrancarse los oídos antes de escuchar los ensangrentados gritos de dolor de Tante Agnes.
1941 no fue un año fácil para nadie en el mundo. Ya se había transformado en parte del paisaje del pequeño pueblo de Calau ver banderas rojas con una enorme cruz suástica incrustada en los edificios. Cínicos militares armados, todos altos, blancos y rubios recorriendo las calles intimidando a los pocos aldeanos que quedaban en un pueblo gris y ocioso. Frau Agnes Holbein vivía en relativa paz. Era una mujer madura, de unos 50 años, fanática de las tortas y galletas de jengibre que comía por montones durante los años de abundancia. Pero desde que comenzó la Guerra en Alemania los kuchenes y pasteles se transformaron en pan, algo de leche y algunos tubérculos que cultivaba en su pequeño jardín. Era una mujer sola, pero feliz. Su marido había muerto cuando ella era aún muy joven y no alcanzó a experimentar la alegría de ser madre. Por eso quizás era muy querida entre los niños que vivían cerca de su cabaña, junto a un enorme sauce, a quienes invitaba a tomar leche con miel y a comer mazapanes, los dejaba pintar de colores antiguas cacerolas oxidadas y les contaba los cuentos de los Hermanos Grimm. Era la Tante que todos querían y ella era de las que se regocijaba con hacer feliz a todos sus vecinos y seres queridos. Sobre todo en esa decadente época. Su pequeña casa siempre tenía algún visitante, más de alguna vez venían sus sobrinos desde pueblos cercanos como Lübbenau o incluso desde Potsdam. Si bien Agnes no tenía familia propia, tenía parientas y familiares repartidos por casi todo Brandemburgo.
Sin querer nunca reconocerlo Agnes tenía su sobrino regalón: el hijo menor de su hermana Martha. Era un niño tímido, delgado y poco conversador, pero cuando iba a visitar a su Tante en tren a Calau, su cara se transformaba a risas y cachetes colorados. Esta relación especial comenzó justamente cuando Martha tuvo a su último hijo, por allá en el año 1922. Agnes tuvo que asumir el rol de matrona y entregar al mundo a una pequeña creatura regordeta. La emoción que sintió Agnes fue incluso mayor que la propia madre del niño, por lo que Agnes le rogó a su hermana que lo llamara en memoria de su difunto marido: Joseph.
Joseph visitaba a su tía por lo menos 4 ó 5 veces al año, incluso en invierno, cuando no se podía salir a jugar a la calle con otros niños, Joseph era feliz ayudando a Agnes a preparar chocolate caliente y armar puzles. A medida que Joseph fue creciendo los puzles se transformaron en eternas conversaciones frente a la chimenea y ya un poco mayor, Agnes hasta le daba a probar un poco de Jägermeister, un fuerte licor alemán que tomaban los guardabosques de la zona para capear el frío.
Cuando Joseph regresaba a Potsdam con su familia, su rostro volvía a ser el mismo: serio, distante y sin vida. En el colegio no tenía muchos amigos y se refugiaba en los lápices de colores y libros que Tante Agnes le regalaba. Su padre, George Baum, trabajaba en una fábrica como supervisor y todos los días después de las 7 de la tarde, se dirigía con sus amigos a tomar cervezas y aspirar denso humo a tabaco en el burdel cerca de la Iglesia de San Nicolás. Su madre Martha no tenía nada que ver con Agnes. Era una mujer independiente y moderna que trabajaba como secretaria en una de las sedes del Partido Nacionalista Alemán de los Trabajadores en Berlín, por lo que salía muy temprano en las mañanas y llegaba casi de madrugada por las noches. Joseph quedaba a cargo de sus 2 hermanos mayores, Klaus y Frederick, que sólo se preocupaban de que se fuera y regresara al colegio siempre a la hora.
Joseph durante sus primeros 16 años de vida fue víctima incólume de las burlas de sus 2 hermanos: deportistas, agrandados y soberbios, habían heredado el sarcasmo y estructura de su madre y el descariño y poca preocupación por el resto de su padre. Joseph en cambio se preocupaba de ser una buena persona, tal cual su Tante Agnes le había enseñado a ser: respectar al prójimo y respetarse a sí mismo. Sin embargo esta retraída forma de ser le jugaba en contra a la hora de enfrentar a sus hermanos, quienes se aprovechaban de él cuando sus padres no estaban en casa.
El otoñal miércoles 14 de septiembre de 1938 sería inolvidable para Joseph. Había llegado antes que sus hermanos a casa para escuchar por la radio la noticia sobre el desarrollo de una conferencia tripartita entre Alemania, Francia y Gran Bretaña respecto a las atrocidades que se cometían, según Hitler, en la región checa de Sudetes contra los habitantes germanos. Semanas antes su madre había declarado intrínsecamente todas las razones de por qué el pueblo alemán era superior al pueblo checo y que el Führer estaba agotando su paciencia. A la mañana siguiente la madre hizo que sus hijos instalaran una rara bandera en la fachada de la casa “Parece una araña sobre un kuchen de frambuesa” pensó Joseph.
Esa tarde, mientras Joseph escuchaba las noticias en la radio, Klaus, de 24 años, llegó a casa desaliñado y con aliento rancio a cerveza; Frederick estaba trabajando horas extras en la tienda de abarrotes, su padre quizás con qué prostituta andaba metido y su madre había viajado por unos días al congreso de Reichsparteitag Grossdeutschland - congreso anual del partido político en el que ella trabajaba - en la ciudad de Núremberg. Como de costumbre, Klaus comenzó insidiosamente a molestar a su hermano de 16 años. A exigirle que lo atienda como si fuera una mujer cualquiera, que le sacara las botas y les limpiara el barro, que le calentara un plato de sopa y que le preparara el agua tibia para darse un baño de tina. Joseph obedeció sin alegar nada.
Klaus reposaba desnudo sobre la tina de agua caliente fumando un cigarro. Su hermano iba y venía con baldes de agua hirviendo que derramaba sobre el blanco y grotesco cuerpo de Klaus, quien observa a Joseph y se sonreía de manera turbia mientras exhalaba bocanadas de humo cuando éste aparecía. Cuando la tina ya estaba llena y con premeditación Klaus invitó a un asustado Joseph a acercarse, le tomó la mano, y en tono casi cariñoso le dijo que lo quería mucho.
- ¿Tú me quieres a mi pequeño hermano? - Le preguntó Klaus a Joseph de manera lasciva e impropia.
- Eres mi hermano grande, te tengo que querer – respondió muy suave y sin mirarlo.
- Dímelo más fuerte, ¡Cómo hombre! – exigió un cada vez más agresivo Klaus.
- ¡Sí! Te quiero hermano – dijo Joseph elevando un poco la voz.
- Muy bien… ¡así me gusta! – Exclamó con un tono lujurioso – Entonces como me quieres tanto, tócame aquí – y señaló su abultada entrepierna.
- Por favor, déjame ir a dormir – sugirió con temor Joseph.
- ¡Haz lo que te digo! – ordenó.
- ¡No quiero!, por favor déjame ir – suplicó Joseph.
- ¿A no?, ¿Acaso quieres ser un desobediente falta de respeto como las escorias que viven al otro lado del barrio? – refiriéndose a la niños Schneider, con quienes Joseph jugaba de vez en cuando.
Entre gritos y empujones, Klaus tomó con sus fuertes brazos a su hermano y lo obligó a meterse dentro de la tina. El agua quemaba los brazos y piernas de Joseph, quien después de densos chapoteos y tratando de desfasarse atolondradamente hasta que las tramposas manos de Klaus lo despojaran de su ropa interior. Asumió que el dolor que sentiría en su recto duraría varios días y que las gotas de sangre que habían teñido la sucia agua donde su hermano tomaba un baño, desaparecerían por las cañerías, así como también las dolorosas ganas que tenía de acusar a su infríngete y amenazante hermano mayor.
Si antes a Joseph le costaba sonreír, ahora ya no sonreía con nada, ni siquiera con las cartas que mensualmente le enviaba Agnes. Klaus se comportaba como si nunca nada hubiese pasado, pero el episodio en la tina a Joseph jamás se le borraría de la mente y el temor latente que sentía hacia Klaus se había transformado en una costumbre.
En agosto de 1939 George calló en cama con una fuerte Tuleramia que lo había contagiado con fiebre y malestar. El médico había prohibido que se levantara y que la luz del día podría incluso debilitarlo aún más. Si bien Martha ganaba lo suficiente para mantener a la familia sin ningún tipo de comodidad superior, exigió que su marido solicitara en la fábrica que fuera Joseph quien lo reemplazara en sus labores. Así Joseph debió dejar el colegio anticipadamente y comenzar a trabajar como adulto, aun siendo un adolescente. Semanas después se anunciaría que Gran Bretaña, Australia y Nueva Zelandia le declaraban la guerra a la Alemania Nazi y ahí la familia Baum supo que las cosas cambiarían radicalmente. Martha exigió que sus hijos mayores su unieran como soldados del Partido Nazi y los 2 sin siquiera simular temor, partieron heroicos a pelear por lo que ellos encontraban justo: combatir contra aquellas castas inferiores que querían obstruir la grandeza de su tan adorada Alemania y con eso, Martha fue una madre orgullosa.
De alguna manera Joseph sintió un desconcertado alivio cuando comenzó la guerra. Sus hermanos se irían de la casa por tiempo indefinido y Martha, ahora más que nunca, pasaba largas jornadas fuera ya que la habían ascendido a trabajar en la Schutzstaffel, para ella, un gran mérito. Joseph debía cuidar a su padre. En las mañanas antes de ir a trabajar a la fábrica debía darle un contundente desayuno y ventilar su dormitorio, regresar rápidamente al medio día a revisar que su padre esté cómodo y darle almuerzo y regresar puntualmente cada tarde a bañarlo y darle sus medicinas. La vida de Joseph, al menos, era tranquila y sin la carga que significaba tener a Klaus cerca.
Ya para 1940 los carros nazis y los tanques eran parte del paisaje que diariamente veía Joseph en los trayectos desde la fábrica a su casa. La banda en su brazo izquierdo con la suástica era parte de su vestimenta habitual. Martha ya casi ni dormí en casa, sus funciones se habían doblegado al nivel que su traje gris de dos piezas se había transformado casi en un uniforme militar. De la nada, su ambición de poder se había transformado en una necesidad y su familia había pasado a un total segundo plano. Por otro lado la enfermedad de George no mejoraba y era considerado un estorbo para Martha. De Klaus y Frederick no se había sabido absolutamente nada. De Tante Agnes tampoco. Si bien Calau estaba a menos de 100 kilómetros de Potsdam, el correo estaba interrumpido por las fuerzas Nazis y a Joseph no le quedaba tiempo para poder ir al menos un día y averiguar el estado de su tan querida tía. Le aterraba pensar que despiadados y burlones huestes podían haberle hecho algo, como a tantas otras personas en el barrio de su casa. Pero no, Tante Agnes era una muy inteligente y pertinente, y no alegaría en contra de los turbulentos allanamientos que los soldados alemanes forzaban en pueblos pequeños como Calau. Tampoco se negaría al uso de la cinta roja en el brazo izquierdo para salir a la calle.
El invierno ya se estaba despidiendo, la nieve de a poco iba dando paso para entrever el hollín en la tierra, mientras los árboles modestamente dejaban aparecer hojas verdes y amarillentas. Joseph aprovechó el dejo tibio de un insípido martes de Mayo para tomarse 5 minutos de la tediosa jornada laboral y respirar algo de aire puro. La fábrica era oscura y el ruido de la maquinaria era a veces insoportable. Junto a Joseph se había reposado un tipo algo menor, era de cabello castaño y ojos violeta azulados como los Hortensias que crecían en el jardín de Tante Agnes, tenía una juguetona chasquilla que le tapaba parte del ojo derecho y las manos negras por el aceite. Era Throsten, uno de los cientos de trabajadores en la fábrica que se encargaba de la mantención de las máquinas. En más de alguna oportunidad Throsten y Joseph habían cruzado miradas, y tal vez algún saludo, pero nada más. Joseph no tenía el don para acercarse a la gente y conversar del clima o de las bombas, temas comunes en el Potsdam en aquel año. Sin embargo, Throsten era todo lo contrario y no mostró ningún tapujo en comenzar una conversación. Throsten era un tipo de una sonrisa que irradiaba energía y a pesar que trabajara entre la suciedad, tenía los dientes más blancos y brillantes que Joseph jamás había visto. Su familia vivía en el lado sur de la ciudad y a su padre los habían acecinado hace 6 meses por no querer usar la banda roja en el brazo. Lo vieron en la calle, lo intimidaron y le pegaron 2 balazos en el pecho, así de fácil, así de cruel. Por eso Throsten tenía un tangible resentimiento hacia la guerra y hacia el Führer, pero que callaba por temor a una represalia y se obligaba todas las mañanas a uniformarse con esta maldita banda en el brazo, únicamente porque su madre aún vivía.
La amistad de estos dos chicos comenzaba a florecer tal cual venía asomándose la primavera y luego el caluroso verano. Un domingo de Julio, una tarde en que hacía tiempo no se escuchaban disparos y parecía todo estar en calma, Throsten aprovechó que la madre de Joseph estaba fuera de la ciudad y que un vecino se había ofrecido a vigilar el reposo de George, para invitarlo a hacer un paseo en bicicleta en los alrededores del Lago Templin. El sol penetraba cada poro mientras recorrían los bosques que circundaban el gran lago y a pesar de las cantimploras con agua que bebían de vez en cuando no aguantaron las ganas de tirarse al lago para hacerle el quite al calor. Ninguno de los 2 había llevado traje de baño, pero Throsten, con el poco pudor que lo destacaba, se desprendió de toda la ropa que lo incomodaba. Es decir, de toda la ropa. Ahí quedó Throsten, hermosamente desnudo frente a su amigo y con una sonrisa cautivante invitó a Joseph a hacer exactamente lo mismo. Lentamente se sacó la camisa, luego el pantalón y con un tímido gesto, se sacó los bóxer blancos. Le daba vergüenza que Throsten se diera cuenta de la inevitable erección culpa de ese paisaje puramente erótico. Se metieron al lago, pero la refrescante agua no pudo contra el calor, que de ser responsabilidad del verano, pasó a ser responsabilidad de los roces que ambos chicos a propósito gesticulaban por debajo del agua. Sin decirse nada, sin siquiera sospechar, se hundieron con los ojos abiertos y en secreto se dieron un beso que hubiese durado horas si los bronquios los hubiesen dejado respirar. Cuando subieron a la superficie se miraron y se rieron. Aunque Joseph se mostraba algo más incómodo, Throsten no evitó las ganas de tocarlo y masturbarlo. En ese momento todos los dolores y traumas que Joseph había vivido desde los 16 años desparecieron. Esa tarde comenzaría lo único realmente bueno que causó la Guerra para ambos chicos.
Ninguno de los 2 se consideraba homosexual. Ni siquiera era un tema. Para ellos era solamente la naturaleza. Cuando se topaban en la fábrica se miraban con complicidad. Se escapaban en las noches para enamorarse aún más dentro de un escondido y mugriento galpón. Y tampoco sentían que lo que hacían juntos cuando nadie los miraba, fuese de una raza inferior, como cualquier Klaus o Martha pudo haber pensado. Ambos se contenían y se daban fuerzas para seguir con sus vidas, cada vez más miserables y complejas. Cualquier miedo desparecía cuando estaban juntos.
Una noche, Throsten llegó sorpresivamente a la casa de Joseph, si bien se habían topado en la fábrica, hacía días que no tenían tiempo para estar los dos juntos a solas. Martha estaba fuera de casa y George dormía en la pieza de al lado, así que con mucha cautela lo dejó entrar a casa.
- ¿Nadie te ha seguido, cierto? – preguntó preocupado Joseph.
- No te preocupes, no vi a ningún Nazi mientras venía hacía acá – y lo besó compulsivamente en los labios.
- ¡Cuidado que nos pueden oír! – recalcó Joseph.
- Tranquilo, tu papá está tan mal que sus oídos apenas deben funcionar – bromeó.
- No, en serio, hay que tener cuidado. Si alguien nos ve nadie nos salva – murmuró.
Una pequeña vela a punto de extinguirse fue la única testigo de lo que pasó muy cerca de la entrada al hogar de los Baum. La única. Hasta que repentinamente se abrió la puerta de la casa. Era Martha. El rostro cansado de la madre, despertó indignadamente con la escena: 2 hombres desnudos acariciándose sin pudor y uno de ellos, más encima, era su propio hijo. Gritó sin importar despertar a alguien, el asco le invadió el cuerpo y la voz se tonificó cuando un deslenguado Joseph comenzó a defenderse mientras se subía los pantalones. Por primera vez Joseph fue irrespetuoso en su vida, el problema es que este acto de valentía fue frente a la peor persona a la que pudo atacar. Martha hace tiempo se había convertido en una nazi, y de las peligrosas. Que fuese su hijo era sólo un dato y sin piedad tomó una pistola que tenía guardada en la cartera y comenzó a disparar en contra de los 2 muchachos quienes salieron ilesos corriendo de la casa a perderse en el bosque. Tuvieron suerte de que nadie se les topara en el camino, la oscuridad de la noche era un aliado en la fuga durante la cual Joseph y Throsten nunca se soltaron de las manos. Se dirigieron a aquel sucio galpón que los vio nacer como amantes y ahí se refugiaron durante los primeros días.
Sin misericordia, la madre de Joseph había acusado a la Gestapo que su hijo era homosexual y que andaba prófugo con otro hombre más. Los vecinos fueron interrogados y un miembro de la familia Schneider confesó que el otro chico era Throsten Sprung, un mecánico que frecuentaba de vez en cuando la casa de los Baum. Fue así que comenzó la investigación y persecución de ambos chicos, acusados de cometer acciones impropias en la morada de una dependienta del Gobierno y automáticamente pasaron a ser parte de las Listas Rosas que manejaba la Reichszentrale, organismo preocupado de registrar y recopilar todas las fichas de homosexuales para aprisionarlos en los campos de concentración.
Después de algunos días, en que se alimentaban de los frutos del Manzano que estaba a un costado del galpón, Throsten de armó de coraje para salir a la ciudad y avisarle a su madre que estaba bien, pero que debía irse de Potsdam por un tiempo. Joseph, temeroso, le insistió que se quedasen ahí, que era tremendamente peligroso estar afuera. Sin embargo, Potsdam era una ciudad pequeña y tarde o temprano alguien llegaría al galpón. Se arroparon con unas viejas chaquetas que encontraron como basura y caminaron disimuladamente al sector sur de la ciudad. La casa de Throsten estaba vacía y con lágrimas en los ojos entendió que ya lo habían descubierto y que su madre estaría pagando por el simple hecho de parir a un “ser inferior”. Sin embargo la pena no lo detuvo, quizás en su lugar Joseph hubiese preferido quedarse ahí y esperar a que alguien lo matara, pero Throsten era un tipo con denuedo y planeó en pocos minutos un plan: Escaparían a Suiza, así tuviesen que caminar y movilizarse por meses entremedio de los valles y campos alemanes. Joseph sugirió que en vez de viajar hasta los Alpes, podrían caminar mucho menos hasta Calau, que si bien seguía siendo territorio alemán, Tante Agnes no dudaría en acogerlos y protegerlos. Ella era una mujer cautelosa y tierna, nadie sospecharía que podría esconder a dos desertores nazis.
- ¿Pero no has sabido nada de tu tía en 2 años?, ¿Qué pasa si la casa está vacía cuando lleguemos? – preguntó Throsten.
- Estará. Yo sé que Tante Agnes estará – respondió con convicción Joseph.
Tomaron unas mochilas, sacaron todo lo que pudieron de las alacenas de la cocina, algo de ropa y emprendieron un viaje complicado y atormentante.
Encubiertos, siguieron por casi 3 días las líneas del tren que conectaban Potsdam con Calau. Tuvieron suerte de toparse con muy poca gente que no tenían cómo reconocerlos y las pocas veces que se topaban con soldados, levantaban el brazo derecho en señal de concuerdo al Führer. Cuando Joseph vio que el gran sauce que acompañaba la cabaña de Tante Agnes estaba destruido, su corazón comenzó a palpitar con angustia y se imaginó lo peor. Entraron a casa y ni siquiera el viento movía las cortinas. Nada. Esa casa parecía una tumba. Se sentaron un rato en la mesita de comedor y Joseph no pudo evitar desahogarse con unas pocas lágrimas que humedecieron sus mejillas mientras Throsten lo consolaba con un sentido abrazo. ¡Oh Mein Gott! ¡No puedo creerlo!, se escuchó una carraspada voz desde la puerta de la cabaña. Tante Agnes entraba cargada con verduras y huevos. Su sorpresa fue tan impactante al ver a su tan querido sobrino sentado en una de sus sillas de madera, que no le importó que los huevos se estrellaran contra el piso para abrazar a un emocionado Joseph. Los llantos de alegría cautivaron incluso a Throsten quien abrazaba a Agnes como si la conociese de toda la vida. Ya todos más tranquilos y con una taza de té en mano, Joseph puso al tanto a tu tía sobre Klaus y Frederick, que estaban peleando en la guerra, que George estaba muy enfermo por causa de la Tuleramia y que Martha se había transformado en un soldado nazi con uñas pintadas. Se lamentaba y excusaba de no haber venido a visitarla antes, pero le explicó cómo los hechos habían imposibilitado ir a estar con ella, pero que ahora estaba ahí porque la necesitaba.
- Lo sé todo, mi querido Joseph – dio una pausa, tomó un sorbo de té y continuó - Hace algunos días vinieron de la Gestapo a preguntarme si te había visto. Tu madre les contó lo cercanos que somos y que sin duda arrancarías hasta Calau a buscar mi ayuda – La respuesta dejó boquiabierto a Joseph, pero Agnes no lo dejó decir una palabra – No puedo ni imaginar todo lo que has sufrido estos últimos años y aquí quiero que te quedes. No creo que vuelvan a buscarte por acá, les dejé claro que si venías, yo avisaría porque soy una alemana derecha y creo rotundamente que la Homosexualidad es una enfermedad que contamina nuestra sociedad – ahora fue Throsten que antes de que Agnes continuara, tomó del brazo a Joseph para avisarle que debían irse de inmediato – ¡No, por favor, no! – Alegó Agnes al ver la reacción de Throsten - ¡Tuve que mentir! Por supuesto que ustedes dos son más importantes que cualquier estúpida guerra o teoría anti-cualquier-cosa, pero cuando me enteré que estaban buscándolos los soldados de la Reichszentrale, y concluyendo que existía la posibilidad que ustedes dos podrían llegar hasta mi casa, tuve que actuar frente a ellos para protegerlos – explicó Agnes.
Los siguientes días en Calau parecían estar calmos. Throsten y Joseph se preocuparon constantemente de disfrazarse con la banda de la suástica en el brazo izquierdo para pasar desapercibidos y así no tener que estar encerrados todo el tiempo dentro de la casa de Agnes, quien les había sugerido nunca salir juntos a la calle por seguridad. Durante esos días Tante Agnes se sintió como si estuviera viviendo en los viejos tiempos. Con lo poco que tenía, mimaba a los 2 muchachos con galletas dulces para comer, jugaban a las cartas y todas las noches se tomaban una copita de Jägermeister. Una tarde Throsten se ofreció para ir al pueblo a comprar pan, ¡Con cuidado! le advirtió Agnes y salió por la puerta de atrás. En el jardín Joseph estaba terminando de fumarse un cigarro y en un pícaro gesto, se acercó al oído para decirle “Ich liebe dich”. A Joseph se le llenó la cara con una enorme sonrisa, como hacía tiempo no le brotaba del rostro. Throsten partió feliz.
Ya habían pasado 3 horas desde que Throsten había salido de la cabaña y tanto Agnes como Joseph comenzaron a preocuparse. Agnes decidió ir a buscarlo al pueblo. Joseph prefirió no pensar en lo peor y se dedicó a terminar de armar el puzle que habían comenzado a resolver la noche anterior. Pasaron 2 horas más y Agnes tampoco regresaba, pero era demasiado peligroso salir, sobre todo a esa hora que comenzaba a oscurecer. Agnes retornó a casa después de las 10 de la noche. Había estado todo ese rato caminando por el pueblo, investigando de reojo a los soldados de turno, observando si veía algo raro o algún comentario que pudiese indicarle que pudo haber pasado con Throsten. Sin embargo, el no poder recopilar algún tipo de información sobre la desaparición tan extraña de Throsten daba pie para imaginarse lo peor. Agnes, conteniendo a Joseph, decidió que desde ahora en adelante Joseph tenía prohibido salir de la casa. Todo indicaba que algún vecino soplón había visto a Throsten, lo haya reconocido de las Listas Rosas y haya advertido a algún soldado que esa persona andaba rodeado las calles del pueblo. Al segundo día, Throsten seguía sin aparecer y la deducción atroz de Agnes se hacía más presente y real, sobre todo después de haber escuchado por parte de la dueña de la panadería que se corría la voz que habían homosexuales dando vueltas por Calau y que los niños del pueblo corrían peligro. A la mañana siguiente, Agnes levantó más temprano que de costumbre a Joseph. Debía ayudarla a desalojar una pequeña bodega que estaba al fondo de la casa – Ese será tu refugio por cualquier cosa – indicó Agnes, quien supuso que si Throsten había sido capturado por los nazis y lo torturarían hasta entregar la información de dónde estaba Joseph. Si no lo hacía, al menos la Gestapo volvería a la cabaña de Agnes y había que estar preparados.
Joseph asintió con la cabeza y estuvieron toda esa mañana armando un espacio que sería el refugio secreto en que Joseph se escondería ante cualquier situación de alerta. Agnes debía seguir haciendo su vida normal y salir de la casa de vez en cuando, para mitigar cualquier tipo de sospecha. No pasaron ni 2 días cuando tocaron a la puerta de Agnes. Era Petra, la vecina de junto para comentarle que se había desatado una alarma en el pueblo y que todos debían estar en sus casas antes de las 6 de la tarde. El rumor de los homosexuales se había convertido en una realidad y al día siguiente una nueva tropa arribaría al pueblo para intensificar las rondas y entrar sin previo aviso a revisar cada una de las moradas del pueblo de Calau. Después de la advertencia, Joseph y Agnes supieron que lo mejor era mantener a Joseph dentro de la bodega, sin si quiera asomar la nariz. El espacio era denso y algo aterrador. No tenía mucha luz y el olor a retrete y humedad era angustiante. Dejaron en su interior fósforos, un par de velas, un hacha, cantimploras con agua y algunos tarros de comida en conserva, una almohada y 2 frazadas. La entrada a la bodega la disimularon con un enorme ropero que Agnes con mucho esfuerzo puso por delante. Estuvo todo ese día y gran parte de la noche sentada al lado del ropero para conversar con su sobrino y mantenerlo informado ante cualquier situación extraña.
Eran las 3 de la mañana y Agnes se despertó por un apabullante ruido, que de alguna manera asumía que más temprano que tarde la pervertiría. Sin pronunciarse y de una agresividad feroz, 4 soldados nazis entraron a la casa de Agnes registrando sin ningún tipo de moderación todo mueble que encontraron a su paso. Agnes optó por quedarse en su habitación los primeros minutos, pero una figura sombría y reconocible infringió su dormitorio sin previo aviso. Era Klaus vestido de verde musgo y con una enorme metralleta entre los brazos.
- Querida Tante, mucho tiempo sin verla – mientras en el primer piso se sentía el registro aplastante de los otros 3 soldados - ¿Acaso no le vas a dar a tu querido sobrino un abrazo? – le dijo irónicamente.
- ¡Klaus!, ¿Pero qué estás haciendo acá? – dijo una sorprendida Agnes.
- No te hagas la estúpida conmigo, ¿Dime dónde tienes escondido a mi hermano? – transgredió Klaus.
- ¿De qué me estás hablando? ¡Aquí no hay nadie! – respondió con una estremecida y algo delatadora voz.
- Todo indica que tú tienes al maricón de mierda de mi hermano, ¡No te hagas la imbécil! – gritó de la misma manera que le gritaba a su hermano años atrás.
- Por favor, Klaus, debes de creerme, soy la primera en aborrecer ese tipo de gente – mintió Agnes.
Klaus no le creyó a su tía. Bajó al primer piso e hizo que los otros tres soldados que hurgaban la cocina por algo de pan desmantelaran todo lo que tuvieran por delante. Sin embargo ninguno, por suerte, fue lo suficientemente inteligente para mover el ropero. Rompieron cuadros, quebraron la loza de porcelana, quemaron las sillas de madera en el jardín, destruyeron la cocina entera, arrasaron con puertas y ventanas, no tuvieron clemencia alguna. Era un acto luciferino y parecía que les causara placer hacer daño por el simple hecho de hacerlo.
Agnes gritaba a regañadientes, sabía que debía ser cautelosa, pero al ver que todo lo que ella con tanto esfuerzo había construido a lo largo de los años estaba siendo exterminado, no le quedó otra que enmascarar a Klaus vomitándole con la acusadora verdad – El único homosexual eres tú, por haber violado a tu hermano cuando él era aún un niño – a lo que Klaus sólo se dignó a responder con una bofetada que dejó a Agnes en el piso. Y ahí con la base metálica de la metralleta le condicionó varios golpes en las costillas.
Cuando ya no se sintió ningún ruido, ni siquiera el de una mosca, Joseph envalentado tomó el hacha y comenzó de a poco a astillar la parte trasera de la cabaña. Fue complicado porque el reducido espacio no le permitía utilizar el hacha con destreza, las piernas las tenía dormidas y el estómago apretado. Horas antes había escuchado como su hermano rompía las costillas de su Tante Agnes, y quizás que otra atrocidad le había causado. No tenía ninguna excusa para mantenerse oculto, Tante Agnes podía estar sufriendo en silencio y ya era suficiente con haber perdido a Throsten. Después de varios minutos logró salir arrastrándose por un pequeño hoyo que lo separaba del jardín, corrió a la entrada y sólo se encontró con toda la cabaña destruida y un papel colgado de un estante abierto. “Si quieres vivos a tu tía y al degenerado de Throsten, preséntate en menos de 24 horas en mi refugio. Klaus” y la cruz suástica dibujada al lado. Joseph se puso sus botas y un abrigo. Caminó hacia el colegio de Calau, donde sabía alojaban los militares nazis, mientras salía el sol por el oeste.
Sudaba y le tiritaba la sien. Ni siquiera podía imaginarse en qué condiciones vería a Agnes y Throsten, si es que estaban vivos, sólo pensaba en el odio a su hermano, a su madre, a Alemania y a esa desgarradora noche que parecía haber durado años.
Los soldados a la entrada del colegio lo reconocieron de inmediato y con una burlona sonrisa lo dejaron ingresar. Joseph estoico caminaba entre medio de las decenas de ojos nazis que se clavaban en su cuerpo. Él en cambio, no miraba a nadie, sólo hacia el frente. La cara no se le arrugó un segundo, pero estaba pálido de temor. Lo dejaron entrar a una oficina hedionda a sangre y tabaco. En el sofá estaba su hermano Klaus con dos niñas rubias, vestidas solamente con enaguas y un corsé que les descubría los pechos, seguramente menores de edad, que le masajeaban el cuello y las piernas. Pidió cariñosamente a las dos niñas que los dejaran solos, ambas se dieron vuelta y delataron moretones y ojeras. Klaus se levantó y con la misma mirada lasciva de aquella tarde en la tina, le indicó con el dedo índice su abultado entrepierna – "Ya sabes lo que debes hacer" – le ordenó con una sonrisa espantosa. Joseph lo miró a la cara y le señaló con un movimiento de cabeza que no lo haría. Klaus reveló que en el interior de un armario estaban Throsten y Agnes amarrados y con un paño blanco en sus bocas, ambos desfigurados por los golpes, algo inconscientes, pero con los ojos abiertos y llorosos. Joseph se arrodilló, abrió cautelosamente el cierre del pantalón y comenzó a aplicarle sexo oral a su hermano, cerró los ojos y asqueado comenzó a atragantarse mientras varias lágrimas cayeron por su rostro. Throsten y Agnes atentos y aterrorizados miraban cómo Klaus tomaba una pistola con disimulo y sin dejar que Joseph levantara el rostro le proporcionó un disparo en el cráneo sin importarle que la sangre le manchara todo el vello púbico. Apuntó a su izquierda con la misma arma y vació la pistola con las dos últimas balas hacia los reos que tenía amarrados en el armario. Había sangre por doquier, pero Klaus sólo se dignó a mirar a ninguna parte y vociferar en tono autoritario un “Heil Hitler”.