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EL MEJOR AMIGO

2012

No recuerdo muy bien cómo fue, ni cuándo pasó, pero jamás podré borrar con quién fue. En un colegio de curas, a esa edad, en las familias de la época sólo nos enseñaban que el amor ocurría después del matrimonio. No se nos permitía tener pensamientos impúdicos y el sexo era un tabú. Pero a los 14 años las hormonas comienzan a despertar y nadie te dice cómo controlarlas, si es que se pudiese.

Mi compañero de banco era mi vecino, mi partner de deportes, con el que me tomé una cerveza por primera vez, me fumé mi primer porro, mi confidente, mi mejor amigo. Carlos era el simpático de la clase.  Ese de la labia envuelta de bromas blancas. Yo era algo más introvertido, más ratón de biblioteca y más oyente. Pero a los 14 años aún no desarrollábamos las personalidades que nos caracterizarían de adultos. Nuestra burbuja no superaba el grupo de compañeros de colegio, unidos por el odio a las pruebas y exámenes de los profesores. Y la necesidad de explorarnos a nosotros mismos de la manera más natural posible. Pero insisto, los tabúes de la burbuja nos jugaban malos entendimientos, confusiones sin explicación y resultados sin consecuencias. En ese escenario inadvertido, Carlos y yo comenzamos a confabular una amistad que superaba lo especial, sin embargo aún no lo descubríamos porque la inocencia de la temprana adolescencia era cegadora, pero al mismo tiempo mucho más comprometida y sana que cualquier amistad que se pudo haber construido ya de adulto.

Creo que fue en su casa o la mía, creo que fue en invierno o verano, creo que fue totalmente inesperado o algo planificado. Sólo sé que nos gustó. Después de una lúdica noche de besos aleatorios con otras compañeritas de la escuela, más expertas, que nos enseñaban bajo la influencia de unos borgoñas sin frutas las mejores formas de besar a una chica, Carlos me confesó una vez que todos ya se habían marchado, menos nosotros, lo duro que l

la tenía y las ganas insoportables de hacerse una paja. Le propuse ayudarlo, inventando historias infames que corrían en los pasillos del colegio sobre lo que pasaba en el equipo de básquet. Fue una de las mentiras más grandes que había dicho, pero en ese minuto no lo entendí así y era innato vomitar palabras deseosas de imitar a lo que en mi imaginación hacían los basquetbolistas: en las duchas del gimnasio se tocaban erectos y sin inhibiciones, y no por eso eran “maricas”. Nuestra confianza superaba el conventilleo y Carlos no tuvo tapujos en aceptar mi propuesta. Nos recostamos en una cama, expusimos nuestros miembros estoicos e impacientes. Al principio fueron tocaciones lentas y descuidadas, pero a medida que pasaban los minutos, comenzamos a tragarnos los pudores y poco a poco nuestros cuerpos comenzaron a acercarse y nuestras manos, sin decir una palabra, ni quejarse de nada, comenzaron a acariciar las partes del otro, que no eran ajenas, sino que eran como si fuesen propias. Fue un goce mudo, hasta la última gota de placer fue el silencio más delicioso que a nuestra corta edad jamás habíamos experimentado. Pero fue solo eso, después del orgasmo nos miramos sin muecas, nuestros ojos se entendieron y dedujimos que lo que había pasado había sido excitante, pero no debía repetirse, simplemente porque no era lo correcto.

Después de esa noche hubo cambios entre Carlos y yo. Pero todos positivos. Nos hicimos más colegas. Por primera vez teníamos un secreto que nos cobijaba y nos conjuraba en algo solamente nuestro. Nunca fue necesario tocar el tema, porque no estábamos preparados para hacerlo. Fue y punto. Y así era suficiente.

A medida que pasábamos de clase, comenzamos poco a poco a explorar nuevas vivencias mozas. Novietas fueron y vinieron, juergas intentando ser adultos también, ganamos campeonatos de fútbol juntos, hicimos viajes de verano, nos emborrachamos varias veces, íbamos al cine y al centro comercial a pasar los ratos muertos, él me ayudaba con química y biología y yo con historia e inglés, hasta que llegó la hora de entrar a la universidad. Un paso importante comenzábamos a dar, principalmente porque iba a ser un desencuentro entre nuestra tan fortificada amistad. El último día de clases, después de una de las tantas despedidas sentidas, después de decenas de abrazos y lágrimas de una clase unida por la juventud, en esa etapa que nos creíamos grandes porque dejábamos las aulas y el futuro recién comenzaba. Las promesas de amistad eterna eran parte del discurso, debía ser así, mal que mal fueron años de vivir en una misma sala de clase, de compartir enseñanzas, lágrimas, sangre y risas, donde nos mezclamos en un universo propio. Las emociones estaban a flor de piel. Sin embargo el abrazo que nos dimos con Carlos fue diferente, porque las palabras de amistad fueron las más reales que jamás dije. Honestas y acertadas. Con Carlos afirmamos que nuestra amistad superaba cualquier distancia, cualquier universidad, cualquier futuro. Él estudiaría en Bilbao y yo me quedaba en Madrid. No importaba, encontraríamos excusas para continuar. Lejos, pero juntos. Y fue bonito terminar así una etapa importante, sin duda.

Cuando entré a estudiar ciencias políticas se me abrió un mundo diferente. Mi burbuja colegiala comenzaba rápidamente a explotar y los límites se expandieron a lo desconocido. Los tabúes que tanto escondieron en el colegio comenzaron a pronunciarse con la evidencia necesaria para aprender de forma concreta que efectivamente la vida comenzaba. Nuevas amistades, nuevos verbos y nuevos destinos comenzaron a tomarse las rutinas universitarias que nunca fueron tales. El Campus de Moncloa me presentó posibilidades inimaginables relacionadas con las drogas, el sexo, la gente, los deseos y las ambiciones se dejaron sucumbir. Me tropecé con nuevas ideas políticas, religiosas y me descontaminé de haber vivido encerrado solamente en una realidad. Aprendí que Madrid estaba repleto de ellas. Mi esencia nunca cambió, mis valores y mis cariños se mantuvieron intactos, pero sí entendí, cuando todo este nuevo mundo pasó a ser la vida misma, que mi sexualidad era otra y que no era malo experimentarla, ni mucho menos vivirla. Asumí mi condición gracias a conversaciones y bailes con gente diferente que aportó mucho más que cualquier compañero de escuela, pero nunca nadie pudo siquiera compararse con la amistad viva que tenía con Carlos. Hablábamos todas las semanas por Messenger, cuando venía a Madrid siempre nos juntábamos en el centro comercial a ver alguna película y matar juntos el tiempo muerto, cervezas iban y bromas internas eran parte de aquel paisaje fraternal que Carlos y yo quisimos construir desde niños. Con él, me sentía aquel colegial que quise tanto, y con él me permitía olvidar mis nuevas perspectivas para volver a ser el mismo de la burbuja, pero no me importaba. Al contrario, sólo con él, me gustaba serlo.

Después de dos intensos primeros años universitarios, fui a visitar a Carlos a Bilbao. Estábamos en el piso que alquilaban sus padres para él y su hermana. Yo había aceptado la invitación porque hacía algunos meses sentía el agobio que había información en mi nueva vida universitaria que aún guardaba para los oídos de Carlos. Si era mi mejor amigo, él debía saber que su mejor amigo era homosexual. Que si nuestra amistad superaba cualquier cosa, el hecho que yo fuese gay no debía ser un obstáculo para seguir creciendo juntos, no sólo como amigos, sino como personas. Mi sorpresa, mi más linda sorpresa, fue escuchar a Carlos decir un intrépido “¿Y?”, cuando le revelé lo que creía iba a ser la confesión más ofusca de todas. Me abrazó, me miró a los ojos con algo de emoción y me felicitó. Por ser un valiente. Por haberme atrevido a encontrarme conmigo mismo a pesar de los prejuicios. En nuestra vida juntos había imaginado que yo podría ser gay, admitiendo que lo sospechó en más de alguna oportunidad porque de pequeños nunca fui muy mujeriego y fui de los últimos en perder la virginidad, pero que esas sospechas jamás siquiera desgastaron una relación que era mucho más sólida que cualquier diferencia. Y ahora que lo sabía, de la propia fuente, con las palabras quizás más honestas que jamás escuchó, se enorgullecía de tener un amigo como yo, y más aún, su mejor amigo.

Siempre he creído que los 18 años es una edad muy corta como para tomar decisiones tan importantes como a lo que supuestamente te dedicarás toda tu vida hasta que jubiles. Después de dos años Carlos se vio envuelto en un profundo pozo. No podía decepcionar a su familia. La medicina nunca fue su pasión, sino la de su padre. Es una carrera dura y agobiante que si no te gusta, es imposible sacarla adelante. A medida que las notas bajaban, las asignaturas se hacían más pesadas. Las llamadas de Carlos a mi móvil eran cada vez más continuas, no sabía con quién desahogar su angustia. Le aconsejé muchas veces que debía hablar con su familia y cambiarse de carrera, que mientras antes lo hiciera, iba a ser mejor para todos. Pero a él le aterraba su padre y su eventual reacción. Más de alguna vez bromeó conmigo que por suerte no era gay, sino ahí sí que su padre se iba al carajo.

Antes de navidad Carlos regresó, como cualquier comienzo de invierno, a Madrid para pasar las fiestas con su familia. Y, como de costumbre, la primera noche se fue directo a mi casa donde pasábamos horas hablando de todo y de nada. Esa noche no nos tomamos un pack de cervezas, sino que 3 o 4. Mis padres no estaban y Carlos se quedaría a alojar. Ya más subidos de tono y con el estado etílico expuesto en mímicas graciosas y palabras entrecortadas, Carlos comenzó a preguntar sin disimulos cómo era el sexo gay. Siempre los hombres heterosexuales tienden a esconder la morbosidad y curiosidad que les provoca saber cómo follan dos hombres. No es que lo quieran experimentar ni mucho menos, pero asumen que al verbalizarlo podrían haber malas interpretaciones. Por suerte, la confianza y gancho que teníamos con Carlos rompía con cualquiera de esas pusilánimes barreras y no tuvo ningún pelo en la lengua para informarse sobre la penetración anal, los besos embarbados y las posiciones masculinas. Le conté, desde mi precaria experiencia, que era una maravillosa sensación, de hacer justo lo que quieres que te hagan sin equivocarte, de seducir de la misma manera que eres seducido, donde te dejas llevar por lo desconocido cuando la portada te es familiar, porque es parecida a la tuya. El sexo heterosexual es igual al gay porque todos tenemos las mismas hormonas y los mismos instintos. Con esos tonos de voz, con esos tópicos que para todos son atractivos y con importantes grados alcohólicos incrustados en nuestra sangre, divulgamos un rato en algo que ambos queríamos hacer, pero no nos atrevíamos. Quizás un encariñado y encubierto abrazo de amigos podría ser la solución para calmar el deseo impropio. Sin embargo, fue Carlos quién lanzó un salvavidas, cambiando drásticamente de tema. Porque de sexo homosexual, pasamos a hablar de la indulgencia de su cerrera como futuro médico. Estaba complicado, sabía que quería cambiarse de profesión, pero no sabía cómo y mucho menos cómo enfrentar a su padre. La barbilla comenzó a tiritarle porque el miedo le carcomía las entrañas y el espíritu, le tenía pavor a la peor desilusión familiar y frustración que pudiese generar el hecho de no continuar con el oficio que la familia venía comprometiendo hacía varias generaciones. La desesperación, y el alcohol, lo llevaron a urgir un necesitado abrazo. De alguna u otra manera ese abrazo tenía que llegar. Primero fue de consuelo, pero el movimiento de manos y de caras, lo fue desenmascarando en algo más. Sin abrir los ojos y aún con lágrimas de impotencia en sus mejillas Carlos me dedicó sus labios, y yo no hice nada para contradecirlo. No quise. Yo necesitaba ese beso.

Tanto Carlos como yo habíamos dado besos antes. Pero nunca uno como éste. Sin egocentrismos, sin prohibiciones, sin pasiones y sin exaltaciones. Creo que muy pocas personas en el mundo han dado un beso como el que Carlos y yo nos regalamos esa noche. No hubo egocentrismos, porque ninguno de los dos aspiraba a demostrar nada ante el otro, nadie quería conquistarse, tampoco autovalidarse. No hubo prohibiciones, porque si bien el contexto hacía que ese beso fuera ilegal, para nosotros fue todo lo contrario. No hubo pasiones, porque no queríamos finiquitarlo con sexo. Tampoco hubo exaltación, porque fue un beso suave, simple y honesto. Donde lenguas se acariciaron lo justo y necesario y las manos estuvieron contenidas y apoyadas en la nuca del otro sin manifestarse. Podría decirse que fue un beso algo tosco, hacíamos chocar dientes, los rostros sudaban y la torpeza era parte de aquel escenario. Pero así y todo, ese beso fue el más maravilloso que jamás experimenté ni en esta vida, ni en las anteriores.

Sin ningún tipo de vergüenza nos miramos a los ojos luego que separamos nuestros labios. Sonreímos, nos abrazamos y racionalizamos sin palabras lo que recién había sucedido. Ambos coincidíamos que ese beso no implicaba que uno fuera homosexual o heterosexual, tampoco que hubiera amor, menos deseo carnal. Entre Carlos y yo sólo había amistad, de la pura, de la buena, de la que no te daña y con la cual te construyes. Ese beso fue el sello más latente y más sincero de una amistad pulcra. Después de ese momento, nada ni nadie podrían nunca destruir el inmenso cariño fraternal que entre Carlos y yo siempre existió y que ahora se confirmaba.

Pasaron los años, crecimos y nos hicimos adultos. Años antes, justo después de aquel beso, Carlos había enfrentado a su familia y ahora egresaba como un prominente fisioterapeuta. Yo ya trabajaba como becario en el Ministerio de Relaciones Exteriores y se veía un futuro prometedor, ya que si todo marchaba como esperaba, me iría pronto a Suiza a hacer un postgrado tutelado por el Gobierno. El contacto con el resto de mis compañeros de colegio se fue perdiendo de manera paulatina, menos con Carlos. Él y yo siempre estuvimos vinculados. A veces pasaban meses en que no sabíamos de la vida del otro, pero no importaba. Es que nuestra amistad superaba cualquier geografía y cualquier necesidad de tenencia permanente. Si bien hablábamos poco y nos veíamos menos, cada vez que teníamos la oportunidad nos saludábamos como si nos hubiésemos visto el día anterior, pasaban horas de charlas contundentes, de ricos vituperios vespertinos, de botellas enteras de vino bien conversadas. Nuestros proyectos, nuestras frustraciones, nuestros amores y nuestros entendimientos eran los temas favoritos que nos atrevíamos a compartir sin complicaciones. De recordar nuestras peripecias juveniles y cotillear las vidas ajenas del resto de nuestros compañeros colegiales. Pero nunca mencionamos aquellas dos noches en que nos permitimos descubrirnos de otra manera, quizás extraña para ojos ajenos, pero significativa para nosotros mismos. Conversarlo o revivirlo no era preciso. Por eso quizás lo callábamos.

Carlos y Beth se conocieron en Chicago durante el intership que Carlos consiguió por medio de su universidad. Ella era una colega local que conquistó a Carlos en sólo segundos. Era alta, rubia, de sonrisa juguetona; una clásica americana. Una mujer dulce y cariñosa, inteligente y cautelosa, de pocas palabras y mucha lectura. En solo meses esas características, y muchas otras, lograron enamorar a Carlos. Sí, Estados Unidos es un lugar complejo para poder prolongar una Visa de Estudios y mucho más concretar una de Trabajo. Pero porque Carlos era perseverante y un excelente alumno, en la Universidad de Chicago no dudaron en ayudarlo a extender su estadía lo más posible para poder desarrollarse profesionalmente en el país norteamericano. Beth era una tremenda ancla para poder realizar sus dos más grandes sueños: Ser un profesional exitoso, y de pasada taparle la boca a su padre, y consolidar una relación amorosa que se proyectara en matrimonio y la familia que tantas veces nos trataron de inculcar en el colegio. Beth era la mujer perfecta para poder conseguir esas aspiraciones, porque ella soñaba exactamente lo mismo.

Cuando terminaba mi postgrado en Ginebra, decidí ir a visitar a Carlos en Chicago unos días antes de regresar a Madrid. Habían pasado 2 años de la última vez que nos vimos y yo necesitaba conocer a la persona que había logrado robar el corazón de mi mejor amigo. Ambos me esperaron en el aeropuerto y verdaderamente las descripciones de Carlos y las fotos en Facebook de Beth hacían juicio a su belleza natural. Era sublime, de mirada acogedora y enamorada. Nunca había visto en los ojos de Carlos tal seguridad y sosiego cuando observaba cómo su novia intentaba pronunciar un incorrecto español. La primera noche salimos los 3 a un bar. Mientras Beth iba al baño, Carlos me reveló lo enamorado que estaba de ella, que la llevaría a España pronto para presentarla a su familia y poder dar el siguiente paso:

- Joaquín, me quiero casar con ella – me dijo ilusionado. Los ojos los tenía iluminados.

- ¿Estás seguro Carlos?, ¡Se conocen hace menos de un año! – le respondí tratando de ser racional.

- Te lo prometo Joaquín, Beth me tiene loco, nos entendemos a la perfección, y yo sé que ella también está enamorada de mí ¡No sé cómo explicarlo! – continuó sonriente, como si no hubiese escuchado mi consejo – Nunca había sentido algo tan fuerte por nadie. Es culta, sencilla, tierna… y bueno, ¡pibones como ella ya no quedan! – dijo satisfecho y algo pícaro.

- Sí, claro está. Seré gay, pero de que la chica es guapa, es muy guapa – le dije poniéndome a su altura – pero, ¿Casarse?, ¿No sería mejor esperar un tiempo? – insistí.

- ¡No tío!, nos vamos a España en el verano, y si se lleva bien con mis padres, le pido estas vacaciones que se case conmigo – finalizó seguro.

Luego me acompañaron a una discoteca gay en la calle North Halsted. Estuvieron bailando locamente unos 20 minutos sin dejarse de abrazar y besuquear, se decían secretos al oído y Beth se dejaba piropear por todas las locas que querían ser como ella. Yo sólo tenía una botella de cerveza en las manos y 150 otros tíos altos y esbeltos que no me quitaban los ojos de encima, sin embargo, yo a ellos ni los veía. Carlos me pasó las llaves de su casa, me explicó brevemente cómo llegar y se fueron libidinosos de amor. Esa noche tenía a todos a esos tipos a mis pies, pero yo solo me quedé con mi botella de cerveza pensando en el enorme paso que mi mejor amigo estaba por dar con Beth.

La boda de Carlos y Beth fue muy sencilla, con no más de 60 invitados. Los familiares más cercanos de ambos, sus amistades estadounidenses más queridas y yo. No podía faltar. Debía acompañar a Carlos en su día. Como buena tradición americana, a mí me tocó ser uno de los Groomsmen del novio. Ahí estaba yo, en mi traje negro con un pequeño rosetón lavanda enganchado en la solapa de la chaqueta, sonriente sujetando su anillo de oro. Pero la sonrisa me duró poco. Cuando escuché el “I do” salir de la boca de Carlos, una nube gris invadió todo mi cuerpo. Estaba feliz por él, pero fue recién en ese momento que descubrí que esas dos noches de juventud, de exploración, de confesiones y de sentimientos que años atrás había vivido con Carlos revoloteaban por mi cerebro de manera inoportuna. Y ahora hacían que mi corazón palpitara de forma ridícula. En fracción de segundos decidí mantener la sonrisa, tragarme mis emociones e intentar estar contento por Carlos. Era lo que correspondía. Y esa noche mientras hacían todas esas estúpidas alabanzas ñoñas de una boda clásica  y superficial, como cortar una torta blanca de tres niveles, bailar un vals pisoteado y corear canciones country que no entendía, decidí participar como uno más, porque mi mejor amigo estaba feliz, y yo debía estarlo junto con él y por él.

Mi vida en España era muy activa e invadida por un trabajo exigente que duraba más de las 40 horas semanales. El Ministerio de Relaciones Exteriores no tiene festivos, no tiene horas y no tiene despojos. Sin embargo, desde que había regresado a Madrid, jamás fui capaz de estar sólo. Los novios me duraban 3 o 4 meses, al tiempo se aburrían de mí y mi trajinado horario, pero lo solucionaba rápido en alguna fiesta en Chuecas o usando aplicaciones en mi móvil para conseguir rápidamente un nuevo pretendiente. No me incomodaba ser así. El poco tiempo que tenía libre, lo tenía disponible para la pierna de turno. Excepto cuando Carlos – y Beth – visitaban España por un par de semanas, al menos una vez al año. Nos juntábamos a cenar, a ir de shopping o fines de semana en Alicante. Evitaba cualquier sensación extraña cuando Carlos estaba conmigo. Nos reíamos de las mismas cosas de siempre, hablábamos de los mismos temas de toda la vida, compartíamos las mismas inquietudes y vaciábamos cubatas de vodka y limonada. La diferencia era que nuestras reuniones ahora eran de 3. La verdad no me importaba, o hacía que no me importaba que Beth siempre estuviera ahí, mal que mal era una chica tremendamente agradable y su presencia no molestaba nunca a nadie, mucho menos a Carlos. Sus ojos de enamorado estaban aún más atónitos, así que no podía culparlos de su mutua dependencia.

Creo que pasaron 3 años después de la boda entre Carlos y Beth que volví a regresar a Chicago. Esta vez  mucho más convencido que debía testear el ganado local, así que me mentalicé con meses de anticipación que la inofensiva envidia que tenía en la pareja no me afectara para poder atacar nuevamente las pistas gay de la capital de Illinois. Esta vez, después de cenar, les avisé que saldría sólo de parranda, no porque me molestaran, sino porque me cohibían. Ellos no dimitieron mi propuesta, incluso se alivianaron. Pasados los 30 y casados, el concepto de fiesta era diferente. Esa noche conocí a Jordan, un tipo casualmente muy parecido a Carlos: alto y corpulento como un roble ilustre de verano, cabellos castaños como la tierra húmeda de primavera, tez blanca como una cordillera nevada de invierno y ojos miel como el sol que se esconde en otoño. Su voz era robusta y coqueta, sus manos eran firmes y su sonrisa era mansa. Era igual al Carlos adulto que no los treinta y tantos habían mejorado al Carlos adolescente. Esa noche cerraba los ojos para besar a Jordan, sin embargo, y sin pudores, mi imaginación me llevaba a Carlos, que me metía en sus sábanas, que lo corrompía y que me alimentaba de cada impulsivo sudor. Me dejé llevar por la necesidad fogosa y escondida de revelar lo que quería hacer con él y me olvidé que era mi mejor amigo, para transportarlo a mi mundo fantasioso y privado. A la mañana siguiente desperté abrazado de un desconocido Jordan. Y volví a mi realidad. Me prometí que jamás iba a dejar embaucarme en esas sensaciones inadecuadas de anhelar a mi mejor amigo por el simple hecho de anhelarlo, que eso no era justo ni para él, ni para mí, ni para lo que habíamos logrado construir en más de 30 años de amistad. Que la nuestra, es una amistad mucho más elevada que cualquier deseo innocuo.

 

La noche antes de regresar a España, Carlos y Beth cocinaron una cena deliciosa de pavo con puré de batatas, una especie de Thanksgiving en pleno Agosto. Estaban ansiosos y contentos, había una noticia que querían compartir: esperaban un hijo. Beth llevaba más de 2 meses de embarazo y la ilusión de ambos era evidente. Esta vez sonreí impulsivamente y de corazón me puse muy contento por ellos. Lo que no sabía era que a partir de ahora, la amistad con Carlos entraba en una nueva etapa.

Si antes de ser padre, mi amistad con Carlos era compleja por los tiempos y los continentes que nos separaban, su nueva faceta hacía más dificultosa la continuidad de mails, de llamadas y de Skype. Los contenidos también eran diferentes. Y eso lo se entendí sin reparo alguno. Ser padre era un gasto de energía, tiempo y dinero mayor y por ende, los viajes a Madrid eran menos frecuentes y más complicados. Los temas que cruzábamos en las pocas líneas que nos lográbamos enviar durante el año se limitaban a Mark, su hijo, y luego a Emma, su segunda hija. A mí me alegraba saber de ellos, había tenido la suerte de compartir con los niños unas pocas oportunidades desde que habían nacido, y de eso ya habían pasado 6 largos años. Pero a pesar de no vernos, de no decirnos, de no adivinarnos, mi amistad con Carlos era la misma. El sentimiento estaba intacto y debo confesar que eso ayudó a alivianar los apetitos que alguna vez habían entorpecido y forzado mi mente para emancipar aquellas 2 situaciones puntuales de amor clandestino que Carlos y yo habíamos experimentado años antes.

Cumplíamos 38 años, y 20 años de haber finalizado el colegio. Mis ex compañeros se organizaron para hacer una reunión que duraría un fin de semana entero en una casa de campo cerca de Valdepeñas. Todos fuimos contactados y la mayoría confirmó asistencia. Entre ellos Carlos y yo.

 

El concepto de la reunión era disfrutar del fin de semana como si tuviésemos18 años. Sin esposas, sin maridos, sin hijos, sin amantes. Fue divertido reconocer rostros envejecidos por el tiempo, algunas cuantas operadas y liposuccionadas, otros pelados y arrugados, unos cuantos separados e incluso alguno que otro viudo. Carlos pudo darse el tiempo para viajar a España especialmente para asistir a tal magno evento y por primera vez dejó a Beth y los niños en Estados Unidos. Al principio el gran tema fue el hecho de tener un compañero, que no sólo trabajaba para el Gobierno, sino que además era abiertamente gay, pero el peladero de mi condición duró literalmente 10 minutos, porque cuando uno asume el tema sin pretextos a los otros, deja de serlo. Además había varias otros temas más sabrosos que evaluar: Hijos enfermos, divorcios escandalosos, embarazos prematuros, carreras fracasadas por estafas millonarias y estados mentales tratados en psiquiátricos. Es impresionante como cambia la gente en 20 años. Esos rostros inocentes de 18 años, se habían transformado en personalidades corrompidas de 38 y la verdad, el presente era mucho más entretenido que el pasado. Gintonics había a destajo y todos se dejaron embriagar por la idea de volver a ser jóvenes. A las 5 de la mañana algunos se bañaban en bolas dentro de la piscina, antiguos novios colegiales se habían reencontrado para revivir las noches de pasión que nunca se atrevieron a tener, revelaciones imprudentes fueron develadas y desahogos de amores secretos fueron expuestos. Con ese telón de fondo, Carlos y yo nos reencontramos nuevamente como jóvenes ineptos y perturbados. Por primera vez recordamos aquella paja y aquel beso que nunca lograron despojarse de mis recuerdos. Y esa noche descubrí que tampoco de los suyos. Me confesó que ese beso había sido el más dulce que jamás había recibido y que esa paja, que jamás repitió nunca con nadie, había sido una de sus experiencias sexuales más significativas que alguna vez vivió. Esa noche por fin escuchaba las palabras que me aterrorizaba preguntar, porque no quería generar alguna situación incómoda, y yo solamente me digné perplejo a escuchar de la boca de Carlos que durante los últimos 20 años se moría de ganas por resucitar. Pudo haberlo hecho con cualquier otro, pero no, eso implicaba ser homosexual y Carlos no era gay. Lo que hacía interesantemente atractiva la idea de besar a un hombre, no era el hecho de hacerlo con alguien del mismo sexo, sino que era hacerlo conmigo, con su mejor amigo. Me bebí un sorbo predominante de gin, le hice una seña con la cabeza y nos pusimos a caminar tranquilamente por el campo descubierto, hacia lo oscuro, hacia lo furtivo.

Cuando dejamos de sentir el ruido de gritos y música, cuando estuve seguro que nadie nos seguía, me atreví a tomarlo de la mano al son de la caminata. La suya sudaba y la mía tiritaba. Llegamos al borde de un pequeño embalse, a esas alturas la casona donde estaba todo el resto era un punto de luz que apenas molestaba. Comenzamos a reírnos de puro nervio, mirábamos hacia cualquier parte, menos hacia nuestros ojos. Carlos comenzó a hablar de Beth para restarse culpa, de que esto no era un engaño y que no sentía que fuese una traición. Que la amaba. Fue ahí donde tomé la iniciativa, y para callarlo y apaciguar las tremendas ganas que hacía minutos, horas, meses y años tenía de repetir aquel beso. Le acaricié el rostro con mis manos, lo miré seriamente a los ojos y lo besé. Comencé con un beso de labios humildes, yo lideraba el baile, pero luego Carlos me tomó de la cintura y comenzó a pronunciarse y hacerse parte de la sociedad que estábamos creando. Se arrimó a mi cuerpo, me abrazó y sobajeó mi espalda. Desde ahí se precipitó a abrir lentamente su boca y dejarse explorar con mi aliento a alcohol y chicle. Pequeños gemidos de más empezaron a apoderarse de nuestros corazones que parecían explotar. Esta vez, este segundo beso que nos dábamos en nuestras vidas, era mucho más delicado y mucho más aprendido. Era un beso plagado de experiencia, como si nos hubiésemos besado toda la vida. Cuando entendimos que nos conocíamos espiritualmente sellándonos con ese beso curtido, fue cuando entendimos que podíamos atrevernos a más. Las tibias estrellas de la noche y los templados roces corporales nos permitieron arrinconarnos debajo de un árbol orillando el embalse. Carlos se puso sobre mí y se dejó acariciar por aquellos lugares que siempre soñé palpar. Él, como un experto, concluyó bajarse el cierre del pantalón y dejar a la luz aquel miembro que había apreciado solo una vez en mi vida. Lo reconocí con mis manos y me apuré para imitar su iniciativa. Nos tocábamos sin dejar de besarnos. Nuestras manos comenzaron a intervenir sobre nuestras ropas que a esas alturas sólo importunaban. De a poco nos dejábamos apreciar de una desnudez congénita, la luz de la noche era suficiente para admirar sus pezones, sus axilas y su ombligo que danzaban al ritmo de mi cuerpo. La tierra seca no fue impedimento para omitir los calzoncillos y quedar completamente carentes de frío. Sin que yo indicara absolutamente nada, Carlos se posó en mi verga y comenzó a acariciarla con su rostro, no le importó entregarse a una estructura sedienta de besos curtidos. Él quería más. Yo quería más. Entendimos que deseábamos desearnos hace mucho tiempo y nos dejamos llevar por un instinto que supera lo natural. Esa noche Carlos y yo nos entregamos a algo más fuerte que la amistad. No sabíamos qué era, pero era bueno, era conveniente e ineludible. Escupimos nuestras ganas de saborearnos, de amarnos, de complementarnos desde la sexualidad emocional que nos faltaba para querernos de la manera más pura de todas. Me penetró con pulcritud y esmero y en ese momento me regaló su orgasmo más verdadero, que también fue mío.

Mientras nos vestíamos, sin gotas de arrepentimiento o culpa, Carlos me dijo que me amaba. “No te amo como hombre, ni como pareja, ni como amante. Te amo como amigo”. Esas palabras hicieron total sentido. Yo también lo amaba como amigo, no pretendía ser como Beth y no proyectaba volver a tener sexo con él. Después de esos minutos de extrema entrega y confianza, comprendí que amaba a mi mejor amigo, y no a una fantasía de hombre. Esa mañana Carlos se fue de Valdepeñas casi sin despedirse porque debía irse directo al aeropuerto para regresar a Chicago.

Con Lorenzo nos conocimos después de mi cumpleaños 42. Fue una noche de domingo que comenzamos a conversar por una aplicación móvil intercambiando fotos. Supuestamente iba a ser una simple faena de sexo cualquiera, pero acordamos repetirlo no una, sino varias noches y así comenzó a nacer un inesperado romance que se transformó en relación. Lorenzo era 9 años menor que yo, y debo reconocer que su energía me cautivó y me fue enamorando de a poco. Era la persona que necesitaba en mi vida para configurar la pareja que nunca me atreví a configurar.

 

Para celebrar nuestro primer año juntos lo invité a Chicago. Era la primera vez que Lorenzo conocería aquella ciudad, y la quinta vez que yo visitaba a mi mejor amigo y su familia en Estados Unidos. Emma y Mark ya eran preadolescentes y el parecido de Mark a su padre a esa edad era impresionante. Lorenzo manejaba un perfecto inglés y con Beth se cayeron espléndidamente. Iban juntos de shopping y nos dejaban en casa con Carlos para retomar nuestras conversaciones de infancia y recuerdos. Esos diálogos que siempre adoramos y añoramos, que nos unían aún más y nos permitían escaparnos a nuestro propio mundo de amor sin igual. En las noches salíamos a cenar los 4 juntos, pero la edad de Lorenzo lo urgía por, al menos alguna noche, salir a deambular por la marcha chicana. Accedimos todos acompañarlo a un club gay en el centro de la ciudad. Beth, Carlos y yo estábamos fuera de contexto, todos chiquillos jóvenes impacientes por bailar y eyacular en el baño, en los cuartos oscuros e incluso en la misma pista de baile. Las cosas habían cambiado en todos esos años, y la forma de seducir era mucho más insidiosa e irreverente. Era visible la incomodidad de nuestros anfitriones, así que sugerí abandonar el local y dejar a Lorenzo que hiciera de las suyas sin atados. Teníamos una relación abierta y yo ya estaba viejo para dejarme embaucar por los celos y una fidelidad mentirosa que ya nadie siquiera consideraba.

Al llegar a casa, Beth su fue directo a la habitación a dormir. Pero Carlos y yo abrimos una botella de ron añejo y retomamos nuestra más favorita tradición. Eran recién la 1 de la madrugada y teníamos una noche entera por delante junto a esa botella. Yo sabía que Lorenzo llegaría al día siguiente. Si bien esa situación no me complicaba en absoluto, Carlos no pudo guardarse las ganas de preguntarme cómo podía mostrarme tan relajado ante una situación, para su visión, tan extrema y extraña como permitirle a mi novio tener sexo con alguien que no fuera yo. Me reí, porque recordé las inflexiones regañonas y obsoletas de los curas del colegio. Le expliqué que las cosas eran diferentes y que la infidelidad estaba sobrevalorada. Ya estábamos viejos, y no sacábamos nada con ponernos bandas en los ojos para no ver lo inevitable.

- ¿Tu nunca les has puesto los cuernos a Beth? – le pregunté.

- Sí. Contigo – dijo sin ímpetus y directo.

Nos quedamos en silencio. Él con una sonrisa mirándome a la cara, y yo incómodo tomando un sorbo de ron y tragándome el hielo frio para mantener la boca ocupada. No habíamos vuelto a hablar del tema desde que lo vi alejarse mientras amanecía en Valdepeñas aquella vez que dos amigos se entregaron de una manera quizás inexplicable, pero cuestionarse eso a estas alturas no tenía ningún sentido, siempre pensé. El silencio me abrumó unos segundos que parecieron minutos. El incesante ruido de hielo quebrándose desde mi boca era el único sentimiento latente que me permití inspeccionar sin dejar que cualquier otro impulso se impusiera a robarme alguna reacción errónea. Hacía años que había olvidado lo que se sentía revivir esa noche de Carlos. No porque no quisiera recordarla, sino porque hacerlo me maltrataba las fibras más íntimas. Hacía tiempo que había decidido arrinconar lo que significaba amar a mi mejor amigo, era más fácil quedarme con aquella última frase antes de despedirnos, que tenía mucho más sentido de lo que secretamente quería escuchar. En aquel momento decidí obviar mis impulsos y cambiar el tema, finalizar esa botella de ron e ir a dormir como todas las anteriores noches de mi vida.

Tiempo después de nuestro viaje a Chicago, Lorenzo decidió terminar conmigo, porque llevaba meses en contacto con el chico con el que pasó la noche después de que con Beth y Carlos decidimos abandonar aquella discoteca. Me dolió al principio, pero Lorenzo dio paso a Juan Ignacio, Juan Ignacio a Federico y Federico a Andrés. Y así pasé mis últimos años de adulto hasta que logré jubilarme de mi puesto de Gobierno en el Ministerio de Relaciones Exteriores.

Me fui temprano a Barajas para recoger a Carlos. Habían sido 8 tediosas horas de vuelo de regreso a Madrid. Beth había muerto luego de un angustiante derrame cerebral a sus 71 años. Estaban de compras en el supermercado, ambos ya jubilados, vivían a las afueras de Chicago, sus hijos ya estaban casados, adultos, profesionales. Repentinamente Beth calló en un amargo desmayo que la llevó a postrarse en una clínica por 2 meses. Decidieron como familia desconectarla porque las probabilidades de despertar eran remotas y si lo lograba, debería estar soldada el resto de su vida a máquinas y enfermeras taciturnas, y las secuelas pesarían en la concepción de Carlos y su familia para siempre. Fue una decisión fría y compleja, pero a fin de cuentas fue la precisa. Carlos necesitaba el apoyo de sus raíces, mudándose después de casi 50 años nuevamente a España, y el de su mejor amigo, su nueva familia. Lo invité a vivir conmigo porque era lo que yo deseaba, a pesar que a él la idea no le convencía al principio, mal que mal éramos dos viejos mañosos, uno acostumbrado a vivir con su esposa, el otro que siempre vivió solo, pero era el momento justo e indicado para plantearse nuevamente las cosas y recomenzar a vivir, porque nunca es tarde para hacerlo. Yo necesitaba de su compañía, porque la soledad era un tormento constante pasados los 70 años y no quería que Carlos sintiera lo mismo ahora que su tan amada Beth ya no estaba y sus hijos vivían sus biografías propias.

Exactamente 2 años más tarde, Carlos llegó a casa con un excéntrico Jack Danniel´s Blue Label. La excusa fue dulce: En 2 años jamás habíamos revivido nuestras pláticas junto a la luna. Era necesario saborear nuestras palabras nocturnas y seducir nuestros oídos a una vida entera de amistad. Durante 2 años viviendo juntos hablábamos, por supuesto, pero de cotidianidades, de problemas característicos de la vejez, pelambres sobre vecinos, situaciones, políticas, religiones, familias y demases. Nunca de nosotros mismos. Era importante hacerlo. En 2 años no habíamos hablado de la soledad, del matrimonio, de las pérdidas o de la amistad. Esa noche fuimos los dos amigos que a los 14 años de edad compartían sus secretos que después de tanto vivido juntos ya no eran tales. Nuestro romance fraterno era parte de un sacramento que revivimos en palabras. Mientras las confesiones volaban dentro de esos vasos de whisky, las emociones se tornaron de colores relucientes y de conjeturas maestras. Por primera vez fuimos dos viejos enamorados de nosotros mismos porque con el otro éramos personas importantes para alguien. Nos fuimos a recostar sobre la cama, nos abrazamos, nos miramos, no hubieron besos, ni deseos, ni sexo, ni pasiones. Solo hubo amistad desde lo físico, pasando por lo psíquico, llegando al nervio más recóndito del alma. Esa noche entendimos que el simple hecho de ser mejores amigos no era tan simple, y que nos marcíamos estar como estábamos, juntos, y para el resto de nuestra vida.

Carlos murió a los 79 años postrado en su cama de nuestro piso en Calle de Goya y yo ahora espero mi muerte paciente, 3 meses después, para rejuntarme con mi mejor amigo quizás dónde. Pero donde fuere, abriríamos una botella para inundarnos en amores platónicos y conversaciones de madrugadas eternas.

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