

ENTRE NOS
2004
Fernando y Enrique eran ambos dentistas de profesión, que compartían un consultorio odontológico con 2 colegas más. Fernando y Enrique nunca crearon lazos fuera de lo estrictamente profesional, venían compartiendo el mismo lugar de trabajo hace ya unos 3 años y nunca habían intercambiado una conversación que no fuese más allá de lo justo y necesario. Quizás era porque ambos eran hombres muy distintos en estilos de vida. A pesar que ambos tuvieran en común su profesión y curiosamente la edad, ya que los dos tenían 34 años, no había nada más que pudiera crear entre los dos una relación que saliese de lo titular.
Enrique era un hombre tranquilo, casado hace 7 años. Tenía dos hijos: Dominga y Juan Pablo, de 5 y 2 años respectivamente. Su señora, Camila, era una mujer tierna y amorosa que sólo se dedicaba a las labores del hogar. Vivían en una casa en el sector del Camino del Alba en Las Condes. Todos los domingos religiosamente almorzaban o con la familia de él o con la familia de ella y pasaban largas horas de la tarde en el sobremesa mientras los niños jugaban en el patio. Rara vez salían los fines de semana, de vez en cuando iban los dos solos al cine, a comer a algún restaurante o a tomar un trago a la casa de alguna otra pareja amiga. Estaban ahorrando; en el verano dejarían a los niños con sus abuelos un mes, porque ellos querían irse por un crucero en el Mar Mediterráneo. Era la luna de miel que no habían podido tener en su momento y ahora por fin la realizarían juntos. Después de 5 años se separarían por primera vez de sus hijos por tanto tiempo, pero Camila se merecía unas vacaciones y dejar por un tiempo las labores de madre y disfrutar con su marido fuera de la rutina. Enrique y Camila eran una pareja feliz, habían pololeado durante 4 años antes de casarse y hasta el momento había sido una relación de mucho cariño.
Fernando era un tipo soltero, siempre alegre que con una sonrisa intachable hacía suspirar a todas las pacientes solteras - y a las no tan solteras - que llegaban a la consulta porque era un tipo guapo, con carisma y una personalidad muy extrovertida, nadie entendía por qué seguía soltero, bueno, había algunas sospechas que se rumoreaban por los pasillos. Trabajaba solo para sí mismo, nadie ni nada dependían de él, por lo que siempre se pudo dar grandes lujos: vivía en un departamento en El Golf decorado con sillones de cuero y con la última tecnología en audio y video. Era un tipo bastante sociable, no había fin de semana que se quedara en su casa y si lo hacía, era porque llegaba gente a comer o a tomar un trago. Era de aquellas personas que todo el mundo invitaba a fiestas, cumpleaños o inauguraciones, salía en las páginas sociales de revistas y siempre estaba en los lugares más TOP de la bohemia santiaguina. Cada verano viajaba a alguna parte del mundo, por lo general sólo, pero de vez en cuando con algún amigo. Siempre que en la consulta le preguntaban cuando traería una polola, respondía astuto “Lo paso demasiado bien sólo, como para tener una polola”. Esteban era gay, pero él no se lo había contado a ninguno de sus colegas.
Definitivamente, Fernando y Enrique eran dos hombres muy distintos que a simple vista nada los podría conectar más que la ortodoncia, pero eso cambiaría porque el incierto y al mismo tiempo travieso destino les tenía a ambos una sorpresa reservada.
Fernando no solía atender los días sábados, menos si era el día después del primero de enero, pero esa mañana en particular tuvo que atender a una paciente de urgencia. A eso de las 11:15 de la mañana, Enrique estaba llegando a la consulta porque se había olvidado de unos papeles que necesitaba para el viaje que estaba planeando con su señora. Sin que lo hubieran querido, Enrique y Fernando se encontraron juntos en la oficina, nada especial, no era la primera vez. Enrique en un gesto casi apático saludó a Fernando y por primer vez éste hizo un pequeño esfuerzo para conocer a su colega, sin embargo Enrique no mostró el más mínimo interés, los comentarios de pasillo que se venían desarrollando hace ya algunos meses habían llegado a sus oídos y no tenía la intención de relacionarse en ningún nivel con gente de ese tipo. Enrique siempre fue una persona muy conservadora, jamás había interactuado con homosexuales, para él era un tema casi innombrable y tampoco tenía ninguna intención de interiorizarse con un tópico que para él no tenía ninguna vuelta: era gente distinta, algo degenerada y él no pretendía eso dentro de sus círculos. Si Fernando era otro dentista con el cual compartía una oficina, ya era demasiado y suficiente. La verdad, Fernando, siempre asumió por sospechas y porque un gay sabe cuándo alguien lo rechaza justamente por el hecho de ser gay, que la poca cercanía que tenía con su compañero era justamente por su orientación sexual. Fernando tampoco le daba importancia, así que nunca le afectó que Enrique actuara así con él.
Esa noche Fernando se reunió con un grupo de amigos en su casa, tomaron whisky y ron a destajo. La mesurada embriaguez los llevó a cranear algo distinto que hacer esa noche. Estaban invitados a un cumpleaños, a la inauguración de un nuevo restaurante, podían ir a cualquiera de las discotecas alternativas, gayfriendly o de ambiente, pero eso ya era común, eran tipos con un carrete nocturno largo e intenso y todo era siempre algo más de lo mismo. Esa noche querían hacer algo diferente. Nació la idea de ir a un sucucho llamado “Rainbow”, una discoteca gay que quedaba en el centro de Santiago, donde iban las loquitas chicas, casi prostitutos, a buscar a señores mayores a quienes les pudieran sacar algo de plata o al menos que los invitasen un copete gratis. Fernando había ido antes allá, pero en un sentido de pura humorada, jamás había tenido la necesidad de recurrir a una instancia como “Rainbow” para conseguir sexo. Pero como la vez anterior, sería gracioso ir con un grupo de amigos, todos algo pasados de copas, a reírse de los personajes que circulan en un lugar como la “Rainbow”. Llegaron a eso de las 3 de la mañana, la entrada costaba solamente $1500 pesos, pero como el (¿o la?) cajero notó que venían del barrio alto, todos bien vestidos y caras bonitas, los dejó entrar gratis. La música era totalmente ochentera, desde Madonna hasta Los Enanitos Verdes. Era un lugar oscuro, con poca luz, turbio, hediondo y sucio, pero la gente parecía disfrutarlo. Habían muchos hombres mayores, regordetes y sudorosos. Así mismo estaba también repleto de niñitos, sin extrañar que muchos de ellos fueran menores de edad, todos vestidos con poleras muy ceñidas y colores muy chillones, pelos teñidos con mechas rubias oxigenadas, incluso algunos con los ojos delineados. La verdad el grupo de gente era muy segmentado en dos grandes bandos, pero de eso se trataba “Rainbow” y Fernando con sus amigos estaban preparados para ver un espectáculo así. Muchos de estos niñitos se acercaban sin pudor al grupo de Fernando con ofertas casi de chiste. Julio, uno de los amigos de Fernando, se ofreció ir al bar a comprar cervezas, no se atrevería a pedir ninguna bebida que no viniera en su propio envase, porque por $1500 pesos, no podías esperar siquiera un Ron Bacardí o un Vodka Stolichnaya. Cuando regresó llegó casi impresionado. Había descubierto a un tipo que a sus ojos se veía bastante bien, alto, ojos extranjeros y guapo, que estaba sólo tomando una cerveza. Julio supuso que no debía ser de acá y le habían informado mal de a qué lugar ir en Santiago. Los amigos fueron todos a inspeccionar a este personaje y efectivamente era un tipo bastante buenmozo, pelo castaño, ojos grandes de color marrón intenso e interesante aspecto. Era una cara muy familiar para Fernando y después de unos segundos de analizarlo con mayor detención, Fernando descubrió que ese tipo no era extranjero como Julio asumía. Era ni más ni menos que su colega y compañero de consulta Enrique. Fernando necesitó que lo piñizcaran para advertir que su homofóbico compañero estaba observando de lo más sonriente a un grupo de jovencitos que bailaban a lo más Britney Spears al son de la música en la pista de baile y sin pensarlo dos veces se acercó para encararlo.
- Enrique, que rico verte, ¿cómo está la señora? - lo saludó sarcásticamente mientras Enrique se atragantaba con un trago de cerveza.
- Ehhh... ehhh... ¿Fernando? - respondió asustado, escupiendo la cerveza - ¿Qué haces tú acá? -
- Lo mismo que tú pues... que sorpresa, yo pensé que casado y todo, no frecuentabas estos lugares - le dijo triunfante.
- No es lo que tú crees, estoy acompañado a un amigo - le dijo mucho más asustado y complicado.
- ¿A sí?, ¿A quién? -
- Ehhh... ehhh... ¡a él! - y señaló a un hombre bastante mayor con pinta de maestro chasquilla que estaba al otro extremo del bar.
- ¡Ah! Preséntamelo – ironizó.
- Mira, yo mejor me voy de acá - y sin despedirse Enrique escapó como un fugitivo.
El lunes en la mañana, Fernando llegó, como de costumbre un poco atrasado, pero sonriente a la oficina. Sin embargo una atmósfera distinta se respiraba esa mañana, ya que por lo general Enrique, de manera precisa y eficiente, era el primero en llegar. No apareció en todo el día. No avisó. Sus pacientes estaban enfurecidos. Tampoco apareció el martes, ni el miércoles. Fue recién el jueves que Enrique se dejó ver en la consulta. Su secretaria, sin tratar de levantar la voz, le pidió una urgente explicación de por qué no había llamado, de por qué no había avisado que estaba enfermo, porque todos suponían que esa era la razón de su ausencia, todos menos Fernando. Él sabía que Enrique no se podía la cara de vergüenza de que alguien haya descubierto sus clandestinas andanzas. De que alguien hubiera descubierto que el tan intachable y perfecto Enrique ocultaba una doble vida. De hecho, durante todos los momentos que se toparon, Enrique no fue capaz de mirar a la cara a Fernando, no lo saludaba, lo evitaba, se encerraba en su consulta para no toparse con él.
Enrique en su interior y con el pecho apretadísimo estaba aterrado, lo habían descubierto, no podía dormir porque por primera vez alguien había sido testigo de sus escondidas peripecias y le asustaba la idea que Fernando pudiese comentar algo. Pero Fernando era una persona sensata, jamás se entrometió en la vida de los demás sin que le dieran el permiso indicado para hacerlo, en ningún minuto pensó en presionar a su compañero, en amenazarlo o desenmascararlo. La verdad, y después de un tiempo, a Fernando sólo se intrigaba por la reacción de Enrique. Era cierto, nunca habían llegado a ser amigos, pero para un gay darse cuenta que hay alguien que lleva una doble vida y de la manera que Enrique la estaba llevando, era casi intolerable. A pesar de todo, Fernando sabía que de alguna u otra manera podría ayudar a Enrique a salir de ese hoyo que suponía lo estaba asfixiando.
Una tarde, cuando no había muchos pacientes en la consulta y ambos, Enrique y Fernando estaban desocupados, Fernando entró sin tocar la puerta al despacho de Enrique. Sin tratar de parecer entrometido ni suspicaz, Fernando invitó a su compañero un café después del trabajo, a lo cual Enrique se negó rotundamente en un gesto de total descortesía. Fernando volvió a insistir y le sugirió que para él sería mejor conversar sobre lo que había pasado hace algunos días atrás. Le insinuó que sabía que ambos nunca habían logrado tener una relación que pasara más allá de lo estrictamente profesional, pero sabía que en esa situación particular, Fernando era el único que lo podía ayudar o al menos escuchar si Enrique necesitara desahogarse. Finalmente aceptó, pero que no esperara a que la conversación fuese muy larga.
Llegaron al café de la esquina. Fernando se pidió tranquilamente un Capuchino, mientras que Enrique sólo pidió una Coca-Cola. Nadie quería comenzar la conversación y Fernando resolvió el aprieto iniciando un discurso que apuntaba a que Enrique no tuviera miedo, que podía confiar en él, que él no era quién para juzgarlo y que no tenía ninguna intención de acusar con nadie el inesperado encuentro que tuvieron en “Rainbow”. Fernando además le reveló las sospechas que todos tenían en la oficina confesando su homosexualidad, explicándole que la suya era una vida sana, sin ocultarle nada a nadie y por sobre todo, sin engañarse a sí mismo, ni al resto. Sumergido en un profundo silencio que finalmente se tornó en casi un insulto después de esa última frase, de la cual Enrique se sintió bruscamente aludido, se paró de la mesa y dejó hablando sólo a Fernando. Sin esperar a que su confidente saliera del café, le encaró que lo que había dicho había sido por su propio bien y de una manera un tanto imponente le advirtió que no podría seguir cargando con una mentira de tal magnitud, que tarde o temprano se derrumbaría y que debía estar preparado para ello. Enrique se quedó pasmado, su cara se puso pálida y se sentó nuevamente en la mesa. Bebió unos tragos de su Coca-Cola y comenzó a contarle su historia, su verdadera historia, a un compañero de trabajo que hasta ese entonces era sólo un extraño. Sabía sin reconocerlo que todo lo que Fernando le había gritado en su cara era cierto.
Sin rodeos y sin tapujos, Enrique exteriorizó con Fernando lo que nunca antes había salido de su boca y que estaba guardado bajo llave en su mente. Desde ya hace algunos años, incluso desde antes de casarse con Camila, él ya había asistido en muchas oportunidades a aquella discoteca a conseguir un encuentro casual con algún tipo para satisfacer esa necesidad repugnante y asquerosa, pero que lo invadía con una fuerza incontrolable. Hasta los 23 años había tenido una vida heterosexual normal y disfrutaba con plenitud el sexo con mujeres, sin embargo cuando fue a vivir a Frankfurt por un año para especializar sus estudios de Odontología, conoció a un tipo del cual se enamoró y experimentó secretamente lo que era hacer el amor con alguien del mismo sexo. Cuando volvió a Chile entró en una terrible depresión: había dejado en Alemania a aquel tipo del cual se había enamorado profundamente, pero por otro lado y después de lo vivido, él sabía que debía asumir lo que realmente era. Pero no podía, la presión familiar se lo impedía. Trató de buscar ayuda. Acudió a un Psicólogo, quién aunque lo ayudó a descifrar que era sólo una etapa en su vida, no logró borrar aquella parquedad de la cual era prisionero. Fue entonces cuando conoció a Camila, se enganchó profundamente de ella y por un tiempo se olvidó de aquellos sobresaltos que lo atormentaban y volvió a la tranquilidad y a una tranquilidad interior que le permitió entender que todo eso ya se había acabado.
No duró mucho, porque al tiempo aquellas sensaciones promiscuas y horriblemente deliciosas volvieron a su cerebro y su cerbero lo transmitió al resto del cuerpo. Necesitaba conocer a alguien, pero no encontró la forma. Un día supo de la existencia de un lugar en el centro de Santiago, donde las personalidades más conocidas que no querían ser descubiertas iban a buscar niñitos a los cuales por unas cuantas monedas podían conquistar para tener un affaire nocturno y satisfacer así el mismo tipo de estremecimientos que Enrique estaba experimentando. Conoció “Rainbow” y creando las más rebuscadas estrategias lograba engañar a Camila con cuentos de amigotes y compañeros de trabajo para zafarse de ella al menos un sábado al mes. Enrique no se sentía gay ni mucho menos, no se permitía sentir como tal, ya había hecho un compromiso con la sociedad y lo que hacía no le hacía daño a nadie, ni siquiera a él mismo, porque ya se había acostumbrado a vivir con esa culpa. Fernando ya había escuchado historias como esa, pero nunca desde uno de sus protagonistas. Le comentó que uno no elige ser gay o no. Uno es y punto. Todas las actitudes y todas las emociones por las cuales estaba pasando Enrique, evidenciaban que su orientación sexual era exactamente la misma que la de Fernando, pero que por una presión familiar y por culpa de un imbécil psicólogo, se había logrado engañar a sí mismo.
- Enrique, ¿no te das cuenta el daño que te haces?, ¿y el posible daño que le puedes hacer a tu familia?... lo de ir a buscar niñitos a la “Rainbow” no lo vas a poder detener ni tú mismo. Dentro de ti está el verdadero Enrique pidiendo a gritos que lo liberen, pero un día él va a salir y va a hacer un daño irreparable a esas personas que tu repites cada dos segundos que amas tanto, tus hijos y tu señora... aún no es tarde, yo sé que es difícil y más a estas alturas, asumir algo que se ve tan descabellado e impensable, pero ¿sabes? la vida es sólo una y uno debe vivirla como más le haga feliz, sin querer te vas a dar cuenta, que una vez pasando todos los obstáculos, vas a sentirte pleno, porque la plenitud y felicidad se dan cuando te conoces y te aceptas tal cual eres... te lo dice la voz de la experiencia... pero mientras más dejes pasar el tiempo, esos obstáculos de los cuales te hablo, se van hacer cada vez más difíciles de cruzar -
Después de aquella larga conversación, que finalmente duró dos horas y media, Fernando y Enrique se despidieron y por primera vez, lo hicieron de una forma más afectuosa. Enrique estaba más tranquilo, supo que podía contar con su compañero para lo él necesitase. Siguió sus consejos y prometió empezar a buscar la manera de salir de esa tormentosa doble vida que lo estaba estrangulando.
Con el tiempo, ambos dentistas comenzaron a estrechar su amistad. Conversaban más, salían de vez en cuando a tomarse una cerveza, se reían juntos; lo pasaban bien. Enrique de a poco comenzó a soltarse y a ser más él mismo, le contaba a su cómplice cómo andaban las cosas con Camila, él se estaba alejando poco a poco de ella, pero no así de sus hijos. Enrique quería mucho a su señora, pero sabía que debía separarse de ella. Ya no salían juntos, él decía que estaba cansado o que tenía mucho que trabajar, las excusas de por qué salía sin ella comenzaron a aumentar y le demostraba a su esposa menos interés. Y ella lo notaba, discutían más, prefirieron no realizar aquel viaje a Europa, la vida sexual de la pareja también disminuía paulatinamente hasta que finalmente comenzó Camila a desencantarse de su marido, Enrique estaba consiguiendo lo que quería.
Aun así, Enrique continuaba asumiendo una estúpida responsabilidad social y por miedo a un rechazo y al famoso “que dirán”, era incapaz de aceptar que era gay, por mucho que Fernando estuviese ahí para apoyarlo. Los meses continuaron, Enrique aprovechaba cada momento que vivía con Fernando para poder ser él mismo, pero cuando regresaba a su casa, con su familia o amistades era el Enrique correcto y serio. Eso a Fernando le molestaba y por más promesas que Enrique le hacía sobre cambiar y aceptarse, nunca asumió esa condición que aún le aterraba.
Una noche Fernando invitó a Enrique por primera vez a su departamento a tomar un Margarita, comentándole que también invitaría a su grupo de amigos más cercano, pero Enrique rechazó la invitación. No quería codearse con otros gay, sólo se atrevía a estar con su compañero de trabajo y con nadie más cerca. Fernando ya se estaba aburriendo de esa situación, pero se sentía afín a Enrique y sin darse cuenta Fernando comenzó a sentir atraído por él. Esa complicidad que los reunía comenzó a manifestarse en miradas e indirectas dentro y fuera de la oficina que sólo ellos entendían y eso a Fernando le gustaba. Por lo mismo finalmente aceptó la petición y llamó a sus amigos para cancelar la invitación. Enrique llegó puntual a la casa de Fernando, recorrió el departamento mientras Fernando terminaba de preparar los Margaritas en la cocina. Quedó fascinado con la decoración y distribución del departamento de Fernando, con el cuadro de Matilda Pérez que tenía en el living, con su colección de vinilos y con la alfombra de la entrada al departamento. Fernando puso la música de Moby y se sentaron en el sofá de cuero. Se quedaron callados. Era raro. Era la primera vez después de meses que no tenían tema de conversación, que estaban en un lugar que no fuera público y que sentían, ambos, que algo que antes nunca había sucedido iba a pasar. Como Fernando tenía más experiencia, tomó la iniciativa y con sutileza y calidez acarició lentamente la pierna de Enrique, éste comenzó a temblar, tomaba sorbos largos de Margarita y poco a poco se le comenzó a notar una erección por debajo del pantalón. Fernando sonrió, lo miró a la cara, tomo la copa de Enrique, la dejó en la mesa de centro, le dijo en un susurro que cerrara los ojos y lo besó. Enrique se dejó besar. Un beso que a medida que pasaban los segundos se hacía más y más intenso ya que sus manos, sus brazos, sus pechos, sus piernas y todo el cuerpo comenzaron a enredarse uno con el otro hasta que la ropa comenzó a molestarles y sin ninguna palabra, solo con gestos, Enrique, tomando la iniciativa por primera vez, comenzó a desabotonarle la camisa. Sin que pasaran muchos minutos se dirigieron al dormitorio y se desnudaron con la luz encendida. Ambos tenían cuerpos perfectos, al menos así se veían uno al otro. Hicieron el amor durante horas hasta quedar agotados y ahí ambos sudados y sin meterse dentro de las sábanas se quedaron dormidos. Arrebatadamente y casi urgido, gracias a ese reloj natural que todos tenemos, Enrique se despertó. Eran las 3 de la mañana y saltó de la cama. Mientras él se vestía, Fernando le pedía desde la cama que se calmara, pero Enrique no reaccionaba y se fue corriendo a la puerta, se despidió rápidamente de Fernando con un frío beso en la boca y se fue a dormir junto a Camila.
A la mañana siguiente, Fernando fue al Supermercado y el timbre de su celular le indicó que había recibido un mensaje de texto. Era de Enrique, “Lo de anoche fue un error, pero me gustó”. Fernando no entendió mucho el mensaje, si le había gustado tanto, ¿Por qué había sido un error entonces?, y mientras tomaba las bolsas del Supermercado para volver a casa, entendió que lo que Enrique sentía no era otra cosa más que culpa. Pero era tarde. Fernando era una persona sensata, no le gustaba complicarse la vida, y menos por un hombre, pero lo que sentía por su colega era mucho más fuerte y después de un día entero de pensar sobre esta extraña relación, que sin duda le traería muchos problemas, optó finalmente por seguir adelante y permitirse enamorar de un hombre que llevara una doble vida. Algo que a él siempre le pareció lo más insano que un ser humano pudiese hacer, sin embargo la vida es una trampa y esa traviesa moneda se dio vuelta. Fernando lo asumió y se resignó, él quería a Enrique, lo quería ayudar y lograr algo importante con él. Lo que Fernando nunca pensó fue en las consecuencias.
El lunes a primera hora, Fernando fue a la oficina de su colega para confesarle que a él también le había gustado mucho estar con Enrique la otra noche, pero que para él no había sido un error, al contrario. Enrique cerró la puerta con llave y besó a Fernando, lo abrazó y le agradeció porque le había hecho sentir lo que Camila nunca había logrado, una sensación que sólo había vivido en Frankfurt. Una vez ya había perdido todo eso y no quería volver a perderlo. Le pidió tiempo y que no le exigiera una actitud de entrega completa, que él aún debía resolver otro problema antes de poder responderle a Fernando como él quería. Y Fernando lo entendió.
En un comienzo la alocada relación que ambos asumieron tener, fue incluso bonita. Ese juego incógnito y disimulado que los dos tenían era entretenido y apasionante. El poco tiempo que pasaban juntos a solas era lúcido, intenso e indomable. Vivían el minuto, gozaban uno del otro, de su compañía, de sus encuentros y del sexo. Y era sólo para ellos. Para los dos dentistas era una dependencia oculta y discreta que sólo guardaban para sí mismos. Y al principio ambos estaban cómodos con que fuese así, más Enrique, ya que para él no podía ser de otra manera.
Después de un par de meses, Fernando comenzó discretamente a exigirle a Enrique más tiempo y dedicación, pero éste no sabía cómo entregársela, no podía, y la verdad, tampoco quería. Las cosas para él hasta el minuto habían funcionado a la perfección: tenía un hombre que lo quería y con el cual tenía los deleites hormonales más increíbles que haya vivido antes, y por otro lado tenía la satisfacción de tener una familia, de mostrarle al resto que él seguía siendo un hombre normal y podía cumplirle así a la sociedad, a su sociedad. Pero era tarde, Fernando ya se había enamorado y seguía entendiendo la posición de Enrique, quien siempre le respondía con un sutil “Necesito un poco más de tiempo para resolver mi situación con Camila”. Sin embargo, Fernando, a pesar de su entrega y paciencia, le costaba aceptar el hecho de ser el “otro” y le remordía el estómago y la conciencia saber que después de hacer el amor con Enrique, éste partía a su casa a dormir con su esposa. Pero su obsesión por Enrique era más potente, estaba cegado y aceptaría cualquier condición que Enrique le pusiera. Un día se atrevió y le confesó a Enrique que él se estaba enamorando, esperando ilusamente que la respuesta fuera de reciprocidad, pero Enrique se quedó en silencio y cambió el tema.
El tiempo pasó y la situación entre ambos no cambiaba. Enrique seguía pasándolo de maravilla con Fernando, aunque no dejaba que nadie los viera juntos, se juntaban a ciertas horas muy puntuales y vivía escondiéndose, preocupado y sin tratar de dejar ninguna sospecha latente que pudiera descubrirlo ante su familia. Siempre fue muy cauteloso y discreto. Fernando, por su parte, sufría en silencio una relación que le hacía daño, pero que al mismo tiempo disfrutaba. La relación que Enrique tenía con su señora se estancó, no era buena, como solía ser antes que Enrique comenzara su romance con Fernando, pero tampoco había llegado al extremo como para que Camila pidiera una separación. Ella era una mujer creyente y no daría el brazo a torcer tan fácilmente, discutían mucho y sin embargo ninguno de los dos nunca tomó una decisión marital que tuviera relación con el divorcio. Casi lo único que los mantenía juntos eran sus hijos y la imagen sólida de pareja feliz que tenían frente a sus familias y amistades.
Una vez que Enrique dejó plantado a Fernando un sábado por la noche, Fernando se enfureció. No era primera vez, ya que muchas veces Enrique había cancelado planes con Fernando por las exigencias de su otra vida. Pero esta vez fue distinto, porque Enrique le había prometido que por primera vez se quedaría a dormir con él y podrían despertar juntos. Tanto fue su enfado, que Fernando tomó la decisión de cortar esa tan nociva relación de una vez por todas, y cuando se lo comunicó a Enrique, éste le prometió que todo cambiaría:
- Pero Fernando, tienes que entender que yo tengo una señora a la cual le debo responder también como marido... dame un poco más de tiempo, ya estoy convenciéndola que nos debemos separar - le mintió de una manera tierna y cortés.
- ¡Es que ya estoy harto! - le respondió - No me puedes negar que yo he tenido una paciencia enorme contigo y me emputece ver y sentir que lo que tenemos no evoluciona. Me siento mal cuando pienso que estas engañando a tu señora y a tus hijos de esta manera - le dijo Fernando con el tono cansado.
- Mira, te prometo que en unos meses más... –
- ¡Basta de promesas! - lo interrumpió - ¡Son pura mierda! - le gritó enrabiado.
Después de discutir por minutos, Enrique aceptó irrefutablemente la decisión de Fernando y accedió a terminar una relación que siempre se basó en secretos y encuentros encubiertos. Sólo había sido eso. Fue difícil, mal que mal ambos trabajaban juntos y se veían todos los días. Se saludaban, pero ya no con aquella pícara mirada con la cual lo hacían antes, no se juntaban a almorzar y menos se encerraban en alguna de sus oficinas para tener un encuentro a puertas cerradas. Y poco a poco Fernando comenzó a acostumbrarse a la nueva situación, le costó, pero dejó de pensar con el corazón y razonaba que todo había sido para mejor, Enrique no iba a cambiar, y menos por él.
Un inesperado día domingo que Fernando disfrutaba tranquilo en su departamento sonó el timbre. Era Enrique. Regresaba con cara de perro mojado. Le insistió a Fernando lo mucho que lo necesitaba, lo mucho que lo extrañaba y que por favor le diera una segunda oportunidad. Ante tal gesto a Fernando no le quedó otra que resignarse y a aceptar las disculpas de Enrique. Fernando lo obligó a prometer que ahora efectivamente debía comenzar a exigirle a Camila la separación, y si él no veía que las cosas cambiaran, terminaría definitivamente con él. Enrique accedió, lo beso, le bajó el cierre del pantalón a Fernando e hicieron el amor toda la tarde hasta que Enrique tuvo que volver a su casa porque su señora y sus hijos lo estaban esperando para ir al Cine a ver la última película de Disney. Fernando se dio cuenta que las cosas no iban a cambiar y así fue, porque durante las siguientes semanas, Enrique seguía manteniendo una vida lo más normal y familiar posible con su mujer y sus hijos, dejando siempre a Fernando en segundo plano. Y toda la historia se volvió a repetir. Fernando trataba de terminar, pero no podía, Enrique siempre volvía como un ramo de flores a prometer lo mismo. A esas alturas la situación que vivía con Enrique se le escapaba de las manos, no podía controlar sus emociones y ya había perdido toda esperanza de poder hacer una vida sin Enrique. Pero no se resignaba, siempre discutía con Enrique de cuándo iba a tomar una decisión. Cuándo iba a optar por Camila y una vida falsa o por Fernando y una vida más honesta. Pero la visión del asunto era muy distinta para Enrique, porque él debía optar por una vida aceptable o por una necesidad incontrolable. No podía, quería tenerlo todo.
La relación se transformaba en una obsesión inmanejable. Se necesitaban, pero de una manera distinta, ya que Fernando estaba enamorado. En cambio, Enrique estaba encantado con una sexualidad masculina plácida. Sin embargo se perjudicaban y por más que trataban ambos de llegar a consensos, de terminar, de volver a empezar, de intentar lo que fuese por estar ambos en paz, no lo conseguían. Lo que habían formado entre ambos había sobrepasado los límites y aprendieron a vivir así, Enrique alterado y urgido, pero extasiado al mismo tiempo. Fernando trastornado y resignado, pero dañado y aturdido.
Pasó un año en que ambos dentistas mantenían esta secreta y siniestra relación. Fernando se había envejecido, estaba cansado y ya no era el mismo. Sólo sonreía cuando llegaba Enrique a su departamento para estar unos cuantos minutos con él. Justo después de Navidad, Enrique llegó alegre con aires de festejo a la casa de Fernando. Lo abrazó y abrió una botella de Champaña. Fernando estaba extrañado, pero le gustaba verlo tan contento. Fue ahí, con una sonrisa estridente que Enrique le dio la noticia a Fernando: “Voy a ser papá por tercera vez... ¡Camila está embarazada!”. Enrique se quedó con todas las ganas de escuchar las felicitaciones de parte de Fernando, sin embargo se largó a llorar y lo echó de su casa.
- Eres un concha de tu madre, no puedes ser tan cara de raja... ¡Ándate! - le gritó.
- Pero... - trató de decirle Enrique
- ¡Ándate mierda! – Y lo empujó fuera de su departamento.
Enrique recogió los hombros, dio un brusco portazo y se fue. Fernando se quedó llorando arrodillado en la alfombra de la entrada. Agarró la botella de Champaña que había traído Enrique y la tiró contra la pared. Lloró desconsolado. Comenzó a tomarse todo lo que vio en su bar: whisky, ron, vodka, vino. Se embriagó, eran ya las 12 de la noche, tomó su auto y se fue hasta Camino de Alba, donde vivía Enrique.
Llegó en un par de minutos, se bajó del auto y comenzó a tocar el timbre de la casa de Enrique como loco. Chillaba su nombre, le gritaba insultos. Enrique salió urgido de su casa en bata. Con el rostro preocupado, le pedía a Fernando que se calmara, que se vaya y que no hiciera más escándalos. Pero Fernando seguía gritando, ahora le gruñía a la cara que era un hijo de puta, que no podía tener otro hijo más, que él lo amaba y que debía dejar de mentir. De repente se dio cuenta que detrás de la puerta estaba Camila. Camila y Fernando no se conocían, solamente la había visto por fotos, las que tenía Enrique enmarcadas en la consulta. Y se calló. Ella era rubia, alta, angelical. Ambos se miraron a los ojos. Camila preguntó asustada quien era este tipo y porque estaba diciendo todas esas cosas, y Enrique contestó “Un compañero de trabajo”, Fernando le volvió la mirada a su amante y lo odió.
- ¿Compañero de trabajo?... ¿ósea que ahora soy sólo un compañerito de trabajo?-
Una mirada interrumpió a Fernando. Enrique le decía por los ojos que por favor se quedara callado, pero Fernando no se calló, y con un horrible aliento a licor continuó, ahora se dirigía a Camila
- Tú, pobre ingenua, este pedazo de caca con el cual te casaste, te ha estado engañando 6 años. Es un maricón, un fleto, y se ha estado acostando conmigo en el último año -
Enrique se delató llevándose las manos al rostro. Camila no entendía nada y comenzó a preguntarle con un tono inocente si era cierto lo que había escuchado. Obviamente Enrique lo negó todo, pero su voz apretada era incrédula, Fernando insistía cargantemente de lo que él había dicho era verdad y poco a poco comenzó a contarle, casi a gritos, toda la historia a Camila. De cómo se conocieron, de “Rainbow”, de las cosas que él hacía para verse con Fernando y de cómo le mentía a ella. Enrique lo hacía callar de todas las formas posibles, pero no fue hasta que Fernando confesó con una voz dirigida a acusar lo peor que una esposa puede escuchar sobre su marido: De lo mucho que disfrutaba Enrique cundo era penetrado. En ese minuto Enrique golpeó lo más fuerte que pudo a Fernando en la mandíbula y lo dejó botado en la puerta de la casa. Le exigió a Camila que llamara a carabineros, pero ella no reaccionaba, estaba impactada, con la boca abierta, inmóvil. Enrique la abrazó y le rogó que no le creyese a ese borracho de mierda, pero ella rechazó el abrazo y se fue a encerrar a su dormitorio, Enrique corrió detrás de ella. Fernando se logró parar y entró a la casa.
- Eso te pasa por huevón – le dijo distorsionado.
- Tú no tenías ningún derecho de venir a meterte a mi casa, hijo de puta - El odio le carcomía el rostro a Enrique - Y menos a venir a decirle todas esas mentiras a mi señora -
- ¿Mentiras? - le respondió Fernando con un tono burlón.
- Si maricón de la puta, porque todo lo que hice contigo fue de puro caliente que soy. Si te culiaba, te culiaba con asco – le escupió.
Fernando se lanzó sobre él y comenzó a pegarle combos en el estómago, Enrique se defendió y comenzaron a luchar, como animales, con ira y despecho. Ambos estaban fuera de sus casillas, enrabiados, uno porque había sido acusado, y el otro porque se sentía un imbécil. Enrique empujó a Fernando contra la mesa de vidrio que estaba en la entrada de la casa y éste calló sobre ella rompiéndola y haciéndose heridas en la espalda. Fernando miró a los ojos a Enrique y sin pensarlo tomó un pedazo de vidrio quebrado y se arrojó sobre él nuevamente, derribándose ambos al suelo. Pero Enrique se quedó inerte. Fernando se paró y vio que Enrique tenía una mancha de sangre en el pecho y un pedazo de vidrio contra él. Había muerto instantáneamente. Fernando lo observó y se quedó pasmado. Sin pensar en nada, salió corriendo de la casa, se subió a su auto y manejó sin rumbo a 140 kilómetros por hora. Su cabeza estaba en blanco, le sudaban las manos, su rostro pálido y sin expresión. Todavía estaba ebrio y mareado. No comprendía nada. Fernando sólo conducía como un loco. Llegó a su departamento, seguía choqueado, lagrimas corrían por su cara, eran de rabia, de culpa, de miedo y de pena. Puso a Moby, abrió la ventana del living, extendió los brazos y se dejó llevar por el viento. En sólo un segundo se le cruzo por la cabeza el año más turbio de su vida, el año en que conoció el amor y el odio al mismo tiempo, el año que terminó con un insólito lote de tierra en su cuerpo. El conserje se demoró en llamar a la ambulancia.