

EL REY PERFECTO
2010
Hace muchos, muchos años atrás, en las lejanas tierras de Aronia, el Rey Eustaquio y la Reina Esmeralda tuvieron a su primer y único hijo, a quien llamaron Octavio. Todo el reino estaba engolosinado con el nacimiento de su futuro líder y celebraron durante semanas el gran acontecimiento. El Príncipe Octavio traería la esperanza que los aldeanos tanto anhelaban para convertir a Aronia en un lugar próspero y feliz.
El día de su nacimiento, los dioses le obsequiaron a Octavio las Bondades Monárquicas necesarias para que con sabiduría pudiese gobernar Aronia. La justicia, para mantener la armonía entre sus súbditos. La clemencia, que lo inclinara a hacer siempre el bien, con una profunda empatía a las personas. Y finalmente, la templanza, que le permitiría tener la dignidad de no dejarse tentar por placeres clandestinos y que pusieran en juego las otras virtudes obsequiadas. Los dioses advirtieron que las Bondades Monárquicas estarían insertas en cada pensamiento, decisión y sentimiento que Octavio realizara durante su reinado, sin embargo, los años venideros serían decisivos para formar en él la fuerza física y mental complementaria para convertirlo en un ferviente luchador por su pueblo. Para los Reyes Eustaquio y Esmeralda, el Príncipe Octavio debía convertirse en el Rey Perfecto. Y fue por lo mismo que se encargarían de que tuviese lo mejores tutores para que lo guiaran por el camino correcto. Debía aprender de astronomía, ecología, filosofía e historia, por lo cual escogieron al mejor profesor de la comarca: Sir Bendigal. Pero también debía aprender a usar las armas, defensa personal, esgrima, combate y destrezas ecuestres, y sin duda que el único capaz de enseñarle estas técnicas debía ser Lord Malfaisant, un veterano guerrillero. Había participado en la conquista de varias regiones lejanas y había liderado escuadras de protección de otros reinos. Sin duda que el aguerrido pasado de Lord Malfaisant lo habían convertido en una persona fría y absorbente. No tenía nuevas amistades en Aronia y tampoco pretendía hacerlas. Su misión era convertir al Príncipe Octavio en un despiadado combatiente. Sir Bendigal, por otra parte, inculcaría en Octavio la capacidad de dejarse sorprender por las bellezas de la naturaleza y por una literatura sobria y calibrada sobre cómo se debe gobernar. La misión de Sir Bendigal era inspirar en Octavio el respeto y la tolerancia, bondades que los dioses no consideraban monárquicas, pero que sin duda ayudarían a su pupilo a ser un líder realmente bondadoso y completo.
Con la dualidad de ambos formatos muy diferentes de enseñanza, Octavio fue creciendo y aprendiendo sobre la forma correcta de regir y la cualidad grotesca para batallar. Su tiempo se dividía entre largas sesiones de lectura y paseos por el bosque y luego interminables clases de combate sobre un caballo y el uso de espadas y mazos.
Aún Octavio a sus 7 años no tenía amigos. Los plebeyos que iban a la escuela normal y corriente eran de una casta diferente y por ende tenían prohibido acercarse a Octavio. En el castillo no había otros niños, excepto Joel, el hijo del cocinero real quien ayudaba arduamente a su padre con las cacerolas y la mantención del fuego del imponente horno de barro que estaba al fondo de la cocina. Joel era un niño tímido e ingenuo que cuando podía y nadie lo veía jugaba solo con sus caballos de madera en los jardines del castillo. Una aburrida tarde de solsticio, Octavio estaba ya agotado y encerrado en el aula donde Sir Bendigal le explicaba sobre geografía aroniana. Con dicha descubrió tras la ventana como Joel jugaba sigilosamente en el patio detrás del salón y por primera vez en su vida averiguó que había otro niño en palacio. Sonrió tímidamente porque no sabía si era lo correcto o no dejarse llevar por las inexplicables ganas que llevaba acumulando hacía años de poder pasar tardes completas jugando y chapoteando con otro niño de su edad. Sir Bendigal, sin decir o preguntar absolutamente nada, entendió que la sonrisa que apenas explayaba su alumno era de regocijo al ver cómo observaba a Joel jugar con libertad y albedrío. Entendió que Octavio tenía sólo 7 años y que merecía ser niño y no un esclavo de los libros. No estaba dentro de sus obligaciones poder otorgarle a Octavio esa libertad, el Rey Eustaquio había sido muy claro sobre la importancia de los estudios de su hijo, sin embargo, y porque Sir Bendigal era un competente maestro, entendía que la vida no se aprende en los libros, sino en el barro, en las risas y el retozo. Mandó a llamar a Joel al aula. Presentó a Octavio con Joel. Dos niños sanos de carácter. Dos niños iguales en edad, en intenciones y deseos simples, pero diferentes en clase y sangre. Dos niños deseosos en poder encontrar a un compañero de recreos y juegos mansos. Dos niños impedidos en ser cómo tales y que gritaban poder liberar su pensamiento infantil y dócil.
Con mucha prudencia Sir Bendigal se acercó a Markus, el cocinero real. Al entender que su hijo también vivía en palacio, se ofreció gratuitamente a inculcarle algo más allá que fuera pelar papas o lavar verduras. Lo convenció que el niño tenía capacidades y que era importante para su futuro poder aprender que el mundo es mucho más que una cocina. Markus aceptó a regañadientes, mal que mal su hijo era su empleado, pero al ver la cara de súplica de Joel no le quedó otra que aceptar, condicionando las horas y que Joel debía comprometerse a regresar cada tarde a ayudar con la cena real. Por otro lado, Sir Bendigal hizo prometer a Octavio que no revelaría a sus padres el nuevo compañero de juegos que tanto anhelaba. Así, profesor y alumnos comenzaron juntos a descubrir la belleza del campo, de los cultivos y de los lagos. Inventaron juegos de rondas y magia, aprendieron a tocar la cítara, la guitarra y el acordeón y experimentaron técnicas de dibujo y pintura. Crearon un lienzo multicolor donde dibujaron cómo se imaginaban su futuro. Serían adultos felices y vivirían un Reino Mágico de arco iris y frondosos parques. Se dibujaron a ellos mismos de la mano, llenos de vida y plagados de cándidos amarillos que representaban los cálidos rayos de sol, de poderosos verdes que manifestaban campos ricos y suelos sólidos, de azules transparentes de aguas amigas, de rojos fuertes que apelaban la energía divina de vibras alegres y de morados violeta que albergaban el espíritu ferviente de dos amigos. Ese imaginario reino, que era sólo de ellos dos, lo llamaron Harvey. Un mundo inocente donde no existían diferencias de ningún tipo.
Joel y Octavio con el pasar de los años, y quizás porque nunca conocieron a nadie más, se transformaron en mejores amigos; se querían y necesitaban, se contaban sus secretos y sus miedos, cada vez que podían se arrancaban al bosque a comer manzanas y cazar pequeños conejos o ratones. Era una amistad clandestina, que sólo Sir Bendigal conocía, quién más que en un profesor era un cómplice. Ambos chicos, según los dictámenes reales, no podían estar juntos porque su condición social no se los permitía. Sin embargo, su secreto era pura entretención, camaradería y sobre todo mucho cariño. Excepto cuando Octavio debía cumplir sus horas de clases matutinas junto a Lord Malfaisant.
Sus interminables asambleas de guerra eran bruscas y sórdidas. Lord Malfaisant no tenía piedad en enseñar a Octavio a matar a mano armada a los pocos presos del calabozo, a cazar lobos y ciervos con violentos sistemas de matanza y a resguardarse de soldados y escudos de fierro con métodos suicidas de defensa. Mediante brutales técnicas infringía la inocencia infantil de Octavio porque quería transformarla en la personalidad altanera y desmedida de un soldado adulto. Lo inducía al odio por el enemigo, le contaba historias de estrago y sangre, de cómo decenas de reinos habían caído bajo su violenta garra y que ésa era la única alternativa para derrotar lo adverso. A veces Octavio se confundía. Las enseñanzas de un profesor y otro eran totalmente divergentes. No tenía sentido, según él, proteger al prójimo con sabia templanza, justicia y clemencia, que los dioses y Sir Bendigal tanto infundían, con la férrea manera de Lord Malfaisant. Se desahogaba con su amigo Joel. Era el único con quién se atrevía a ser blando y llorar, porque los hombres, según Malfaisant y su padre, el Rey Eustaquio, no debían hacerlo nunca. Se sentía imperfecto cuando doblegaba su hombría y se dejaba consolar por Joel. Pero se sentía raramente bien haciéndolo. Joel se abrigaba cuando abrazaba a su amigo en un consuelo profundo de entendimiento. Si bien no sabía de ira y armas, entendía que Octavio se acomodara cuando se dejaban llevar por algo tan puro como su amistad fuerte y sin inhibiciones. Joel y Octavio se habían prometido estar siempre unidos, pasara lo que pasara. Hicieron un juramento de sangre, uniendo sus pulgares con un pequeño corte en sus dedos. Octavio debía defender a Joel, eso era lo que realmente significaban las Bondades Monárquicas y le prometió que cuando se convirtiese en Rey, lo haría noble para que él y su familia pudieran aspirar a una situación de vida más favorable. Joel le prometió lealtad eterna, jurando serle fiel a Octavio tomase las decisiones que tomase, como Príncipe y luego como Rey. Sería su fiel vasallo, pero sobre todo, su amigo.
Cuando Octavio cumplió los 14 años, Lord Malfaisant vio en su pupilo las capacidades resueltas para poder luchar a favor de Aronia. Les propuso a los Reyes Eustaquio y Esmeralda que su hijo ya estaba preparado para salir a la lucha y conquistar nuevas comarcas para transformar a Aronia en una tierra de poderosa supremacía. Se escudaba en que la misión podría ser compleja, pero que Aronia y los aronianos merecían mejores tierras para seguir creciendo como pueblo y convertirse en un imperio.
Antes del verano las tácticas de combate y las artillerías de guerra debían estar listas. Se reclutaron a miles de aronianos para que fueran parte del cuerpo de lucha más grande que Aronia jamás haya visto. Todo liderado por Lord Malfaisant y el Príncipe Octavio. A sus cortos 14 años era un chico valiente e implicado a su pueblo. Se sentía dueño del coraje que siempre demostraba a sus padres y tutores. Lord Malfaisant estaba orgulloso de Octavio y lo sentía su aliado para poder cumplir la misión que se habían encomendado. Pero Octavio se quitaba la careta de chico malo frente a Sir Bendigal. Con él se dejaba ser una persona tierna y comprometida con los valores que tantas veces hablaron. También con Joel, su amigo incondicional. Su complicidad se había transformado los últimos años en una necesidad mutua. Si bien muchas veces Octavio instó a Joel para que lo acompañara en la aventura de la conquista, Joel tenía una personalidad que le impedía ser parte de la escuadra que Octavio con Lord Malfaisant estaban construyendo. Finalmente Octavio entendió que era mejor que su tan adorado amigo se quedara en el castillo de Aronia, que el riesgo de morir era altísimo y no quería que Joel sufriera en carne propia lo que implicaba ser un soldado. Las crueles historias de Lord Malfaisant le habían enseñado que la muerte está en cada esquina cuando se lucha contra poderosos batallones enemigos. Proteger a Joel era proteger a Aronia.
La noche antes de partir a un viaje largo y donde no retornar también era una posibilidad, Sir Bendigal le obsequió al Príncipe Octavio un pequeño frasco. Su contenido era un extraño líquido que se dejaba iluminar solamente cuando Octavio la cogía con sus manos. Sir Bendigal le explicó que era un remedio mágico que curaría cualquier alma en desgracia mortal. Sólo funcionaba cuando Octavio la aplicara sobre un cuerpo moribundo, pero la condición era que la pócima sería efectiva únicamente si a quién quisiese aplicarla fuera una persona por la cual Octavio tuviese honestos sentimientos de respeto y amor. Sobre cualquier otra, el brebaje no tendría efecto alguno. Le aconsejó además que nunca dejara de lado todas las enseñanzas que Sir Bendigal con tanto cariño le había transmitido, que las Bondades Monárquicas debían ser su escudo protector más potente y que Aronia sólo se convertiría en un Imperio con las virtudes de tolerancia y respeto que muchas veces discutieron. La crudeza de la sangre no siempre sería la razón justa de conquista. Esa misma noche Joel no dudó en regalarle a Octavio un secreto abrazo de aprecio. Un abrazo que estuvo plagado de energía y la misma promesa que años antes se había hecho. Ambos jóvenes llorarían su separación, porque el cariño que los unía era especial y jamás experimentado por ninguno. Octavio prometió que a su regreso la vida en Aronia cambiaría para mejor.
Bastaron casi 3 largos años, antes que los Reyes y el pueblo de Aronia volvieran a tener noticias de los valientes soldados que habían salido a la conquista, y a la guerra. El Príncipe Octavio regresaba estoico y triunfante en su corcel blanco junto a Lord Malfaisant. Mucha sangre se había derramado en esos 3 años de lucha, muchos quedaron atrás dando su vida por Aronia. Sólo unos pocos habían logrado regresar con vida al pueblo. Pero había valido la pena, el Príncipe Octavio en nombre de Aronia había conquistado 3 nuevos reinos vecinos. Su reinado ahora se extendía a nuevos confines. Tres nuevos palacios ahora estaban bajo el mandato de Aronia, y el Rey Eustaquio era uno más poderoso, con más tierras y más habitantes a quiénes gobernar. Aronia estaría de fiesta porque la prosperidad que muchas veces se prometió ahora era una realidad y todo gracias al Príncipe Octavio. Cuando se coronó como el héroe máximo aroniano, Lord Malfaisant algo de celos hincharon sus venas. Él también había luchado y no al costado de Octavio, sino que al frente. Había sido él quien lo había formado y liderado las estrategias de lucha contra los otros reinos y ahora el Príncipe se llevaba los aplausos y ovaciones de un pueblo entero. Sin embargo, se quedó en calma y por respeto a los Reyes, guardó silencio. Sabía que su fama iba a llegar tarde o temprano. Se encargaría de que algo pasara para que toda la injusta gloria que se había ganado Octavio quedara en el olvido y fuera él el más respetado y admirado de todo el nuevo imperio de Aronia.
Para Octavio fue difícil reconocer a Joel cuando lo vio por primera vez después de 3 años. Había crecido, estaba más fornido y sus facciones adultas más pronunciadas. Pero su mirada tierna y amorosa no había cambiado. Fue complejo que ambos chicos pudiesen reunirse nuevamente a escondidas para poder contarse todo lo que en ambos había sucedido durante todo ese tiempo. Joel se había transformado en el camarero privado de los Reyes, era él y sólo él quien debía servir a los Reyes durante los desayunos, almuerzos y cenas reales. Durante esos 3 años, Sir Bendigal había instruido, por orden real, a Joel en protocolo y buenas costumbres. Markus estaba orgulloso del ascenso de su hijo. Para Joel sin embargo no era un ascenso, era casi una vergüenza tener que servir de esa manera a sus Reyes. Sobre todo ahora. Ahora que Octavio estaba de regreso en palacio, Joel también debía servir al Príncipe en cada comida real. Era extraño verse de esa manera, ambos jóvenes eran mucho más observados y tenían encima de ellos los ojos directos de los Reyes. Ahora que Octavio no debía cumplir con clases de ningún tipo, debía pasar mucho más tiempo con su padre, quién le explicaba y congeniaban nuevas formas de gobernar un nuevo Aronia, mucho más grande.
Tuvo que pasar al menos un mes después del retorno del Príncipe Octavio antes de que pudiese estar a solas con Joel. Una encubierta noche, en una torre vacía en el ala izquierda del castillo, habían acordado reunirse a solas. Joel estaba ilusionado, al fin podría darle un abrazo a su tan adorado amigo, sin embargo Octavio había cambiado. Todos estos años, su forma de ver a la personas y la vida se habían transformado. Su espontánea candidez era ahora seria y rígida. Sin Sir Bendigal cerca por tantos años, y sólo bajo la negativa influencia de Lord Malfaisant, Octavio había aprendido a ser una persona descariñada, aún más si de plebeyos se trataba. ¿Dónde habían quedado las Bondades Monárquicas? ¿Las promesas de una amistad fraterna? Más al descubierto quedó la separación de ambos amigos, cuando el Príncipe le informó a su nuevo sirviente que sus padres organizaban una Fiesta Real donde serían presentadas en sociedad las potenciales princesas que hacía años se venían formando, separadamente de Octavio, para que él escogiera una esposa y se transformara en la futura Reina de Aronia. Era la costumbre monárquica, de la cual Octavio jamás se había enterado hasta ahora y que debía asumir responsablemente como futuro Rey.
Joel lloró las siguientes noches. De día debía servir a los Reyes y Príncipe. Disimular su decepción por Octavio con muecas de reverencia cada vez que se acercara a la realeza. Pero de noche se lamentaba, en su humilde habitación, cómo era posible que su amigo del alma haya cambiado tanto. Qué ya no lo reconociese y lo apartara de su vida tan mezquinamente. Era extraño sin embargo, que sus sentimientos fuesen tan poderosos que lograban inmiscuirlo en una fuerte depresión. Se sentía vacío. Sólo. Ajeno. Ahora que Octavio no se presentaba en su vida, sentía que ya no valía la pena estar de pie. Octavio era un motor de alegría y se lo habían arrancado con desazón. Una mañana se atrevió a desahogar su acongojada pena con Sir Bendigal. Se atrevió a exteriorizar su gran desilusión, pero que al mismo tiempo le inquietaba que tanta dependencia hacia Octavio le perjudicase de esa forma. Sir Bendigal, con sabiduría y ponderación, comprendió en pocos minutos lo que pasaba por la cabeza, y corazón, de Joel. Pero prefirió callar porque esas sensaciones sólo él las debía descubrir.
En la noche de la Fiesta Real, el castillo entero se había decorado con velas incandescentes y un festín de vino y sabrosas delicatesen. La música orquestal sonaba al son del vals que los invitados disfrutaban a cabalidad. En un imponente rincón dorado, los Reyes Eustaquio y Esmeralda junto al Príncipe Octavio observaban risueños el deleite de sus espléndidos asistentes. Todo era perfecto. Estaban ansiosos porque pronto se revelarían una docena de bellas princesas, posibles pretendientes para el Príncipe. Poco a poco comenzaron a circular hermosas doncellas cubiertas en elegantes vestidos y tiaras de diamantes sobre sus delicados cabellos. Todas participarían de una presentación a viva voz sobre quiénes eran ante los ojos examinadores de la Realeza de Aronia. Habían sido instruidas por 18 años sobre modales, canto y sastrería, sobre buenas costumbres y soberanía real para convertirse en una esposa y amante ejemplar. Sin embargo, a medida que pasaba cada una de las doncellas, Octavio se iba sintiendo incómodamente abstraído por la situación. Sólo pensaba en Joel y en lo mal que se sentía por haberlo tratado como un sirviente y una basura, olvidando todo lo que había aprendido de Sir Bendigal. También todo lo que Joel le había enseñado.
Después de la presentación formal, Octavio solicitó a sus padres un respiro para poder decidir con más confort por alguna de las 12 aspirantes a Reina. Se alejó del bullicio de palacio. En una fuente de mosaicos de marfil, se sentó a escuchar el silencio y las voces internas que gritaban por Joel. Ahí en la oscuridad del sigilo apareció una silueta retraída y disuelta. Era hermosa. Octavio sentía que un ángel se le acercaba. Su corona comenzaba a palpitar sobre su cabeza. Sus manos comenzaron a sudar y su estómago se precipitó con cosquillas graciosas. Era Joel. No se dijeron nada. Se miraron complicadamente a los ojos. La luz era anónima. En ese momento no existía nadie más, excepto la luna. Cualquier guerra, cualquier conquista, cualquier mal entendido y cualquier servicio mesero quedaron olvidados y se permitieron recordar sin palabras esa mágica confabulación que de niños los mantuvo tan unidos. Se abrazaron con entusiasmo y lágrimas. Se volvieron a mirar a la cara. Se besaron porque era lo indicado. Un beso que destelló sus pudores y se dejaron llevar por algo que habían olvidado desear tanto. Sus dulces labios se mezclaron con sus corazones conmovidos por un amor auténtico. Uno sin explicaciones ni discernimientos. Entendieron que lo que los unía era más que la amistad, más que la complicidad y mucho más que un reino entero. El momento más delicioso de sus vidas. Delicioso hasta que un malévolo interrumpió su secreto. Lord Malfaisant apareció entre la oscuridad para delatar a los amantes. Sus ojos vieron en ese cuadro la oportunidad perfecta para vengarse de un Octavio que le había robado todo el poder que exigía tener. Tomó su espada de plata. Octavio sin peripecias absurdas apartó a Joel y se defendió contra su ahora enemigo que amenazante pretendía eliminar el amor puro que Joel y Octavio se declararon ante la escondida presencia de Lord Malfaisant. Lo retó a luchar contra él, Lord Malfaisant lo impulsó a pelear con sus esgrimas llenas de reclamo. Joel no podía contener su infusión por defender lo suyo y se lanzó sobre el corpulento cuerpo de Lord Malfaisant quién no dudo en atacarlo con un punzante clavado en el pecho. Joel calló ensangrentado y herido sobre la fuente de marfil. Lord Malfaisant vio su nueva oportunidad de ataque cuando Octavio quedó impávido observando cómo su amante caía en condena. Pero había aprendido del mejor, y Octavio raudamente se defendió contra el asalto enfurecido de su oponente. No dudó en desgarrarle su brazo izquierdo con su espada imponente y dejarlo inválido, limitándolo solamente a gritos escandalosos de dolor mientras se desangraba arrodillado. En ese momento recordó la pócima que Sir Bendigal le había obsequiado años antes. Lo sacó de su bolsillo y el líquido se iluminó sin reticencia. Levantó la cabeza de un desmayado Joel y tiernamente le suministró unas gotas sobre los labios. Octavio impaciente lloraba y esperaba que el brebaje causara efecto. Fue ahí cuando los invitados a la Fiesta Real, y por los ensordecedores gritos de dolor de Lord Malfaisant, se acercaron a la fuente preocupados y alterados. Entre ellos ambos Reyes y Sir Bendigal fueron testigos cómo Joel abría los ojos lentamente y cómo una pujante herida milagrosamente desaparecía de su pecho. Joel poco a poco despertaba y lo primero que entre destellos borrosos vio fue a su tan amado Príncipe. Se volvieron a besar de felicidad desmedida y no le importaron los cientos de testigos que impávidos presenciaban cómo dos hombres, humedecidos por el agua de la fuente, se dejaban amar con tan pulcritud y satisfacción. A Octavio y Joel no les importó y sin tapujos se manifestaron el amor que se proclamaron ignorantemente durante tantos años, pero que ahora era verdadero y tácito. La benevolencia de Octavio se advirtió cuando vio a Lord Malfaisant víctima de la ejecución terrible y dolora de su extremidad. Lloraba por clemencia y rescate. Octavio volvió a destapar su botella iluminada y cedió unas gotas a Lord Malfaisant. Sin embargo, el dolor no se calmaba y la sangre seguía derramándose desde el brazo. Volvió a regalarle más gotas, pero al ver que el padecimiento no se apaciguaba recordó que la pócima no surtía efecto ante quienes Octavio pudiese sentir rechazo. Y no le quedó otra que dejarlo morir a vista y paciencia de los nobles invitados a su Fiesta Real.
Esa noche no se tomó ninguna decisión respecto a la futura esposa del Príncipe. El Rey Eustaquio intentó calmar en su hijo los horribles deseos que había manifestado frente a todo el mundo besando a un plebeyo, y peor aún, un plebeyo hombre. Asumió que su hijo estaba hechizado por algún maleficio ofusco. Le pidió a los dioses una respuesta de cómo salvar a su hijo de tan cruel destino, pero no encontró respuesta alguna. Su hijo había demostrado que era una persona justa, clemente y con temple. Estaba preparado para ser Rey. Sin embargo, el problema era que no existía Reina alguna. Lo que nunca entendió el Rey Eustaquio, era que la justicia que su hijo demostraba era una armonía propia sobre sus verdaderos afectos, que la clemencia había quedado manifestada al intentar salvar la vida de un perverso y que su templanza no había sido corrompida por la tentación carnal hacia otro hombre. Eso no estaba dentro de sus registros monárquicos y por eso se vio en la desalmada obligación de desterrar al Príncipe de Aronia y junto a él, al brujo que lo había manipulado a lo inconcebible. Sir Bendigal se auto desterró también, porque comprendía y respetaba el futuro que sus dos pupilos habían construido para ellos mismos.
Después de kilómetros recorridos, cruzando laderas peligrosas, montañas ventosas, bosques frondosos, desiertos esquivos y mares engañosos, llegaron a una tierra rica en vigorosas huertas, ríos amigables y aguas descontaminadas. Era un recóndito lugar perdido en el mapa. La juventud de Joel y Octavio y los poderes mágicos de Sir Bendigal permitieron construir un nuevo reino, que luego comenzó a atraer a domésticos aldeanos y señoriales caballeros de otras tierras. Era un lugar tranquilo y bello donde se veneraba a cualquiera. No había dioses de ningún tipo que impusieran absurdas leyes sobre cómo gobernar, tampoco había discriminatorios estatutos sobre castas y sangres azules. Con los años la tierra que Joel, Octavio y Sir Bendigal pacíficamente conquistaron y cultivaron, serían prósperas e iluminadas por un clima de respeto y tolerancia. Ese era el Reino de Harvey, el único Reino de dos Reyes.