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EL SEXO Y TÚ

2020

Cuando niño, nunca nadie te habló de sexo. Menos del sexo entre hombres. Tampoco nadie te enseñó a ser homosexual. Cuando naciste tus padres te criaron como cualquier otro niño que debía ser heterosexual. Como todos. Nadie te explicó lo bello de un beso entre barbas. Lo sensual de brazos y piernas peludas. Y nadie, mucho menos, te resaltó lo erótico que puede llegar a ser el sexo cuando entiendes que en él no debe haber límites prestablecidos, especialmente entre dos hombres. Creciste embobado reconociéndote en las películas de Disney. En aquellas fantasías heroicas de un príncipe que enamora a una princesa sin preámbulos, porque te drogaron absorbiendo que el amor a primera vista es posible, que es hacedero y que, además, es eterno. Cuando pequeño querías ser adulto sólo para enamorarte. De adolescente te gustaron todas tus compañeras de clase. Intentabas besarlas en las primeras fiestas de quinceañero. Las cortejabas cuando, frente al resto de tus amigotes, erguías el pecho para hacerte valer como un caballero galante y atractivo. Y cuando comenzaste a sociabilizar con el alcohol y la marihuana a los 17 años, te envalentonaste aún más para poder perder la tan indescifrable virginidad a esa “adulta” edad.

¿Que ya no recuerdas como la perdiste? Por supuesto que no, si estabas más borracho que una cuba. Mezclaste cerveza, sangría y vodka de 4€ del Mercadona. Todo con tu grupete de amigos aquel verano. Se fueron a la playa y llegaron las chicas del pueblo. Te acercaste con esa labia juvenil que solo tú tenías y te abalanzaste sin miedo con la primera que se tocó la teta delante de tu cara. Te la llevaste más a lo lejos. A lo oscuro de la arena. La besaste sin comisiones. Ella tampoco lo hacía nada de mal. Exploraste su lengua con aliento a alcohol vencido. Bajaste a su cuello lleno de collares y bisutería barata. Ella se desabotonó el brasier con predeterminación para que le regalaras besos a ese par de tetas ¿Qué edad habrá tenido esa chica? ¿15? ¿16 años?, pero ese par de tetas parecían de una mujer experimentada y satisfecha. Las saboreaste como saboreaste los melones que te habían dado de postre en la cena. Pero estos eran sin duda mucho más jugosos. Sacaste torpemente el condón que llevabas guardando en tu cartea de mezclilla por años. Por fin llegaba ese día. El día que dejabas de ser niño y pasabas a ser hombre. Ahí estabas: tú, tu condón vencido y ese par de tetas. Ella estaba hinchada de placer y tu debías hacer algo al respecto. La besabas, la manoseabas, la azonzabas. Eras una bestia con 17 años de experiencia, y sin haberte nunca antes comido un coño. Veías pornografía y estuviste atento a toda la clase de anatomía femenina. Estabas preparado. Te creías preparado. Pero la verdad, guapo, es que tu polla no reaccionaba. Mentalmente estresabas la idea de la erección, pero ni caso. Ella te bajó el calzoncillo y exploró tu humilde polla decaída con sus labios. Cerraste los ojos con fuerza, te obligaste a gozar tu primera mamada. Pero culpaste al alcohol y a la presión que esa debía ser tu primera vez. La chica ¡Pobre niñata! Solo te regaló una vergonzosa sonrisa, se vistió, te levantó de la arena y volvieron a la fogata que el resto de amigos seguían emborrachando. Ella, discreta, no dijo nada a sus amigas. Tú, sin embargo, apenas tuviste la oportunidad te engolosinaste contando que habías tenido sexo. Que ya eras un adulto. Un hombre hecho y derecho. No recuerdas cada detalle de aquel encuentro. Pero sí recuerdas haber llegado a las 4 de la mañana a tu habitación, ya algo menos borracho y algo más consciente de tu estupidez. Recuerdas que abriste la laptop, cliqueaste sobre aquella web que solo tú conocías, y te dejaste llevar por 5 minutos de placer hasta que por fin eyaculaste esa noche. Ese porno que tanto te gustaba, pero que no te atrevías a admitir. Ese porno de hombres con hombres. De pollas con pollas. De vellos corporales con vellos corporales. En 5 minutos lograste lo que no conseguiste en 20 minutos intentando montarte a esa chica sobre la arena, que ya ni de su rostro te acuerdas. Pero hasta el día de hoy cuentas esa historia veraniega, como el momento en que perdiste la virginidad.

Cuando entraste a estudiar abogacía, jamás supusiste el giro que tu vida estaba por dar. Tu imaginación te decía que estabas pronto a conocer a una compañera de universidad que tocaría la puerta de tu corazón y que con ella ibas a ser feliz, pero ¡qué equivocado que estabas! A ver, de imaginar, imaginaste bien, pero en esa tierna imaginación había un detalle no menor que tu cabeza no interiorizó hasta que conociste a Matteo.

Matteo era un chico secretamente guapo para tus ojos. Italiano ¡Cómo no!, pero vivía en tu ciudad hacía años. De cabellera rizada, piel blanca como la nieve, labios carnosos y ojos verde oliva. De pecas saltonas entremedio de su nariz y manos masculinas sin igual. A ti te costó poco hacerte el simpático frente a tal figura. Por una razón que aún ni analizabas querías tenerlo como amigo. Y no se les hizo difícil. Congeniaron bastante rápido. Había algo en su amistad que te atraía y disfrutabas. Mismos estilos de vida. Mismos estilos de parrandeo. Mismos estilos de estudio y formación. Habían demasiados puntos de unión entre ustedes dos. Sin embargo, no fue al par de meses de conocerlo que la percepción de tu nuevo amigo cambiaría drásticamente. Pero para mejor.

Una noche de fiesta universitaria, con tus nuevos camaradas, Matteo te comentó sin tapujos que era gay. Una palabra que hacía años rondaba por tu cabeza. Mientras estabas en el colegio, sí, claro, habías escuchado hablar de ellos, y jamás te dio ningún pudor. Tampoco nunca habías tenido uno en frente, o al menos que estuvieras seguro que lo fuera. Quizás, y sólo quizás, la única persona homosexual que tuviste frente a ti, era cuando te mirabas al espejo cada mañana. Y fue gracias a Matteo que comenzaste a cogerle sentido a esa mirada reflejada en tu espejo. Que esa era la justa razón de atolondrarte de pornografía gay escondida. De masturbarte pensando en el capitán del equipo de fútbol, y no en la capitana del equipo de voleibol de tu colegio. Necesitaste que alguien decidido y descomplicado son su sexualidad te abriera al concepto que tú ocultamente creías ser, pero que no tuviste nunca los cojones de asumir. Al menos hasta ese minuto. Matteo te abrió los ojos a descubrir esta nueva vital probabilidad. Te confundiste, claro, nadie te había explicado que esa posibilidad existía. Te desorientaste, por supuesto, en tu pequeña burbuja jamás te habías plantado frente a un chico o chica abiertamente gay. Te obedeciste, porque por primera vez dejaste que tus impulsos sobrepasaran tus paradigmas prefabricados. Te liberaste, tímidamente, a entender quién realmente eras. Y te gustó. Te gustó mucho poder sentir esa libertad.

A la mañana siguiente te volviste a ver al espejo y te examinaste diferente. Y sonreíste sin querer. Llamaste a Matteo porque te urgía conversar con él. Te desahogaste en su mirada y en sus concejos. Te dejaste escuchar por un amigo, que te acobijó para que se te hiciera más fácil reconocerte. Se acercaba el fin del semestre y las tan ansiadas vacaciones de verano estaban a la vuelta de la esquina. Y a Matteo no se le ocurrió mejor idea que proponerte hacer un viaje juntos a su natal Florencia. Su padre tenía un departamento en el centro de la ciudad que estaría desocupado durante ese agosto. La única condición que Matteo te exigió fue que te dejaras llevar, que confiaras en él y que participaras del nuevo mundo que se te estaba desplegando. Te persuadió positivamente para abrirte y explorarte. Llámalo autodescubrimiento. Llámalo atrevimiento. Llámalo arrojo. Llámalo armario. Llámalo como quieras. Finalmente, lo que importaba era que te estabas desempaquetando por ser quién realmente eras. Y Matteo te ayudó. Y tú, bonito, eras el más ansioso e ilusionado de todo lo que estaba por venir.

Apenas aterrizaban en Florencia y no perdieron tiempo. Esa misma noche se fumaron un buen porro, bebieron hasta la última gota de Lambrusco que guardaba el padre de Matteo en la cocina y salieron a explorar la noche gay que Florencia regalaba. Nunca habías entrado a un antro como ese. Te embobaste de hombres. Estaba lleno de ellos. Bueno, es que solamente habían “ellos”, ningún “ella”. La borrachera y voladera, sin embargo, no advirtieron el enorme nerviosismo y ansiedad de enfrentarte por primera vez frente a tanto hombre en un solo lugar. Había de todos los estereotipos que sólo conocías en aquella web porno: peludos, pelados; mayores, menores; musculosos, barrigones; a la moda y de vestuarios extravagantes. Te ensimismaste al comienzo, no hacías contacto visual con nadie y te refugiabas en Matteo. Él se empapaba de la risa con tu cara de niño asustado. Te llevó al bar y te pidió no uno, sino dos chupitos de tequila. Te tenías que soltar y, como le prometiste, dejarte llevar. Pusiste todo tu empeño y te atreviste a acompañarlo a la pista de baile. Los roces desproporcionados con toda esa muchedumbre que bailaba al son del pop te engolosinó, y poco a poco te fuiste haciendo parte de aquella tertulia que soñabas experimentar desde pequeño. Comenzaste a sacar a ese galán que tenías dentro y a atreverte a regalar sonrisas y miradas coquetonas a tus compañeros de baile, ¿Y sabes? te salía natural. Te salía espontáneo y sincero ser así con otros hombres. La noche daba curso para que te envalentonaras a lo que Matteo te venía animado a hacer desde que le confesaste que podía existir la mínima posibilidad que tú también fueses gay. Y esa posibilidad aquella noche se fue glorificando. Los tequilas siguieron llegando desde el bar. Los impulsos comenzaron a ser latentes y persistentes. El deseo a explorar era atrevido y pertinente. Era el lugar adecuado con la audiencia adecuada. A diferencia de cuando “perdiste” aquella indemne virginidad, esa noche la recordabas cada día de tu vida. Ese momento que diste la venia para que el chico elegido de la noche se te acercara, te saludara y te enamorara. Bueno, enamorarte como lo define el diccionario, no, pero dedujiste que lo que podía pasar con ese primer chico de tu vida sería enamoramiento puro. Como el de las princesas de Disney. Se llamaba Luciano y tenía 2 años más que tú. Era soberbiamente atractivo. De mirada misteriosa, de masculinidad ambigua, de ojos ardientes. De fuego. De química. De pasión. Era el hombre correcto para probar besos varoniles por primera vez. Por supuesto te acuerdas de esas mil sensaciones que revolotearon oportunas por tu estómago, por tu cuello y por tu polla. Te exhortaste por primera vez en tu vida del contacto físico que otro hombre te podía dar. Te dejaste seducir y sedujiste de vuelta. Como un campeón. Y al son de aquella libidinosa música aprendiste que te gustaban todos los hombres del planeta. Y te sentiste maravillosamente liberado.

Luciano te llevó a su pequeño departamento cerca del Puente Vecchio. Le advertiste, consciente, que esa sería tu primera vez – la de deveras – y él se enterneció. Te abrazó con pulcritud sin dejar de comerte los labios. Te desabotonó la camisa con cuidado. Te desabrochó el cinturón con gracia. Te quitó los calzoncillos con prudencia. Se sorprendió de aquel tan lucido miembro que exigía besos. Te hizo una mamada espectacularmente arrogante. Llena de ambición y saliva. Y tú gozando como un toro enaltecido. Disfrutaste cada estremecimiento que tu cuerpo virgen y joven te regalaba y con ese telón de fondo te envalentonaste con seguirle el mismo juego. Cuando acercaste tu rostro a su verga, te la comiste como si te hubieses comido miles iguales en el pasado. Tu boca la disfrutó como un perro disfruta de su hueso, carnoso y sensual. Tu garganta estaba fascinada con sentir por primera vez aquella experiencia inevitable. Y desde ese momento tu boca supo cómo interactuar con el resto del cuerpo de Luciano. Sus pezones, sus axilas, sus huevos, su culo. Te hiciste dueño de cada centímetro de su epidermis. Te apropiaste de ese cuerpo como si fuera tuyo. Bebiste cada sorbo de su húmeda piel. Te excitaste con ese estampe tan parecido al tuyo. Quizás eso fue lo que más de sedujo. Saber que podías lidiar con algo que era tan familiar para ti, pero tan desconocido al mismo tiempo. Tus dedos se dirigieron por voluntad propia a explorar ese culo perfectamente trabajado. No tenía un vello si quiera que te impidiera examinarlo. Era redondo y trascendental. Era denso y abundante. Era para ti. Esta vez sacaste un condón recién comprado de tu cartera de mezclilla. Te lo pusiste sobre tu verga codiciosa. Él se infiltró de lubricante. Estabas nervioso, si, pero nada te detendría para introducir con muy poco arte tu polla dentro de aquel espectacular paisaje masculino. Te nacía moverte como te movías. Y cuando notaste que tu contraparte la disfrutaba tanto o más que tú, fue cuando te sentiste el rey del mundo. Fue cuando supiste que debías estar ahí dentro. Y que ese sexo era el tipo de sexo que te correspondía. Por fin estabas viviendo tu primera película porno, pero sin cámaras. Solo quedó grabada en tu mente. Y esa escena la llevaste siempre con cariño a todas partes. Gracias Luciano.

Ese verano Luciano se transformó en tu novio. Es cierto que el noviazgo duró los 7 días que estuviste en Florencia. Pero sentías que, gracias a él, podías enamorarte de otro hombre. Porque, digámoslo, esa noche que se repitió cada nueva noche de Florencia, te cegó tanto, que te creíste el cuento que el sexo era sinónimo de amor. Sin embargo, cuando regresaste a tu ciudad, y a pesar que hubo promesas engañosas de compromiso duradero, aunque sea a la distancia, le pediste a Matteo que te llevara a reconocer el mercado local. A las pistas locales. Al mundo gay que tu ciudad tenía preparada para ti. Y a medida que comenzabas a ir a fiestas y bares, los mensajes con Luciano comenzaron a disminuir. Aprendiste que había tanto por explorar, que un sólo primer amor no debía ser el único.

La noche gay era mucho más divertida que la heterosexual que conocías. Mucho más generosa, sin tabúes, sin reglas establecidas, sin privacidades y, sobre todo, sin desproporcionados rituales de cortejo. Aprendiste a ser directo y claro frente a tus prioridades. Con el paso del tiempo dejó de interesarte buscar la la pareja estable y definida que creías era la única alternativa correcta, y comenzaste a disfrutar de romances pasajeros e infames. Que a veces ni siquiera tenían nombres. Dejaste de reconocer la palabra “promiscuidad” como una de mal sentido, y entendiste que el sexo sin compromisos era espontáneo, divertido y sensorial. Aprendiste que las ataduras no son un requisito, que puedes enamorarte de una sola noche y disfrutarlo sin culpas, sin consecuencias y sin vacíos. Y con el tiempo, el sexo pasó a ser un estilo de vida que te seducía, te enaltecía el ego y la vanidad. El gimnasio, la fiesta, las drogas, los excesos, comenzaron a apoderarse de ti. Así y todo, terminaste tu carrera universitaria sin grandes complicaciones. Fuiste siempre un chico inteligente, te lo debías reconocer, y no había nada de malo en usar cabeza y cuerpo al mismo tiempo. Para lo que te propusieras. A los 28 años, jóvenes para algunos, mayores para otros, te habías transformado en un diestro y versado amante. Con los años entendiste que no tenías por qué encasillarte en un rol específico. Que la versatilidad es entretenida. Pasivo, activo, dominante, dominado. Pasaste por todas las etapas. Te gustaba el sexo avainillado de besos y mimos. Pero también el sexo fuerte, de gemidos y pasiones encolerizadas. Te cruzaste con muchos tipos de hombres, y aprendiste que los prototipos son una construcción imaginaria y que es mejor dejarte sorprender con diferentes tipologías de cuerpos, de versos, de ilustraciones y de caballerosidades. ¡Ay chiquillo! Sí que te lo pasaste bien en tus años mozos. Se te hizo sencillo asumir el semental que todos llevamos dentro. Y lo disfrutaste tanto que en poco tiempo ya te negabas a la posibilidad de enamorarte. No era necesario. Bien hecho. Al menos, en esa etapa de tu vida.

Sin embargo, tu tan avisada forma de sexualizar, te trajo una pequeña consecuencia que te hizo dudar sobre aquella forma tan espontánea, pero no por eso menos irresponsable. Una noche de fiesta electrónica. De una pastilla de éxtasis. De luces estroboscópicas. De sudor y baile desentendido. De los nuevos amigos de juerga, entre los cuales siempre estuvo Matteo, por supuesto. En eso se transformaron tus fines de semana. Te gustaba bailar por cuenta propia cuando la pastilla hacía su efecto y comenzabas a circular como un cazador anónimo. De rozar tu cuerpo con desconocidos, de besar sin previos avisos y de manosear discretamente sin conversaciones en los baños. Era tu estrategia proporcionada de seducciones clandestinas descomprometidas. Un chico de retrato sólido y soez al mismo tiempo se clavó frente a ti. Iba a lo mismo que tú. Era de los tuyos. Tenía un lenguaje corporal sugestivo. Tenía una belleza inaudita. Tenía las hormonas destapadas. Y sin ataduras fundamentalistas te lo llevaste a tu departamento cuando la música se apagó en aquella discoteca. Las sábanas de tu cama se humedecieron sin preámbulos. Le clavaste los dientes sobre el pecho cuan vampiro. Él te poseyó de maniobras tentadoras cuan animal en celo.  Interactuaste con esa polla divina y explosiva. Él se dejó embaucar por tus nalgas ganosas de penetración excesiva. No se permitieron recatos de ningún tipo. El éxtasis estaba cumpliendo su misión de una encamada llena de codicias y lejos de tabúes. Gritos suculentos. Manos desprejuiciadas. Lenguas súbitas. Besos lascivos. Vergas ambiciosas. Deseos de hacer que aquella madrugada llegara hasta la tarde sin parar. El Popper de 5 minutos les ayudaba a acercar cuerpos que se reconocían sin vergüenza. Era como si el cuerpo de ese chico, fuese el tuyo. Y tu cuerpo fuera exclusivamente de él. Te perteneció. Le correspondiste. Jugaron horas que parecían minutos en un vaivén de enajenación prejuzgada. De impulsos triviales, porque en esa cama la única prioridad era el sexo desatado. Después de horas de tragarse la piel del otro, el cansancio natural los dejó eyaculados sobre el colchón. Cuando te despertaste, este chico sin nombre ya se había ido. Sigiloso. Inadvertido. Sin siquiera dejar anotado un número telefónico. Te hubiese gustado repetir, pero ya entendías como funcionaba el mundo. Y no te importó dejarlo ir.

Mientras te duchabas antes de ir al buffet de abogados donde hacía poco tiempo te habían contratado, viste que justo detrás de tu pene tenías una pequeña mancha rojiza. No molestaba, tampoco picaba, pero te pareció rara. Lo dejaste pasar, pensaste que había sido una pequeña herida de calzoncillos mal ajustados. Los días pasaron, y una segunda llaga apareció nuevamente. ¡Vamos tontuelo, reacciona! Podrías haber sido tu propio diagnóstico y analizar desde dónde y por qué estaban esas protuberancias desubicadas en tus genitales, pero solo te compraste nuevos calzoncillos, más cómodos y más elegantes. Los días pasaron. Los salpullidos desaparecieron y te olvidaste de todo. Pocas semanas después de la curación del chancro original, comenzaste a experimentar una erupción que comenzó en el tronco, pero que eventualmente cubrió todo el cuerpo, incluso las palmas de tus manos y las plantas de los pies. No tenías comezón, pero esa silueta te perturbó. Era evidente que tu cuerpo estaba experimentando una reacción improcedente. Te asustaste, porque nunca viste tu piel en esas configuraciones. Llamaste para pedir hora con tu médico de cabecera para entender qué era ese extraño salpullido inadecuado. Los análisis llegaron rápido por suerte. Tu doctor de llamó y la palabra sífilis se escuchó lejana desde el otro lado del teléfono. El miedo te invadió el cerebro. Habías escuchado de enfermedades de transmisión sexual. Usaste siempre condón. Te protegiste siempre, porque te querías. No era justo. No era pertinente. Siempre fuiste oportuno y precavido. Te calmaste un poco más cuando recibiste la receta médica de antibióticos curanderos y de seguir las indicaciones que tu médico te dio al día siguiente. Pero no por eso el desaire y la impotencia desaparecieron. Te advirtieron que, si no la hubieses tratado a tiempo, las consecuencias pudieron haber sido irreversibles. Que los condones ayudaban, pero que la sobrexposición era un riesgo aturdido que había que saber controlar.

Después de aquel susto, cogiste mayor cautela sobre tu cuerpo y sus andanzas. Sin embargo, la carne era una tentación constante para ti. Cada vez que te ibas de fiesta querías conseguir un acueste transitorio. ¡Admítelo canalla! Eras un vanidoso pretencioso. Que buscaba validar sus astucias corporales con sexo sin burocracias. Eras como todos: ególatra, gallardo y presumido. Pero hay que reconocer cuando reconoces tu naturaleza. Está bien. No es crítica. Tomaste conciencia adulta y comenzaste a ser más constante con análisis médicos de toda índole cada tres o cuatro meses. Te protegías con mayor seriedad. Te cuidabas con más recelo. Tu cuerpo era tu templo y le debías respeto. Sabías que el sexo te apasionaba, que era tu hobby y no estabas dispuesto a sacrificarlo por un mal pasar.

La ciudad con el tiempo se te hizo pequeña. Y comenzaste a descubrir que en otros países podías localizar nuevas caras, nuevos amantes y nuevas aventuras carnales. Viajaste mucho esos primeros años de treintañero. Tu ascendente carrera te permitía lujos de fines de semana de locuras y hazañas propias de tu nuevo estatus. El dinero que ganabas te sirvió para conocer las noches de Lisboa, de Ámsterdam, de Bruselas y de Belgrado. Veraneos en Mykonos, otros en Ibiza. Inviernos en Nueva York y Tokio. Probaste todas las razas, todos los colores y todos los sabores. Te sucumbiste de miradas ajenas y de conquistas fugaces de idiomas extranjeros. De fiestas sin cesar. De noches que no alcanzaban a terminar en el alba. De testar nuevas y diferentes formas de parrandeo y sociabilización. Comenzaste a ensayar con nuevas escrituras de deleite corporal y nuevos formatos para intensificarlo. Drogas expertas en detonar hormonas calladas. Elíxires de pasiones entorpecedoras, pero cautivantes. Sensaciones inexploradas e insolentes. Atreviste a que tu cuerpo se embriagara con químicos propulsores para fomentar el orgasmo y la paranoia. Y de sexo recompensado con placer extremo y con hedonismo recóndito. Por eso elegiste Berlín como destino. Te recomendaron ir por el simple hecho de experimentar algo súbito e irreverente. La capital alemana era famosa por sus fetiches y caprichos. Y eso te atrajo completamente. Habías escuchado de fiestas libertinas y eróticas desprejuiciadas y te había tentado la idea de vivenciarlas en mente propia. Cuando entraste al club llamado KitKat, la perspectiva sobre el sexo te ralló la mente y las adrenalinas. Entraste al local creyéndote uno más. Creías que ya lo habías visto todo. Pero tu cara impresionada no dio paso al disimulo cuando analizaste que tu imaginación fue superada, y que aquel panorama desinhibido era mucho más que eso. Toda la audiencia era amistosa. Todos eran participantes. Todos estaban semidesnudos. Algunos en leather, algunos en ropa interior, unos tantos uniformados, algunos disfrazados de fetiches incrédulos y los menos vestidos de calle. Tú entre ellos. Todos los adulterios expuestos. Todas las condiciones incondicionadas. Sin frenos ni reparos. Se te encendieron los huesos, los músculos y las hormonas. En pocos segundos te hiciste parte de aquel fruto sin escrúpulos. Un subidón caliente se apoderó de ti. No dudaste en sacarte toda la ropa posible y hacerte parte de la multitud que bailaba, que besaba y que manoseaba sin pretextos. Que se involucraba en una danza erótica y sensorial. Cosquillas y latidos expuestos al morbo pregonado. Tus límites desmarcados por un placer desconocido. Te ofrecieron un polvo en tu copa. Aceptaste. Hiciste un viaje. Que comenzó en besos aleatorios y caricias sagaces, pero que terminaron en miembros expuestos y arrinconados. En manos ardientes y pieles voraces. De carne sedienta de otras carnes. De erotismos preconcebidos y necesitados. Quisiste probarlo todo. Rabos desconocidos buscaban tus labios ambiguos. Bocas atrevidas lamían zonas de tu cuerpo grosero. Estampes grotescos de hombres golosos te flagelaban sobre aquella pista de baile de música ensordecedora. Un poco más de aquel polvo. No querías que esos placeres correspondidos desparecieran por inhibiciones contradictorias. Tenías cientos de ojos oscuros a tus pies. Tenías sexo descontrolado sin ataduras. Dilapidaste vergas musculosas. Devoraste pechos transeúntes. Pezones ambulantes. Piernas juguetonas. Dedos jolgoriosos. Vellos de olores predeterminados. Culos sobrexpuestos de deseo infinito. Un poco más de aquel polvo. No querías parar. Ansiabas que tu vida entera siguiera ese ritmo extravagante. Deseabas que esa noche no terminara nunca. Y cuando te explicaron que aquella fiesta continuaría durante el día y noche siguientes, te deleitaste de lujuria y soberbia. Te transportaste a una fantasía tan real que podías palpar el arrebato de aquellas sensaciones aventureras. Agua. Droga. Follar. Más agua. Más follar. Más polvo. Te corriste. Y te volviste a correr. Porque tu cuerpo delicioso te exigía avivar el erotismo tonificado. Te sentías deseado por anónimos hombres que deseaban cualquier hombre, al fin y al cabo. Pero ese sentimiento ambicioso de envició las células aún más. Y la mente te bloqueó la capacidad de discernir si es que había límites.  ¿Y sabes qué? Daba igual. Era lo que querías. Y ahí lo tenías. Todo para ti. Cuando cogías el vuelo de regreso, te sentiste satisfecho. Y eso era lo único que importaba.

Ya llegabas a los 40 y nunca habías experimentado el significado de la palabra “pareja”. Eras tan orgulloso que no eras capaz de verla ni de entenderla. Ya te habías acostumbrado a tus rutinas de lobo solitario. Tu vanidad ¡Uy, cariño mío! ni la notabas, porque el apetito pretencioso que el resto podría alojar en ti, te superaba. Tan potente era, que ni siquiera notabas lo engreído que llegaste a ser. Tu estrategia efímera era robar corazones inválidos. Enamorar a cortesanos guapos e interesantes. Con citas de verbos pasajeros. De encuentros oportunos para que tu labia atacara y engatusara. Y te creías el cuento. Seducías con miradas disfrazadas de inocencia y benevolencia, pero que ocultaban tu verdadero y único interés de devorar presas, saciar tu hambre de egoísmos y pasar olímpicamente de sentimientos forasteros. No te detuviste nunca a pensar que eras una persona de maldad victoriosa. Que sólo usabas a los hombres para tu placer individual. Que te engullías el alma de caballeros que intentaban ver en ti un hombre interesante y atractivo. Pero que finalmente era todo lo contrario: banal, superficial e insustancial. Sabías qué decir para conquistar. Eras un buen abogado. Palabras refinadas y educadas. Cultas y acertadas. Sabías cómo escuchar. Entendiste que, en sociedades materialistas, el saber comprender las necesidades del otro, concebirlas y empatizarlas era una virtud que pocos tenían. Y te aprovechaste de ese arte. Tenías una flexibilidad inaudita para adaptarte a los deseos ajenos y hacerlos propios. Y esa técnica inconsciente te ayudaba a conquistar a aquellas pobres almas desprotegidas. Eras un puto mentiroso. Un ladrón irreflexivo. No eras consciente de cómo te aprovechabas de otros hombres con la única finalidad que se derritieran delante tuyo. Que te idolatraran. Que te buscaran para conquistarte en una nueva cita. Pero no. Tú solo querías en ellos que fuesen el hombre de turno para que tu bendita vanidad creciera y se desarrollara. Y luego deshacerte de ellos como quien se deshace de las migajas de pan sobrantes. Y con el tiempo te ganaste la fama de calienta pollas. Te la merecías.

Isabel Allende dijo una vez que “uno viene al mundo a perderlo todo, hay que vivir el presente”. Vivías el momento. Al límite. Y no hay nada de malo en eso ¿eh? Mal que mal así quisiste configurar tu vida. Alejándote de los convencionalismos sociales. Pasaste por altos y bajos, como todos, pero seguías planteándote una vida de sexo activo y emociones sublevabas. Pero ¿sabes qué? Existe una teoría que se llama karma. Reconoce que destrozaste corazones a cambio de una sexualidad constante y sin ataduras. Tarde o temprano eso tendría una consecuencia. Y ese día llegaría antes de lo que jamás pudiste prever.

Se llamaba Daniel. Lo conociste en una nueva noche de placeres irresponsables y de festejo absoluto. “El veterano de las pistas” te llamaban. Estabas en aquella edad que aún los jovencitos veinteañeros veían tu atractivo físico, y los mayores cincuentones te seguían viendo como un adulto tentativo. Daniel estaba igual de colocado que tú, así que pasaron rápidamente del coqueteo juguetón, al postureo libidinoso.  Daniel se veía un tipo decente y cautivante. Tenía una buena profesión y una buena actitud. Simple. Descomplicado. Sano incluso. Eso ya de primeras te llamó la atención. Era un trofeo seductor. Su 1.83 metros de altura eran despampanantes. Su mirada era cálida y auténtica. Cabello rojizo descolorado por canas inquietas. Vellos marrones incrustados en sus muñecas. Sus palabras eran suaves de respirar. Y sus manos eran amigas en movimiento. Cuando te invitó a su departamento a continuar la noche ni lo cuestionaste. Era lo que correspondía hacer. Cogieron un taxi. No les importaba que el conductor mirarse de reojo el espectáculo que montaron en el asiento trasero de besos de lenguas desordenadas. Te hiciste el caballero pagando tú el viaje. Subieron hasta su piso. Los besos se exacerbaron de ansiedad. De ímpetu. De curiosidad. Había ahí una química particular. Se metieron una nueva pastilla en la boca para continuar sin ataduras. Daniel comenzó a desabotonarte los pantalones. Tú hiciste lo mismo con los suyos. Se enorgullecieron de revelar lo que ellos escondían. Eran vergas apasionadas y perspicaces. Se entendieron perfectamente. Sabían que una y la otra merecían estar al unísono.  Sus olores a hombres nocturnos hacían que la calentura se duplicara. Sus salivas dulces se mezclaron con los sudores ácidos que sus cuerpos desprendían. Los reflejos de la oscuridad les permitieron entender cada centímetro expuesto, y se abalanzaron como dos machos poderosos, hambrientos e insaciables. Comenzó mordiéndote el labio. Continuó en tus pómulos, orejas y cuello. Tú acariciabas su espalda y él con sus puños te apretaba el pecho con alevosía. Rasguñaste sus nalgas. Daniel se arrodilló y se atragantó con tu rabo lubricado de sabor. Te dejaste llevar por la necesidad de poseerlo, pero él te sorprendió cuando sin previo aviso te dio vuelta el cuerpo con fuerza, te hizo levantar una pierna sobre la mesa del comedor y te penetró enviciado. Primero el glande, luego todo lo demás ¡Cómo recuerdas ese momento, ¿eh?! Llenó de conmociones cada vibra de tu cuerpo, cada impulso de tus latidos, cada membrana de tu cerebro. Todo al mismo tiempo. Todo en su lugar. Todo y más.

A diferencia de tantas otras noches fortuitas, te salió del alma pedirle su número de teléfono. Y él encantado de lo cedió sin reparos. Te despediste con un beso en sus labios y saliste de ese edificio a las 10 de la mañana con una extraña sonrisa que jamás habías experimentado en tu germinada vida. Sentías algo que no revoloteaba hacía muchísimos años en tu cuerpo. Y quizás por eso no la reconociste de inmediato. Necesitaste un segundo encuentro con Daniel para entenderlo.

Lo volviste a ver dos fines de semana después. Nuevamente te invitó a su casa. Debía ser una nueva noche de buen sexo. Como tantas otras. La diferencia es que había un porcentaje de ilusión acumulado en tus vértebras que no sabías explicar. Solo te dejaste llevar por aquel pretérito sentimiento. ¿Recuerdas el entusiasmo que sentías de pequeño cuando llorabas secretamente con los finales felices de tus películas infantiles? ¿Recuerdas el bienestar que sentiste cuando viste entrar a Matteo en la sala de clases la primera vez? ¿Recuerdas lo que sentías en Florencia cada vez que le volvías a ver la cara a Luciano? ¿No recuerdas nada? Claro que no. Los últimos 23 años de tu vida los usaste para engrandecer todo lo opuesto. Por eso no supiste entender por qué y desde dónde venía ese cosquilleo cuando Daniel te abrió la puerta de su casa por segunda vez. Se tomaron una copa de vino hablando de trivialidades. Te acercaste a él como una gacela. Él entendió tu lenguaje y se dejó colonizar. Lo besaste. Uno suave. Elegante. Preciso. Sus manos se desbloquearon. Se cruzaron. Se entrelazaron. Su silueta viril te embaucó. Tu perfil febril lo encandiló. Se deseaban con potencia. Se seducían con rigor. Su boca sólo tenía ojos para ti. Tu piel sólo se erizó por él y para él. El Popper intensificó aquel espectáculo de caricias despiertas y cinturas sólidas como una roca. Cogiste con picardía sus piernas y las situaste sobre tus hombros. Lo acercaste a tu abdomen sin dejar de observarlo. Daniel se doblegó para disfrutar con mayor placer que tu verga ilustrada se adjudicaría aquel hueco de ensueño que tenía entre sus estoicas nalgas. El fuego se encendió en el instante que lo penetraste con libido y sabiduría. Gozó. Gozaste. Gozaron. Se sintieron completos y audaces.  Fuiste un caballero y esperaste zendos minutos porque querías sentir el placer de que ambos eyacularan al mismo tiempo. Los gemidos de placer cuando ambos expulsaron su hombría eran notas musicales despampanantes y justas. Espasmos gloriosos. Agitaciones deliciosas. Contorsiones simbólicas. Un orgasmo que sintieron al unísono como dos cómplices distraídos. Se quedaron horas acariciándose los cuerpos resignados y humildes. Esas caricias honestas que te relajan el alma. Que te hacen volar y te duermen al mismo tiempo. Al día siguiente se despertaron abrazados y sonrientes.  Y entendieron que esa noche mágica debía repetirse con frecuencia.

Daniel por trabajo debía viajar mucho al extranjero. Por lo que, aunque hubieses querido que fuese diferente, no repetían citas de manera constante. Por eso tenías que sacarle el máximo de partido cada vez que se reunían. En su casa. En la tuya. Daba igual. A medida que pasaban las semanas, Daniel y tú comenzaron a explorar el lado más morboso del sexo que compartían. Les nacía orgánicamente, poco a poco, ir descubriendo nuevas rutinas, nuevos elementos y nuevos espacios. Empezaron a comprenderse mutuamente y validar que ambos estaban dispuestos a jugar de igual a igual. Que ninguno era tan convencional. Que ninguno quería ser un clasicón. Fue así que comenzaron a experimentar con juguetes, arneses y jockstraps. Tentaciones en potencia que motivaban el sexo a otro nivel más intenso y temerario. Cada encuentro era sinónimo de una nueva instrucción sobre tu cuerpo y sobre el suyo. Sobre todo, aprendieron que ambos congeniaban sin presunciones y liberados de cualquier prejuicio prestablecido. Con Daniel aprendiste que el sexo es infinito. Y te encantó. Adquirían consoladores en el Sex Shop de la esquina de tu casa. Compraban cueros por internet. Obtenían estupefacientes al dealer de turno. Y a medida que pasaron los meses, se atrevieron a invitar a terceros, y hasta cuartos, para hacer de sus prácticas irrepetibles y magníficas. Entre ambos había un lenguaje propio que solamente ustedes dos conocían, por lo que invitar a más gente a ser parte de sus veladas no infringía en absoluto la complicidad que estuvieron construyendo a lo largo de esos meses. Sin darte cuenta, sin siquiera premeditarlo, entendiste que no necesitabas de nadie más. Que Daniel era suficiente. Que tu ego y vanidad podían mantener su gloria con él a tu lado. Reemplazabas noches de fiesta con los amigos de siempre por noches de folleteo con Daniel, sus juegos, sus privilegios y sus caracteres. Y te enamoró. ¡Cuidado, hombre! Esa palabra. Tan confusa y rebuscada. Supuestamente tenías resulto que esa palabra no debía ser parte de tu vocabulario. Era un acuerdo contigo mismo. Pero tu cabeza la usó. Tu cuerpo la usó. Y con todo lo cursi que sonaba, tu corazón también.  ¿Enamorarse? Qué sensación más rara y solemne al mismo tiempo. Pero, a ver, guapo, ¿Te estabas enamorando de Daniel? ¿O te estabas enamorando del sexo con Daniel? Sentías dependencia, sentías admiración, sentías confinamiento. Todo eso era respecto a cómo Daniel te hacía sentir contigo mismo, y cómo tú te sentías con él. Disfrutaste con otro en la intimidad como nunca antes habías versado. Lo recuerdas ¿no?, ¡seguro que sí! Solo te faltaba reconocerlo. Y para reconocer algo tan relevante como aquello, había que verbalizarlo de algún modo.

Llegaste un viernes a su casa. Pasarían todo el fin de semana follando. En tu mochila llevabas lo de siempre: dildos, cockrings y lubricantes especiales. Pero además llevaste una carísima botella de cava. Querías celebrar por el simple hecho de celebrar. Se sentaron en la terraza a fumar un porro, comer aperitivos y beber de aquel Champagne. Un preámbulo articulado para que sus cabezas encendieran motores. Las lenguas se atolondraron de risas y festejos. Es que con Daniel te llevabas tan bien. Te hacía reír, te entretenía y te enaltecía. Lo miraste a los ojos. Esos ojos azules que te embobaban sin pretenderlo. Y por primera vez en tu vida te declaraste. Lo llevabas estudiando hacía días. Eras un experto amante, sabías usar bien tus palabras. Sabías seducir y conquistar. Pero jamás te habías destapado a ese nivel. Jamás te habías desnudado tanto. Y fuiste vulnerable por primera vez, frente a esos ojos azules de Daniel. No fuiste ostentoso, eso te lo debías admitir, porque no iba con tu personalidad. No usaste verbos pegajosos ni frases relamidas. No complejizaste tus palabras con sinónimos fanfarrones o rebuscados. Fuiste honesto, directo y sencillo. Como quizás nunca antes habías sido en tu vida frente a otro hombre. Frente a tus propias emociones. Frente a tus propios sentimientos. Sin embrago, los ojos azules de Daniel cambiaron de color drásticamente. Se ofuscaron. Te ignoraron. Daniel no soportó tus humildes palabras. Le tiritaron los labios. Se le acongojaron las cautelas. Había un secreto que él, en meses, había sido incapaz de confesar. Y gracias a tu declaración privada, no lo quedó otra que revelarse. Esos viajes de trabajo no eran más que viajes para visitar a su familia. No, no a sus padres o hermanos. El muy hijo de perra estaba casado y tenía 3 hijos. Vivían en ciudades apartadas porque su trabajo estaba en la capital, pero él y su esposa querían que sus hijos tuviesen una vida provincial, lejos de los barullos citadinos y las excitaciones metropolitanas. Llenas de drogas y tentaciones infringidas para niños inocentes y honrados como los suyos. Que la ciudad era un nido de víboras, y el pueblo un refugio emancipado. En ese momento se te quebrantaron todas las vísceras, todos los frenesíes, todos los espejismos. En ese momento que te sentiste el escombro más irrespetado y patético del basurero. Ese momento que se te partió el corazón en dos. Te levantaste de aquella cena burbujeante de copas y canapés. Cerraste la puerta por fuera para nunca más volver a verle la cara a Daniel. Dignidad aún te quedaba.

Karma ¡Qué bonita teoría!

Después de aquella adversa experiencia tu corazón no se ablandó. Se congeló, mas bien dicho. Volviste a tus rutinas de cueros desechables. De hombres momentáneos. De fiestas interminables. Y no te diste cuenta cuando ya llegabas a la cincuentena de edad. Comenzabas poco a poco a notar como se te caían las arrugas. El gimnasio, y confiesa que alguna operación que te habías hecho en el pasado, ya no eran suficientes para mantenerte en el reino de Peter Pan. Comenzabas a sentirte algo desubicado en fiestas de música electrónica y pastillas desmedidas. Tu cuerpo ya no tenía el aguante que ejercitaste durante años de noches. Te vestías a la moda. Eras un madurito atractivo e interesante. Muchos niñatos te miraban como un “daddy” que los invitaba de vez en cuando a cenar o a una copa, a cambio de una encamada exquisita de pieles jóvenes. De roces inexpertos y de seducciones enérgicas. Te gustaba sentirte vivo cuando un veinteañero te comía la polla o te prestaba el culo. Te gustaba sentirte parte de aquella tertulia de indiferencias y contradicciones. De lujuria desorbitada por el solo hecho de follar. Sin más. Sin menos. Fue en esas épocas altaneras que comenzabas a sentir sexos desiertos y sinsabores. Pero estabas tan acostumbrado a esa soledad que la asumiste sin proverbios. Eras un hombre adulto capaz de lidiar con aquellos vacíos. Pero también tenías la suficiente inteligencia para hacer algo contra ello, pero ¿Cómo?

Comenzaste a entender que la idea de “pareja” no tenía por qué ser una mala. A medida que pasaba el tiempo, comenzaste a notar que la tercera edad se te acercaba a pasos agigantados y que no podías hacer nada para detenerla. El sentimiento nocivo de soledad comenzó a transitar por tus venas. Tu sangre te pedía un cambio, de lo contrario ese tan ambiguo monólogo que disfrutaste por años, te comenzaría a pasar la cuenta. Tenías amigos, tenías hermanos, tenías sobrinos. Sólo no estabas. Sin embargo, llegar a tu casa cada tarde a prepararte la cena que te sentabas a comer sólo en tu comedor, comenzó a ser una figura que te daba escalofríos. Fuiste lo suficientemente inteligente como para avivarte y asumir que no querías estar sólo, que no te podías imaginar en 20 años más en tu departamento de la misma manera. Que necesitabas compartir lo que te quedaba de vida con alguien más. Lo pasaste mal un tiempo. Sufrías por esa tan desarmada vejez, no estabas preparado aún para enfrentarla. ¡Vaya escenita, tío, que te montaste en la cabeza! El miedo al futuro no era parte de tu anatomía. 

Intentabas que tu mejor arma se convirtiera en tu mejor aliado. Esa voz, esa palabrería, esa forma de conquistar tan tuya. Usabas tu labia para encantar a otros hombres. Esta vez tu objetivo no era follar y punto, no señor. Esta vez la usabas para que, de una cita, pasaras a una segunda, tercera y todas las posibles. El fantasma de Daniel no te detuvo, y con dos cojones te atrevías a mostrarte frente a otro tal cual eras, te permitiste revelar tus lados más auténticos y sensibles. Y también a conocer a los otros como los seres humanos que eran, y no solamente como pedazos de carne. Y no lo hacías mal. Intuiste que dentro de tu sistema nervioso corría una veta encantadora y reflexiva. Te sorprendiste de ti mismo. De tener esa capacidad tan humana de ser vulnerable frente a otro humano. De entender que el sexo no es una herramienta, sino un complemento. Y aprendiste a que querías enamorarte por primera vez. Y, además, que fuera con reciprocidad.

Tú tenías 59 años. Flavio tenía 55. Se conocieron a través de Matteo. Él entendía que la soledad te estaba carcomiendo las fibras. Observaba cómo intentabas fallidamente encontrar el amor. Que ibas de cita en cita sin sexo. Que te enamorabas con esmero y desenfreno. Que todos los buses te servían, sin importante edad, estilo de vida o visión de futuro. Querías pareja a como diese lugar. La verdad, aquí entre nos, eras un poquito patético. Por eso Matteo cuando vio la posibilidad te tiró un salvavidas llamado Flavio. Matteo les organizó una cita a ciegas. Hacía años que no tenías una y estabas nervioso. Normal. ¡Tranquilo hombre, seguro que saldría todo bien! Tenías que confiar en ti y ya. Era un hombre brasileño que llegaba por negocios a la ciudad. Y pretendía quedarse una buena temporada. Cuando llegaste a aquel restaurante, él ya estaba sentado con una copa de Chardonnay. Era un hombre robusto, agraciado y cariñoso. Canas suaves lo recorrían desde la cabeza hasta los pies. Tez morena, labios predominantes, ojos mansos. Su acento era tremendamente seductor, su humor era blanco y negro al mismo tiempo, sus posturas eran definidas y sensitivas. Mientras lo escuchabas hablar sobre sus viajes por el Amazonas, no pudiste evitar una erección dentro de tu pantalón. Se te retorcijaron los dedos de los pies cuando te contaba sus aventuras selváticas. Se te amontonaron hormonas perdidas por todo tu cuerpo. Dos horas después estaban en tu departamento de sábanas blancas y sexualidades expuestas. Comenzaste por su boca, todo un clásico. Besaste sus labios, su nariz, sus mejillas, sus barbas abundantes. Él te cogía por la espalda y te acariciaba desde la cintura a los hombros. Se miraban de reojo para entender el próximo paso que darían. Él se atrevió a dirigir sus manos hacia tu entrepierna. Tú te dejaste exonerar por lo que aquellas manos necesitaban reconocer, y con astucia desabotonaste tu pantalón y revelaste lo que Flavio provocaba en ti. Puro goce. Pura calentura. Pura pasión. Él no se quiso quedar atrás, se bajó el pantalón, se desabrochó la camisa y se quitó el calzoncillo. Su miembro viril te alucinó. Era cierta aquella fama que tenían los brasileños. Tu rostro no aguantó mucho tiempo observado tanta belleza. No controlaste tus impulsos, y fuiste directo a degustar aquella verga morena y oportuna. Te la tragaste hasta que tus ganglios bloquearon tu respiración, sin embrago no importaba ahogarte. Flavio disfrutaba con cada caricia que tu boca le regalaba a su rabo erecto. Olías cada rincón de aquella zona corporal fascinante. Te acariciaba la cabeza mientras lo mirabas a los ojos sin dejar de saborear su miembro. Se compenetraron en esas miradas que los obligaban a más. Se sentían como dos aguerridos jovenzuelos que experimentaban virginalmente el cuerpo del otro. Pero ahora era el turno de Flavio de sentirte suyo. Te levantaste de tu posición arrodillada y dejaste tu polla ávida frente a su rostro. Él sonrió. Te lamió con placer. Besó tu glande, luego tu piel endurecida. Complació ese par de huevos contundentes de felicidad. Y de solo un sopetón pudo tragar todos tus genitales de manera casi simultánea. Y cerraste los ojos para sentir aquel sentimiento de manera aún mas intensa. Era lo que te merecías. Se levantó. Quería continuar con tus besos. Te lamió el rostro descomprimido. Sus salivas eran correctas y espesas. Te dejaste humedecer y empapar en su respiración. Se apresuró a voltearte para seguir con tu cuello y torso desnudo. Se abalanzó sobre tu núcleo depilado. Lo manoseó con lujuria. Se hizo cargo de ese agujero tuyo con su lengua. Y tú ¡Ay, amigo mío! te dejaste llevar por ese brasileño elevado y adjudicado. Cuando sentiste su polla dentro tuyo, un sinfín de emociones revolotearon cada filamento de tu cuerpo. Se te erizó el alma. Su vaivén abdominal te dejó sin aliento. Querías más. Le exigías más. Y Flavio, deferente, te dio más. Por horas. Por días. Por décadas enteras. Cuando no pudiste más de placer, te viste obligado a eyacular toda tu savia masculina. Y él te regló la suya. Y juntos entendieron que eso no fue sólo follar. Sino mucho más que eso.

Ese sexo que se transformó en mutuo amor obligó a Flavio a quedarse contigo. A amarte y respetarte, porque era recíproco. Ya eras un hombre mayor, de más de 60 años, pero, lo más bonito de tu tan avanzada edad, era que todas las princesas y príncipes de Disney de tu niñez, cogían sentido después de tantos años deleitándote en secreto con sus aventuras. A medida que pasaba el tiempo Flavio y tú emprendieron un viaje juntos, de la mano, reconociendo sus mentes, sus corazones y sus cuerpos. A disfrutar del sexo cómplice que una pareja construye. ¿Que si eran pareja abierta, cerrada o sacramentada? Daba igual. ¿Que si eran pasivos, activos o versátiles? Que más daba. ¿Que si usaban juguetes, pornografía o viagras? No importaba. ¿Que si disfrutaban más con un tipo de fantasías sexuales que con otras? Eso era secundario, lo importante era tenerlas. Sexo con amor. Amor con sexo. Sexo sin amor ¿Cuál era de la diferencia? Nunca es tarde para aprender que al final todas son lo mismo. Porque lo único que realmente importaba respecto a hacer el amor con Flavio, era que lo supiste entender desde lo banal y físico hasta lo más sustancial y abstracto. Que los límites son ilimitados, y que, la voz del sexo es tan sagrada, como el sentimiento enmudecido que dos hombres son capaces de generar. Te demoraste en aprenderlo, sí. Pero es que acaso ¿No hemos venido a esta vida para aprender?, daba lo mismo tu edad, lo importante era que finalmente lo habías entendido. Y eso te dejó el alma llena y el cuerpo satisfecho. Todo al mismo tiempo. Por primera vez.

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