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EN PANTALLA

2016

Nickname: Marrón34. Cabello: Moreno. Ojos: Pardos. Estatura: 1,76mts. Peso: 72Kg. Tipo de Cuerpo: Atlético. Edad: 34. Barrio: Centro. Estado: Soltero. Rol: Versátil. Búsqueda: Sin compromiso, sexo casual.  Preferencias: Con condón, sexo con uno, orgías, sexo fuerte. Lugar: Mi casa, tu casa, hotel, vía pública. Disponibilidad: Inmediata.

BUSCOLTR

No sabía lo que significaba la sigla LTR. Pensé en un principio que eran sus iniciales, pero tampoco quise preguntarle de inmediato para no quedar como ignorante o curioso. Comencé con la pregunta básica de “¿En qué andas?”  Y su respuesta fue igual de básica: “Estoy mirando”. Después de unos 10 minutos fui directo al grano y le pregunté sin tapujos si quería juntarse para ver si había onda. No era tan tarde y no hacía frío. Le comenté de un bar que estaba a dos cuadras de mi casa, así, si había química, podría traerlo a casa sin diligencias. Nos reconoceríamos con facilidad, porque lo más probable es que seríamos los únicos dos tipos solos paseando por ese sector de la ciudad. Llegó antes que yo. Al parecer vivía mucho más cerca de lo que me explicó. Estaba vestido con un pantalón suelto y una camisa blanca muy sencilla. Era mucho más atractivo que en las fotos, sin embargo claramente había inventado una estatura en su descripción, no medía 1,80mts porque era casi de mi altura. Nos saludamos con un apretón de manos y entramos al bar. Pedí dos cervezas y comenzamos a hablar sin mucha sintonía. Su primera excusa fue la más habitual y mentirosa de todas: para él no era común hacer este tipo de cosas. Le seguí la corriente y le respondí lo mismo. Su nombre ya no lo recuerdo, pero no comenzaba ni con la letra “L”, ni la “T”, ni la “R”. Tampoco le pregunté en persona lo que significaban esas 3 letras en su pseudónimo. Después de media botella de cerveza, me preguntó si quería hacer algo. Lo invité a mi casa y le pregunté si tenía condones porque a mí se me habían acabado y no había ninguna farmacia abierta a esas horas. Me dijo que tampoco tenía. Nos miramos dudosamente. Queríamos hacer algo, pero sin el plástico era más complicado. Imbécil yo de no haberme preparado antes, pero esa noche no tenía planeado tener sexo desconocido. Había llegado a casa más temprano, porque la cena a la que fui en la casa de un amigo había sido mucho más aburrida de lo que pensé podría ser. Supuestamente me iban a presentar a un chico que nunca llegó y después de unas horas mientras mascaba un desabrido pedazo de lomo, ya me dejó de importar. Hacía tiempo que no me pegaba un polvo y apenas llegué a casa prendí el celular urgido buscando a alguien que estuviera igual de ganoso que yo. Reconozco que me daba mucha pereza el trámite de la cerveza previa en un lugar neutro, pero mis últimas experiencias en ésa aplicación habían sido torpes de fotos irreales. Sin embargo, sin condón, me costaba más concretar un encuentro prematuro. Me volvió a mirar con recelo y me dijo sin desvíos que mejor lo dejáramos para otro día. Accedí descomplicado. Nos despedimos y fui para casa pensando en que lo primero que haría al día siguiente sería ir a la farmacia a comprar una caja de 24 condones y un botellón de lubricante al agua. Claramente el perfil de BUSCOLTR nunca más volvió a aparecer en la aplicación.

2HOTDADDYS

No me gustan tan mayorcitos. No me gustan mucho los tríos. Pero la foto de perfil era sugerente y fueron ellos los que comenzaron la conversación. Estaba caliente y vivían cerca. Así que no dudé en aceptar su propuesta. Tomé un par de condones y partí a su departamento. Eran dos fornidos hombres de pelo en pecho y cabellos grises. Uno con barba y bigotes y el otro con notorias entradas en la frente. Me ofrecieron una copa de vino. Pero justo después del primer sorbo, comenzaron a besarse sin pudor ante mis ojos. Volví a ingerir un segundo sorbo, tan rápido y abrupto que derramé sin querer una cuantas gotas sobre mi polera gris. Obviamente esa mancha no saldría, pero no correspondía darle importancia. Debía unirme a ellos con prisa. No me demoré en conseguir una erección. Sin dejar de besarse bruscamente entre ellos, abrieron sus brazos para unirme al encuentro y hurgar entrepiernas sin disimulos. La mano de uno sobre mi nuca y la mano del otro desvistiendo el cierre de mi pantalón sin complicaciones, pero no dejaban de besarse entre ellos. Parecía una ley no poder explorar sus labios. Por más que intenté besar torpemente sus mejillas peludas, sus cuellos desnudos y sus orejas afiladas, no dejaron que me acercara a sus bocas. Entendí que querían de la mía otra cosa, por lo que no tuve más remedio que agacharme para deleitarme con dos vergas extremas y erectas. Sólo para mí. Era lo eróticamente correcto de hacer. Y recién ahí, cuando intenté engullirme ambos al mismo tiempo sin éxito, fue cuando dejaron de besuquearse por primera vez, para dejarse llevar por mi goce labial glorificando morbosos gemidos de placer al unísono. Tomaron la iniciativa desnuda para despojarnos de nuestras molestas ropas. Con agilidad se desprendieron de sus camisas, zapatos, calcetines, poleras y calzoncillos. Eran unos expertos. Y con autonomía, y sin que yo dejara de degustar sus miembros versátiles, se desprendieron de las mías sin que yo tuviese que moverme de mi posición arrodillada. Ellos dirigían el baile. Se conocían y sabían cómo hacerlo para guiarme en su rito de fuegos carnales vivientes. Después de unos minutos me levantaron para invitarme a lamer sus pechos y pezones. No era fácil. Estaba acostumbrado a posarme sobre dos, no sobre cuatro protuberancias sedientas de saliva y astucia. Tampoco hubo besos dirigidos a mí en ese momento. Eran sólo ellos los que se permitían acariciar sus propios labios, hasta que el de bigotes y barba, dejó de participar por unos segundos, dejándome a mí la posibilidad de explorar al otro, pero me ordenó volver a mi posición inicial sobre la alfombra y disfrutar de la verga húmeda de su novio. Él se adjudicaba velozmente el primer condón. Y sin más trámite, me tomó por la cintura y relamió mis nalgas con deseo enérgico y soberbio. Incluso las mordisqueó sin importarle causar dolor alguno. Dolor que ni sentí, porque las ganas que tenía de ser follado eran precipitadas y necesarias. No me dejaron siquiera inhalar un sorbo de aire, porque ambos me instruían con señas que no debía sacar mi boca de la verga del otro. Mis dos más evidentes agujeros anatómicos estuvieron ocupados una buena cantidad de minutos. No fue necesaria la lubricación, porque me ardía el cuerpo de placer. Cuando tuvieron la oportunidad, intercambiaron de lugar para continuar su rutina propia. Yo me dejaba guiar por ellos. Hacía ya una buena cantidad de minutos que me dejé embobar por sus formatos y no me importaba ser un juguete. Me engatusé por su recreo turbio y excitante. No me molestaba ser uno más, porque en esos momentos de placidez sexual, el rol que me otorgaron parecía ser el indicado para mí. Y así estuvimos por casi una hora, siempre en el mismo lugar, siempre bajo la misma danza corporal y la posición que ellos mismos sugirieron desarrollar, hasta que reventamos de goce cuando ya el sudor se había agotado. Nuestros cuerpos posados se acostaron sobre una alfombra colmada de pegajosa eyaculación. Yo en el centro me dejaba acariciar por cuatros manos insidiosas. Me hubiese quedado ahí, dormido, usado y deslustrado, sin embargo me indicaron que debía irme porque el encuentro que ellos buscaban ya se había terminado y debían ir a dormir. Sin besos, sin abrazos y sin quedar para un nuevo encuentro, salí de ese departamento. Mientras bajaba por el ascensor analizaba lo sórdido y bizarro que había sido mi colisión con estos dos “daddys”, pero que de cuero y arranque parecían de veintitantos. No le quise dar mayor importancia. Ya era un veterano experimentado en camas ajenas para sentirme vacío. Una noche de buen sexo sin comisiones había dejado de ser sinónimo de vanidad y expectativas hace mucho tiempo.

ENMICASAHORA

El nombre lo decía todo. Si bien afuera estaba gélido, mi cuerpo deseaba con urgencia ser tocado para que el frío se esfumara sin mucho esfuerzo. Me puse un buen chaquetón y caminé unas 5 cuadras en aquella oscura noche de invierno. Cuando iba a tocar el timbre, asimilé que la puerta estaba entreabierta. La abrí con sigilo y vi una luz al fondo del pasillo. Asumí que era su habitación y lo llamé con silencio. Me avisó que caminara hasta su habitación, pero que dejara mi ropa sobre la silla que estaba junto a la puerta de entrada. Me desnudé con rapidez y el frio despareció de inmediato. Caminé con cuidado y nervios en el estómago. Este juego fortuito me estaba gustando. El tipo mostraba fotos en su perfil soeces e insidiosas. Me calenté en unos pocos segundos, hasta que abrí la puerta desde donde venía la única luz. La imagen era patéticamente deplorable. Él posaba sobre su cama con su cuerpo lánguido y desarmado. Vellos pésimamente ubicados y manchas indescifrables en cada rincón de su piel. Lo más frustrante fue confirmar que su erección era pequeña y asquerosamente deformada. Lo miré con desgano y mi gesto de desilusión fue tácito. Incluso me molesté. Con desaire le dije sin ataduras que no falseara su perfil, y mucho menos sus fotos. Me miró descolocado mientras yo giraba para ir a buscar mis prendas, vestirme con rapidez y escapar de aquella experiencia nefasta. Desde ahora debía ser más exigente y darme el tiempo para solicitar fotos de cara y cuerpo antes de acceder a una reunión aleatoria.

MARRÓN34

Después de la ridícula noche anterior sin éxito, decidí ir a descargar energías físicas de una forma más sana y deportiva. Me puse mis zapatillas de correr y el pantalón de lycra que hacía tiempo no usaba para ir a trotar por el parque. El invierno a aquella hora del día era más soportable, así que no tuve problemas para conseguir la temperatura corporal correcta. Mientras corría escuchando mi playlist de música chillona para que me guiara despierto en el trote, me tropecé con un chico tremendamente atractivo que sin duda, venía corriendo hacía varios kilómetros. No dudé en voltear la mirada y seguirlo discretamente en su ruta entre pinos y árboles sin hojas. Usaba unos guantes negros, pero su rostro descubierto y rojizo por el cansancio era sublime. Incluso con tan cansado aspecto, su conjunto de piel, cabellos rubios, ojos morenos y nariz respingada eran incondicionalmente perfectos. Lo perdí de vista cuando mis pies me obligaron a parar unos minutos. Sólo llevaba 20 minutos en movimiento constante, pero mi cuerpo desacostumbrado no cedió a más. Decidí regresar a casa aunque eso implicara dejar de admirar aquel espectáculo que corría velozmente delante de mí y a quién no le pude seguir el ritmo. Esa tarde no tenía planes, por lo que me conecté a mis aplicaciones solamente para darle mérito a mi suerte y encontrar por esa vía menos cansadora a aquel intrépido deportista. Pasaron 3 horas y nada. Decidí, entonces, seguirle la conversación a un tal JOTA34.

JOTA34

Llegaría a mi casa después de las 7 de la tarde porque tenía trámites que finalizar. La conversación previa había sido sencilla, pero divertida. Seguía mi ritmo con humor y sin inhibiciones. Si bien no era ni remotamente parecido a aquel misterioso corredor, la belleza en sus fotos era interesante. Más alto que yo, con más músculos que yo, más moreno que yo y más simpático que yo. Teníamos la misma edad y casi las mismas descripciones de perfil. Llegó a casa y le ofrecí una cerveza para romper cualquier hielo, sin embargo no fue necesario porque él era agradablemente entretenido. Se llamaba Javier. Era enfermero en la UCI, por lo que tenía temple y decisión para resolver problemas. Eso me atrajo. Si bien es cierto, la intención del encuentro era exclusivamente para descargar hormonas pertinentes, el juego de palabras y risas hacía mucho más sexy el encuentro. Había química, había empatía y había atracción. El sexo prometía ser igual de interesante que la conversación. Tomé la iniciativa por el simple hecho de ser dueño de casa. Estaba en mi terreno y quería ser yo el guía de lo que iba a pasar. Javier se dejó llevar por mi astucia. Cuando le acaricié la pierna sobre el sofá, se expuso coqueto de mirada directa y sonriente. Quería un beso. Se lo di. Luego otro sobre el cuello. Se lo regalé. Quería otro en la oreja. Yo no me negué. Me acarició el hombro, luego el antebrazo para pasar audazmente a mi pecho erecto. Bajó su mano hasta el inferior de mi camisa para desabotonarla desde abajo. Yo me apresuré en hacer lo mismo, y mientras los besos iban y venían alrededor de nuestros rostros sabrosos, no pude dejar de notar su abultado pantalón que urgía ser liberado. Me indicó son sus manos que quería caricias justamente en ese lugar de su cuidado cuerpo. Se dejó reposar sobre el respaldo del sofá para gozar sin pudores cómo ágilmente le desabotonaba el cinturón con mi mirada expectante para deleitarme con lo que esos calzoncillos Calvin Klein escondían. Él sólo exhalaba agitadas bocanadas de oxígeno ansioso y deseoso de que mi boca hiciera lo suyo. Su verga erecta y circuncida, sus vellos oscuros bien recortados y sus bolas engrandecidas de exaltación me pedían con urgencia un aliento de saliva. Pero antes siquiera de poder engullir mi merienda dominical, un imprudente espasmo de desprendida eyaculación dejó cualquier siguiente intervención anulada. Me miró con rostro alterado y espinoso. No le quedó otra que disculparse colorado de vergüenza, a pesar que no fuese la primera vez que su genital explotara precozmente. Ambicionó compensarme con besos libidinosos e intentos desmedidos y sin gracia de erotismo, porque era evidente que la lucha de adrenalinas ya se había calmado. Yo no tenía ninguna intención de atrasar el proceso. Me hice una paja rápida mientras Javier intentaba torpemente de ayudarme con exclamaciones de placer sin sentido y toqueteos descuidados sobre mi pecho y piernas. Eyaculé porque ya no quería tenerlo cerca. Exploté sin éxtasis. Lo único que me ayudó fue recordar cómo se movía la lycra ajustada del corredor que me había aturdido horas antes en el parque mientras trotaba con rumbo desconocido.

AUSSIE194

Estas aplicaciones a veces son monótonas y aburridas. Los mismos perfiles, las mismas fotos y las mismas estúpidas propuestas de citas romanticonas y búsquedas desesperadas de marido.  En esta jungla desinhibida, porque es más fácil decir lo que uno quiere a través de una pantalla que frente a frente, cuando aparece una nueva presa todos se revolucionan tratando de llamar su atención. Esta vez, el elegido fui yo. Era australiano y estaba en la ciudad por unos pocos días para hacer negocios. Tampoco me interesó mucho profundizar en su estancia. Sólo podría el miércoles en la noche. Y en su hotel. Llegué puntual a la recepción. Debía preguntar por él para que bajara a recogerme y acompañarme al sexto piso. Cuando vi salir del ascensor a un tipo extremadamente alto, grandulón, de gestos masculinos y seductores, jamás imaginé que sería él. Mucho más gallardo y mucho más serio que en las fotos que durante los últimos dos días veníamos intercambiando. Me hizo un gesto con la mirada y me acerqué tímido. Mis nervios se dividían entre las perspicaces ojeadas que nos golpeaban los recepcionistas del hotel y la divinidad absoluta de Sean. Era un tanque de manos gruesas, de pies interminables y de silueta angular y cuadrada. Su manzana de adán era predominante y sus labios carnosos me drogaban los sentidos. Me dio un fuerte apretón de manos y me invitó a subir. En el ascensor no nos dirigimos una sola palabra. Era claro que él contaba con poco tiempo, aunque yo hubiese pasado la noche completa con tal ejemplar. Asumí que el sexo sería apresurado, por su actuar tan serio e indiferente. Entendí que para él era un trámite para aprovechar de manosear a un autóctono de ciudad desconocida. Acepté que si me había elegido entre tanto hombre deseoso, era porque había sido lo mejorcito que encontró. Jamás me sentí un tipo desagraciado, todo lo contrario. Siempre fui una persona piropeada y con ego enaltecido frente a las miradas feroces de otros hombres. Pero reconozco, mientras lo miraba de reojo a través de los espejos de aquel ascensor, que me sentí ínfimo de belleza y de un sex appeal disparejo frente a aquella portada australiana. Entramos en su habitación. El escritorio estaba empapelado de documentos y carpetas. El baño tenía toallas repartidas por doquier. Una bandeja con comida fría decoraba una pequeña mesa frente a la cama y sobre la silla un traje y corbata listos para ser usados. La cama, sin embargo, estaba incólume de sábanas blancas y suaves. Me tomó por la cintura sin decir nada. Sus besos eran cálidos y juguetones, todo lo contrario a lo que él reflejaba. Sus manos se envolvían dócilmente en mi espalda. Entendí que la seducción debía congeniar con su estilo más cándido de lo que advertí. Me preocupé de seguirlo, de ser elegante de besos y caricias. Me tomó las manos con las suyas y enredó sus dedos fuertes con los míos más pequeños. Sus besos no paraban de absorberme y los vellos de mi brazo se erizaron. Cerré los ojos y me dejé llevar por sus brazos amigos, que me cogieron con pulcritud para llevarme sobre la cama y seguir explorando mi cuerpo. Yo quería arrancarle la ropa. Quería morderle la piel. Pero me negué a desentonar con su acto delicado. Lo abracé desde sus hombros auténticos. Le besaba el cuello. Le acariciaba los pies con los míos. Se detuvo. Me observó serio unos segundos. Le dedicó un beso a mi mejilla. Me dijo que era hermoso. Sonrojé con una mueca infantil. Le regaló otro beso a mi lóbulo derecho. Y por primera vez sonrió. Una sonrisa fidedigna y desprevenida. El resto de la noche, que yo creía serían sólo minutos, fue un goce auténtico y sagrado. Era como si Sean y yo nos conociéramos de toda la vida. Alguna vez escuché sobre amores fugases que marcan, sobre encuentros pasajeros que te dejan huella. Alguna vez creí en amor a primera vista. Sean esa noche fue el novio que nunca tuve. Esa noche Sean me hizo sentir un hombre en todas sus letras. Me elevó hasta lo más alto con roces armónicos, con labios apasionados y con movimientos elaborados para ser uno sólo. Mientras me quedaba dormido encrespado en sus abrazos mansos, imaginaba mi vida con un desconocido, pero un desconocido que me regaló la noche más enloquecedora que jamás había vivido. Una noche en la que me permití ser amado y amar con reciprocidad como nunca antes había experimentado amar. Me dejé embaucar por una ilusión transitoria. Quizás porque sabía que Sean regresaría a Australia en un par de horas. Quizás porque realmente me había causado estragos de sentimientos inexplorados. Quizás porque su vaivén de sensaciones que del cuerpo pasaban al alma sin problemas, me cautivaron la fibra más recóndita. No me importaron las consecuencias y me dejé llevar. Después de ducharnos juntos a la mañana siguiente y desayunar de un abundante buffet americano en el comedor del hotel, se despidió con otro beso bonachón. De esos que sólo él sabía dar. Y ese beso lo guardé en el lugar más protegido de mi cerebro para llevarlo conmigo siempre. Volví a mi realidad solitaria de sexo provisional y cualquier espejismo romántico cesó de provocaciones subjetivas, que ya eran sin sentido, porque ese extraño ya no estaba. Nunca más volví a saber de Sean.

MARRÓN34

Ya era primavera. El verano llegaría pronto y debía tener el cuerpo necesario para poder pasearme por la playa sin apocamientos. Intensifiqué mis trotes diarios. La lycra quedaba en mi armario para dar paso a cortos pantalones de telas deportivas y enseñar orgulloso mis musculosas piernas de muslos, gemelos y peronés. Lo único que no cambiaba era mi playlist. Corría concentrado por el parque de nuevos verdes, florecientes hierbas y colores festivos. El sol ayudaba a que la transpiración se predeterminara a exudar más fluidamente, pero sin molestar. Llegar a la meta de los 20 kilómetros sin parar era mucho más poderoso. Incluso me había entusiasmado de participar en la maratón del próximo octubre. Mientras recorría un sendero adjunto a una pequeña laguna, una silueta familiar se reflejó inmaculada en el agua. Me costó entenderla, pero mi retina me ayudaría a reconocerla sin esfuerzo. Habían pasado tan solo un par de meses desde aquella primera y última vez que me había aventurado a perseguirlo con discreción. Ahora me sentía más preparado para seguirle el paso. Su fachada estaba más descubierta y por primera vez pude detenerme en observar con detalle sus piernas y brazos rubios que brillaban al son de los rayos de aquel sol juvenil. Lo rojizo de su piel estaba oculta por un bronceado primerizo de primavera. Su cuerpo estaba más expuesto y regalaba un paisaje que resaltaba en aquel parque y se mimetizaban ambas bellezas naturales. Mientras corría tras él, la música chillona de mis audífonos me impedía idear una excusa para acercarme e intentar conocerlo. A lo mejor debía preguntarle dónde había comprado sus zapatillas de trote o quizás por alguna dirección para salir del parque hacia la Avenida Troncal. Mientras mi cerebro debatía entre una idea u otra, una tramposa rama recostada en la arcilla se cruzó con mis pies y la caída más ridícula fue inevitable. Por suerte el modelito trotador delante no escuchó mi estúpido grito de dolor cuando caí. No era la forma para presentarme. Se perdió unos metros más allá, mientras yo limpiaba mi rodilla ensangrentada de mugre y polvo.

HIPSTER91

Había salido a bailar con unos amigos y el sol estaba por asomarse. Mi cuerpo treintañero ya no tenía el aguante de antes. Entre la marihuana y el alcohol decidí tomar un taxi de regreso a casa. Sin embargo mi cuerpo me exigía continuar, pero de diferente manera. Apenas le di las indicaciones de cómo llegar a mi casa al taxista, prendí el celular y comencé a buscar un nuevo contacto. Cuando llegaba, un tal HIPSTER91 me saludó con emoticones. Primera señal que era un pendejo busca-polvo. Luego comenzó a mensajear textos carentes de pudor. Que tenía Popper y quería cama urgente. Segunda señal que era un jovencito deseoso de carne. Su edad pasó a segundo plano, porque su intensidad mostraba su experiencia y energía sexual. No estaba lejos y antes que yo le diera la venia para llegar a mi casa, me pidió la dirección exacta y confirmó que llegaría en menos de 5 minutos. No me dio el tiempo suficiente para ducharme y lavarme la boca, así que improvisé con un poco de desodorante, enjuague bucal y perfume. Tocó la puerta y entró como si estuviera en su propia casa. Le ofrecí una bebida, pero pidió cerveza. Era un intento de adulto. Si bien tenía el ímpetu de un tigre y sus 22 años se doblegaban con su labia respecto al sexo y las infusiones para estimularlo, sus anteojos cuadrados, su pantalón pitillo y su barba mal posicionada eran un experimento exagerado para verse mayor, y sus conversaciones torpes con aires de grandeza lo delataban como un niño ignorante y ansioso. No me importó. La poca lucidez de la hora y el alcohol de la sangre me ayudaron a obviar mis prejuicios sobre esta tipología homosexual. No pasaron ni 2 minutos cuando me preguntó si me gustaban los tríos. O incluso los cuartetos. Mi última experiencia con dos hombres mayores había sido extraña, pero exitosa al fin y al cabo. Me propuso buscar en alguna aplicación un nuevo compañero. Según él, a esas horas y por ese barrio, no sería difícil encontrarlo. Sin mucha palabrería, sacó su smartphone y me invitó a hacer lo mismo. Dos pueden encontrar más rápido a uno. Buscamos por media hora. Me mostraba fotos y perfiles de sus virtuales camaradas y sediento me pedía enseñarle los míos. Me preguntaba qué me parecía uno u otro, pero yo respondía quisquilloso entre perfiles ya explorados y fotos engañosas. Al principio me embriagué con la idea, pero con el pasar de los minutos y por mi indecisión sobre a quién invitar, mi agotamiento comenzó a hacerse notorio. Me propuse darle el visto bueno al siguiente que me enseñara. Era uno de su tipo, un par de años menor incluso, pero que buscaba un encuentro protagónico con dos individuos más. Parecía que los más jóvenes eran mucho más insidiosos y necesitados. No tenían recatos. No tenían límites. Y yo que pensaba que era un sexópata de las redes sociales. Esta nueva generación había aprendido a salir del clóset a través de las nuevas tecnologías y los encuentros para ellos eran de mucho menos trámite que los míos. Llegó nuestro tercer acompañante y se entusiasmaron con la idea de invitar a alguno más. Les pedí que fuésemos los que éramos, sin decir que estaba cansado, porque mal que mal era mi casa y las reglas las ponía yo. Aceptaron a regañadientes, pero sus guiños de disgusto se escaparon deprisa, porque los primeros besos comenzaron a extenderse por el salón de mi casa. Lenguas fervientes. Manos revoltosas. Poco a poco comenzamos a formar un grupo libre de decoros. El segundo tipo que llegó, sacó una pequeña botella de Popper para realzar la reunión. Aspiramos sin remordimientos del envase. Y así nuestros cuerpos se pasmaron respecto a nosotros mismos. Nuestras vestimentas volaron por el piso. Nuestras caricias se transformaron en apretones y piñizcos carnales. Nuestras voces fueron dominadas por gemidos que exigían más. Los tres estábamos sobrepasados de calentura al mismo nivel y de la misma tentación. Les indiqué mi habitación y nos hundimos sobre la cama sin dejar de tocarnos. Besos de uno, mamadas de otro, lenguas del tercero. Era una figura revuelta en pieles ajenas y propias. En importunísimos de densidades extremas. De afines colmados de pretensiones opulentas y pretendidas. De una necesidad campante de follar hasta que los límites se quiebren, si es que se podían quebrar. Vergas deseosas de ser violentadas, pechos que solicitaban de ser mordidos, venas que exigían exposición. El Popper se convirtió en nuestro cuarto camarada. Dosificaciones de más, no importaba si se acababa, lo importante era continuar sin descalabro. Poco a poco las lenguas de mis compañeros comenzaron a dirigirse exclusivamente entre sí. Una mano me empujaba sin saber dónde. Otro pie me desalojaba hacia un rincón desprotegido de la cama. Comencé a entender que yo no era requerido. Por más que intenté de ubicar mi verga erguida en el trasero de uno para penetrarlo, se movía negando mi solicitud, apuntando exclusivamente hacia la verga del otro. Comprendí entonces que no era bienvenido en mi propio vituperio. Mucho más cuando las miradas dejaron de clavarse sobre mi cuerpo, porque los de ellos dos eran suficientes. 20 minutos después yacía sobre mis propias sábanas haciéndome una paja, mientras observaba cómo los otros dos disfrutaban entre sí sin invitarme a participar. Eyacularon en conjunto sin esperarme. Se vistieron antes que pudiese siquiera calmar mi propio frenesí. Me dejaron erecto sobre la cama, sin siquiera despedirse. Fueron unos malditos egoístas. ¿Qué habrán encontrado malo en mí? No estaba acostumbrado al rechazo, menos de aquella desarmada manera. ¿Habrá sido mi aliento a vodka? ¡Pero si había ingerido litros de enjuague sabor a menta! ¿Habría sido mi edad? ¿A ojos de unos veinteañeros podría ser tan mayor? No creo. Quizás simplemente no les parecí atractivo, o tal vez la sexualidad de ambos era suficiente para ambos. Y ahí, mientras miraba las primeras escenas porno que encontré en internet, me prometí nunca más volver a encontrarme con niñitos pretenciosos y desubicados.

CAPITANSINLUGAR

Era un hombre hecho y derecho. Confesó entre los primeros textos que era casado y exigía discreción. No me importaba su estado civil, ni siquiera si era un gay asumido o un curioso potencial. Sólo quería que alguien llegara a mi cama y descargar espermios acumulados de semanas. Mi último intento había sido deplorable y si bien intenté dejar en paz las aplicaciones gay de mi teléfono, aquella noche de ocio y sin planes, me obligó a encenderlo para buscar una nueva cita casual. No quería conversaciones previas. No quería búsquedas demoradas. Sólo quería follar y punto. Este personaje no tenía lugar, circulaba por mi barrio en su auto y no tenía mucho tiempo para perder. Las pocas fotos que intercambiamos revelaban sus cuarenta años, pero la revelación más interesante fueron sus fotos en uniforme militar. Nunca supe si era su profesión o si era su fantasía, pero debo reconocer que la idea de follar con un uniformado encendió mis motores con mayor rapidez. Efectivamente, el tipo que entró por mi puerta, era uno vestido con tenida de camuflaje. Con esa introducción no me quedó otra que desabrocharme el pantalón y dejarlo mamar mi exacerbado miembro sin presentaciones. Al principio todo parecía encaminado. Él seguía mis solicitudes corporales sin preguntar. Sin embargo, apenas descubrió su pecho peludo y tatuado, sus ojos comenzaron a enrojecerse y sus venas a hincharse. No recuerdo muy bien cómo era su rostro, pero no puedo borrar de mi cabeza cómo sus dientes y su boca comenzaron a violentarse. Se levantó del suelo enajenado. Me tomó los brazos con brusquedad. Me dio media vuelta y terminó de despojarme de la ropa que llevaba puesta. Reconozco que en esos segundos creí que tal escena era éxtasis puro, pero sus ojos fanáticos decían que algo descuidado podía pasar.  Me apretó fuerte la cintura y sin previo aviso, sin condón y sin lubricante, forzó su miembro erecto entremedio de mis nalgas. Comenzó a gritarme que era su puta, su esclava. A exigir que me abriera de piernas porque me iba a hacer mierda el culo. Su tono de voz era pavoroso y eufórico. Su fuerza de manos era altanera y doliente. Intenté protegerme intentando desprenderme de sus garras siniestras, pero él, irritado, no dejó siquiera que me moviera. Comencé a exigir que se detuviera, pero me intimidaron sus brutos movimientos y su agresiva e intolerante forma de resguardar su hombría. Sus insultos desmedidos no dejaban escudarme. Sus gestos agraviados no dejaban despojarme de su cuerpo fétido y amargo. Sus músculos eran fuertes y grotescos, y no me dieron paso alguno para poder defenderme de su abuso. Un pánico enjundioso comenzó a apoderarse de mis pensamientos, de mi racionalidad y de mi propio cuerpo. Me escupió sin parar de insultarme y a tratarme como una prostituta cualquiera. Su rostro era el de una bestia apunto de devorar a su presa. Me sacudió contra el suelo y barrió con mi piel la mugre que ensuciaba sus piernas. Y mientras apretaba con su mano mis brazos contra mi espalda y abría con descaro mis piernas para introducir su genital ingrato, fue cuando tuve un apéndice de lucidez. Junté todas las fuerzas que mi cuerpo jamás percibió y en un solo movimiento logré despegarme de su enajenada contextura psicótica. Alcancé a correr dos pasos hacia la cocina cuando reaccioné a esquivar su belicoso nuevo asalto. Agarré el primer florero que encontré y lo golpeé contra su cabeza. La sangre comenzó a derramarse por su rostro y quedó atontado sin sentido. Logré levantarlo mientras balbuceaba respiros oportunos. No había matado al susodicho, así que mi corazón comenzó a latir con normalidad. Lo arrastré con cuidado hasta el ascensor, no quería que se despertara y me ahorcara con predeterminación, para vengar su malestar y desilusión al no lograr su objetivo carnal. Lancé apuradamente su cuerpo aún adormecido y luego tiré sus vestimentas arrugadas. Presioné el botón del primer piso, corrí a casa y cerré la puerta con doble pestillo y llaves. Ni siquiera pensé en alguna consecuencia. En lo que pasaría si algún vecino se encontrara con tal monumento de sangre y desnudez o en qué podría pasar cuando se despertara en aquel ascensor. En lo que podría hacer o en las quejas que pudiese exacerbar mi agresor. Sólo me quedé mudo tras la puerta de mi casa. Aún estaba desnudo y antes de poder ponerme devuelta el calzoncillo comencé a temblar. Lágrimas desproporcionadas comenzaron a salir de mis ojos asustados. Nunca antes había vivido tal acontecimiento de miedo y desazón. Cuando dejé pasar los siguientes minutos y al confirmar que no hubo ninguna reacción subliminal, me lavé el rostro, aún lo tenía ojeroso y cobarde. No me importaron los moretones que asimilé la mañana siguiente después de dormitar con angustia. Me prometí borrar la noche anterior y callar un intento de violación. No sabría a quién acudir, a quién acusar y cómo proceder. Era más fácil el silencio. Un silencio incompartible.

MARRON34

Después de un par de días, después que pude calmar las pesadillas que rondaron mi mente luego de aquella noche turbia e infernal, después que los miedos y aprehensiones fueron disminuyendo, fue cuando decidí borrar todas las aplicaciones gay que adornaban mi teléfono. Necesité de una experiencia tan abominable para desear eliminar aquel formato transitorio y engañoso, del cual me hice adicto de forma descuidada y excesiva. Un simple “delete” en la configuración en mi celular fue suficiente para alivianar esas experiencias moribundas que no habían sido aporte alguno. Me comí el discurso de ser un adulto que no necesita de llenos emocionales para sobrepasar el día a día. Me tragué mis palabras sobre encuentros de sexo vacío. Que no construyen. Que no aportan. Y que finalmente pueden tener consecuencias erróneas.

CAMILO PARRAGUEZ

Se acercaba octubre y quedaban pocos días para la maratón de la cual me venía preparando hacía meses. Cada vez que corría por aquel parque, inundado de cálido verano, estuve alerta, sin embargo nunca más me volví a topar con él.

La noche de la ciudad está colmada de bares y clubes de ambiente. A veces iba con amigos, a veces iba sólo. No me importaba deambular a cuestas propias por cálidas noches solitarias. Ese martes desabrido, decidí entrar a un bar a tomar la última copa del día. Había poca gente y aprovecharía de usar mi teléfono… para responder un par de mails que tenía pendientes. Una figura entró calma a ese pequeño bar. Era rubio, de piel bronceada, ojos oscuros, nariz respingada. Era él. Mi fantasía que se me escapaba trotando por el parque. No lo podía creer. Me puse estúpidamente nervioso, el tipo claramente ni se había percatado que yo estaba sentado en aquel bar con una copa de vino blanco, mucho menos reconocerme del parque. Pero ambos estábamos solos, era mi única oportunidad, porque quizás cuándo me volvería a topar con él en nuestros trotes. Comencé a preparar mi estrategia, pero me quedé nulo. Intenté provocar una conversación, sin embargo mi mente estaba en blanco. Es que había sido tanto tiempo de lucirme a través de un teléfono celular, enviando fotografías y revisando perfiles, que había olvidado por completo la coquetería presencial. No sabía cómo mirar para ser mirado. No sabía cómo hablar para ser escuchado. No sabía si quiera cómo presentarme sin tener que teclear una pantalla. ¿Y si le preguntaba la hora? ¿Si me acercaba con la excusa de un encendedor? ¿O si le pedía al barman que le sirviera una copa invitada por mí? ¡Cómo tan novato! No podía caer en esas peripecias obsoletas de conquista ¿Cómo se hace para llamar la atención de un potencial pretendiente, al cual llevabas deseando por meses, sin tener que utilizar aplicaciones descargadas al teléfono?

- ¡Hola! ¿me puedo sentar aquí? – me dijo la voz más dulce de todas.

- Por supuesto – respondí nervioso.

- ¿Sabes? Creo que te he visto en alguna oportunidad correr por el parque – y mis oídos sin creer lo que sus melodiosas sílabas explayaban.

- Ehmmm… si… si, puede ser – contesté con una sonrisa inimitable, porque jamás la había usado.

Desde esa noche, y con 6 años juntos, comprendí la sigla LTR. Desde aquel bar sólo usé el teléfono para llamar y recibir llamadas de Alberto. Y para descargar aplicaciones que sólo nos ayudaron para prepararnos en todas las maratones de nuestra vida.

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