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DESPUÉS DE LA IRA

2016

Me llamo Nadir Mahmoud. Tengo 36 años. Soy egipcio. Vivo en El Cairo. Soy musulmán.

Nací en el seno de una tradicional familia egipcia de finales de la década del 70. No teníamos grandes lujos, pero tampoco vivíamos en la miseria, a diferencia de gran parte de las familias cairotas de la época. Tuve una infancia normal: jugaba fútbol empolvado en calurosas tardes ociosas, largas horas nocturnas haciendo rompecabezas con mis padres y ayunas de ramadán. En el colegio leíamos el Corán y me enseñaron la importancia que era para Alá que yo tuviera Fe en Él, a compartir lo que tenía con los más necesitados y no ser egoísta. Desde entonces mi ilusión de niño fue conocer La Meca y peregrinar hacia la Mezquita de Masjid al-Haram. Siempre creí en los ángeles y profetas del Corán, los veía como héroes divinos que algún día me ayudarían a cumplir todos mis sueños y fue mi madre la responsable que durante mi niñez creyera tanto en ellos. Ella era una mujer cándida y preocupada de que nunca nos faltara el cariño mínimo que un niño pudiese necesitar. Recuerdo que pasaba horas acostada a mi lado, contándome historias fantásticas y de ensueño, era su versión maternal y tierna de hacerme ver La Sharia como única meta en la vida para ser feliz en ésta y en mi próxima vida. Me hizo entender que para conquistar la felicidad divina, la lucha no era el camino correcto. Si bien muchos hombres podrían matar por hacer ver que el Islam era la única respuesta para la salvación, Alá deseaba que fuese un niño absuelto de tales ideas agresoras al Yihad. En el fondo mi madre era una creyente férrea de que muchos musulmanes interpretaban la Sharia erróneamente, nunca estuvo de acuerdo con evangelizaciones de lucha y de matanzas absurdas para quien pensara diferente. Los israelíes no eran el enemigo, tampoco los cristianos. Ella sentía que los musulmanes se estaban transformando en personas violentas de armas y violentas de almas.  Ensuciaban el Corán con interpretaciones irracionales de convivencias rancias e intolerantes entre unos y otros. Gracias a su dulce manera aprendí que mi sonrisa inocente era inmune a conquistar cualquier pensamiento ingrato, a no dejarme timar con esa obsesión injusta de valorar mis ideologías como únicas y correctas, y que mis acciones físicas y de pensamiento jamás podrían algún día separarse del tremendo legado que me inculcó: interiorizar su pensamiento modernista, donde el Islam siempre fue una religión amable, sin desmanes, sin egoísmos, sin altruismos. Crecí con la convicción de adorar a Alá por sobre todas las cosas, jamás lo cuestioné, siempre creí en Él. No en el Alá que hoy leo en los periódicos.

Mi hermana Sslama nació 2 años después que yo y desde niños siempre fuimos los mejores amigos. Después de la muerte de mi madre, cuando apenas tenía 12 años, Sslama se convirtió en mi referente femenino y en la figura de respeto y admiración que silenciosamente tuve hacia las mujeres.

Si bien no recuerdo exactamente como fue, mi padre hasta el día de hoy carga con tristeza e impotencia el 15 de abril de 1986. Mi madre nunca fue la clásica mujer musulmana de hablar suave, de vestimentas conservadoras y se daba licencia para manifestar sus ideas, aunque eso le jugara en contra en un Egipto violado por Mubarak y sus oponentes. Mi padre, por otro lado, siempre reservó su opinión machista respecto a su actuar y forma de ver el mundo árabe. Si bien mi familia nunca estuvo en contra, ni tampoco a favor del gobierno impuesto, había militantes que sin duda lucharon para invalidar sus negociaciones disciplinadas de paz con Israel y contra sus bolsillos inundados de dólares americanos. El movimiento de Al-Gama´a al-Islamiyya o Grupo Islámico, en los 80 comenzó sigilosamente a hacer notar su frustración respecto al manejo político del Islam, a manifestar su descontento a la dictadura de turno y a los grupos que lo validaban, tomando las armas y el terrorismo como fórmula para imponer el Yihadismo. Nuestra casa quedaba en el suburbio apartado de Helwan, no teníamos acceso diario a las grandes avenidas del centro de El Cairo, del barrio Zamalek o del creciente Helipolis, áreas de la ciudad donde los nuevos pensadores modernistas se congregaban a intercambiar ideas y visualizar un Egipto moderno e islámico al mismo tiempo. Mi madre siempre quiso ser parte de estas corrientes que aún en esos años eran insólitas y poco transgresoras. Apenas podía se escapaba en tren al centro de la ciudad y se reunía en cafés clandestinos a discutir ideas políticas y religiosas. Imagino que hablaba con la misma intensidad armoniosa con la que me contaba historias infantiles del Corán, pero en tono adulto y más serio, aludiendo a ciertos grupos oscuros de visión guerrera. Esa tarde de abril mi madre no llego a casa. Tampoco al día siguiente. Mi padre dentro de la desesperación nos dejó a cargo de una vecina por un par de horas. De horas, pasaron días. Y esos días se transformaron en una semana. Mi padre regresó andrajoso y cansado, buscó entre policías y enfermeras de todo El Cairo, hasta que se enteró que el cuerpo de mi madre había sido encontrado sin vida luego de un tiroteo cerca de la Mezquita al-Azhar. No recuerdo mucho, pero jamás he podido sacar de mi cabeza los susurros de oraciones silenciosas que mucha gente propagó por mi madre el día de su funeral.

Después de cumplir los 17 años conocí a Ebonne.  Eran años de extraña paz, muchos grupos terroristas se habían enclaustrado bajo un Egipto imponente de dictadura y habían aprendido a silenciar sus deseos de ferviente fanatismo islámico. Mi  padre se había vuelto a casar con una mujer totalmente opuesta a lo que era mi madre. Nunca nos hizo sentir parte de ella, y por ende nosotros tampoco tuvimos el deseo de ser parte de su vida, y de la nueva vida que mi padre había optado tener. Se llamaba Fadwa y con ella mi padre se convertía en una persona huraña y antagonista de cualquier vivencia adolescente que SSlama y yo pudiésemos vivir. Éramos 2 bandos indiferentes dentro de casa. Nunca entendí que encontró mi padre en Fadwa, pero a esas alturas tampoco me interesaba entenderlo. Vivíamos en un barrio tremendamente religioso y practicante de las leyes del Corán. Entre vecinos nos cobijamos para seguir promulgando nuestro sano amor por Alá. Ebonne y su familia se habían mudado hace par de semanas desde Somalia a buscar nuevas oportunidades en Egipto. Helwan era un lugar relativamente barato para vivir, pero de mentalidad ignorante y desconfiada a lo diferente. La familia de Ebonne desde un comienzo no fue miraba con buenos ojos, no solamente por el hecho de ser de raza negra bruna, sino porque tenían rutinas islámicas un tanto diferentes a las nuestras.

Una tarde de Ramadán y mucha hambre, SSlama y yo nos robamos unas galletas de miel de la alacena de la cocina que Fadwa guardaba para el anochecer. No nos aguantamos y corrimos con los bolsillos llenos de galletas al parque que estaba al final de la calle. Ebonne nos observaba de lejos mientras engullíamos las galletas entre risotadas, sin embargo su presencia de color era inminente y a pesar que trataba de pasar desapercibido, se transformó en un cómplice al compartir nuestras risas mientras irresponsablemente  rompíamos la ley de ayuna que correspondía respetar con el sol aún encima. Se acercó tímidamente luego de que le hiciéramos un par de señas para hacerlo parte de nuestra travesura. Se presentó con voz silenciosa al principio, pero luego de haberse comido un par de ilegales galletas de miel comenzó a contarnos más de su familia y sus razones de haber emigrado a Egipto, de sus impresiones sobre nuestra cultura muy similar a la somalí en muchos aspectos, pero diferente al mismo tiempo en tantos otros. Gritaba en silencio la impotencia al comprender tanta indulgencia hacia un color de piel diferente e identificar miradas de rareza cuando caminaba entre las casa vecinas del barrio. Él y su familia sentían un rechazo taciturno desde que llegaron a El Cairo, pero debían tragarse las miradas testarudas porque Somalia estaba en una crisis económica, de pobreza pujante y soberbia hambruna de la cual debían escapar antes que fuera demasiado tarde. Egipto era una potencia en el mundo árabe e incluso en dictadura y virtuales guerras civiles, prometía ser una oportunidad para mejorar la vida de la familia de Ebonne.

Con el pasar de los meses, Ebonne y yo comenzamos a construir una sana, y muy hermosa amistad. Al principio era una excusa perfecta para darle nuevas razones a Fadwa e incomodarla: llevar a un chico de esos colores a casa parecía romper cualquier intransigente ley de su estúpida idiosincrasia anti-todo, pero con el tiempo Ebonne y yo comenzamos a encariñarnos y a compartir quizás más de lo que debíamos compartir. Una tarde en que la luna interrumpía cálidamente al sol para dar paso a una estrellada noche, no nos dimos cuenta cuando nos quedamos completamente solos echados sobre un banco del parque. Las luces eléctricas comenzaron a apagarse, las puertas de las casas vecinas a cerrarse, y ciertos letargos de brillo dejaban que Ebonne se camuflara en la noche. Estábamos solos. Si bien yo debía volver a casa antes de que el sol se escondiera por completo, hubo algo en esa noche de primavera que me obligó a permanecer junto a Ebonne y a nadie más. La conversación se puso extrañamente seductora. En esos tiempos de tabúes, a nuestra edad hablar de mujeres y sexo era algo impensable, pero Ebonne sacó una faceta que jamás había escuchado:

- ¿Has besado alguna vez a una mujer? – Me preguntó sin timidez.

- ¿C… co… cómo? – les respondí con una tartamudeada pregunta.

- Eso, ¿Has tocado los labios de una mujer con los tuyos? – Me preguntó mirándome a la cara, con una seguridad que pocas veces había visto en Ebonne desde que lo conocí.

- No, jamás – le dije haciéndome parte de la conversación – ¿Y tú? – le pregunté con entusiasmo.

Se quedó callado un par de segundos, mientras yo esperaba con ansias su respuesta.

- A una mujer, nunca – Me dijo con una pequeña sonrisa y me miró a los ojos sin pestañear.

Yo respondí con desilusión, porque tenía ganas de seguir hablando de besos y mujeres, son temas que uno sólo se permite conocer muy de noche cuando todos duermen y las erecciones de la edad te obligan a imaginar el erotismo del sexo, que nadie, ni en casa, ni en la escuela, ni en el Corán, te explican.

- ¿Y sabrías cómo dar un beso? – continuó Ebonne sin que yo lo esperara.

- Bueno, he visto alguna vez a mi padre con Fadwa besarse, y alguna que otra vez en la televisión. Parece sencillo, sin mucho esfuerzo – Le respondí intentando demostrar que no era un tema ajeno para mí.

- ¿Me enseñas? – y descubrí en esa pregunta un nuevo Ebonne, más adulto, más hombre. Y me gustó.

Nunca en mi vida había estado en una situación que me generara pudor y ambición al mismo tiempo. En la cual me planteara tentado por otro ser humano. No cuestioné si era hombre o mujer, si era de una religión u otra, si tenía un color de piel más claro o más oscuro, era un ser humano que me estaba proponiendo hacer y experimentar cosas que sólo tenía en sueños húmedos de adolescente. Y sin querer comencé a admirarlo: sus ojos negros, sus labios gruesos, sus brazos de músculos jóvenes, su pantalón pitillo dejaba entrever que Ebonne y yo habíamos olvidado quiénes éramos, para pasar a ser dos adolescentes musulmanes disfrutando de una erección preponderante. Me tomó el rostro con su mano derecha y me dejé llevar con sus dedos enormes que rozaban con cuidado mis mejillas rojizas. Nuestras miradas no se movían de los ojos del otro, fijos e impávidos, frente a frente, nos acercamos naturalmente hasta que los labios carnosos de Ebonne comenzaron a acariciar los míos. Unos segundos así, y nos permitimos jugar más allá. Abrimos nuestras bocas sin censura y permitimos que nuestras lenguas se enredaran sin vergüenza. Cerramos los ojos y nos dejamos llevar por un disfrute incólume y apasionado.

Nunca fue necesario volver a hablar de ese beso. Nunca fue necesario verbalizar lo que había pasado esa noche de parque solitario, de parque sin testigos. Esa noche en que Ebonne y yo hicimos que lo prohibido fuese lo correcto y que lo inmoral fuese lo humano. Y gracias a esa sensación de lleno no fueron necesarias las palabras de ninguna índole, para que Ebonne y yo nos encontráramos casi todas las noches en aquel parque, que se convirtió en nuestro refugio nocturno para poder ser nosotros mismos. Éramos amigos, éramos amantes, éramos todo. No éramos nada, porque nunca lo planteamos como una u otra cosa. Y mejor así, porque necesité años para entender que Ebonne había sido mi primer novio.

1995 fue un año revolucionario, no sólo en Egipto, sino que en mi vida personal también. Había ahorrado unas cuantas libras, había cumplido 19 años y comenzaba a ver mi entorno de manera un poco más madura. Mi relación con Ebonne seguía intacta, sin nombres o apellidos, era una relación única que para el resto era buena amistad, pero para nosotros era mucho más. Decidimos que ya era hora de mudarnos de casa y comenzar a vivir nuestra vida de adultos. Ese año tomamos un tren que nos alejara lo más posible Helwan. Alcanzamos a llegar solamente al centro de Egipto, pero parecían miles de kilómetros de casa. Nos sentíamos lejos de la burbuja y eso era suficiente. No pretendía volver a mirar atrás. Mi adolescencia con un padre casi invisible y su mujer antipática y descariñada, me habían incluso robado el apego que tenía por mi hermana pequeña. Ese día sobre el tren, decidí que no regresaría, ni para hacer una miserable visita de rutina. En mi nueva vida de adulto mi familia ya no estaba incluida. Y con los años, hasta me olvidé de su existencia. Hoy me arrepiento de todo ese tiempo perdido, porque Sslama no se lo merecía, tampoco mi padre.

Estaba en los barrios que mi madre admiraba y en los cuales se sentía libre. En los barrios que le permitieron expresarse, pero que al mismo tiempo fueron ingratos a su voz. Sentía su genética en cada esquina y mi sangre comenzó a explorar la necesidad de imitarla, de continuar su lucha y sus ganas de un Egipto mejor. Las corrientes políticas y terroristas estaban por doquier. Era una explosiva mezcla de tendencias, dogmas y pensamientos a favor o en contra del Gobierno de Mubarak, sobre el Islam y sobre cómo gobernar desde la religión o desde la fuerza. Durante los primeros meses me sentí confundido, porque tanto paradigma diferente me enredó las creencias, pero recordando siempre el dulce legado de mi madre, entendí que mi postura debía ser interpretar lo más puro y esencial del Corán. El Yihad Islámico estaba manipulado y manoseado y los conceptos islámicos de evangelización y las acciones terroristas en todo el mundo árabe amenazaban lo que yo creía prudente y correcto. Cuando en junio de 1995 el Grupo Islámico intentó asesinar a Mubarak fue cuando comencé a pronunciarme contra este tipo de atrocidades, y no por el fondo de su ataque anti-dictadura, sino por la forma. Tomé el Corán y saliéndome de cualquier protocolo, escribí en la contraportada una frase que hace días venía grabando en mi cerebro: “Una falsa forma de hacer paz y justicia”.

Conseguí trabajo como camarero en el famoso Café Richie, lugar de encuentro de poetas y pensadores modernistas, muchos de ellos sin miedo a vociferar su opinión contraria a los ataques por un lado y a la dictadura por el otro. En silencio, mientras servía té y pasteles, escuchaba conversaciones que animaban mis oídos y mis neuronas. Una tarde de sábado un rostro de bigote grueso y de arrugas alegres se sentó en una apartada mesa del local. Sacó un cuaderno y comenzó a escribir. Insólitamente me pedía servilletas de papel para hacer más anotaciones que situaba entre las páginas de su cuaderno. Cuando se paró de su silla después de 6 horas de lápiz y café, me acerqué a limpiar el desastre de tazas y servilletas que había dejado sobre la mesa, y con querer comencé a hurguetear sus garabatos escritos. Mi sorpresa fue leer en un papel arrugado una frase familiar, que yo ya tenía escrita en mi libro del Corán.

Pasaron 3 días hasta que apareció el señor de las arrugas alegres nuevamente por el Café. Me acerqué a él y me presenté como su camarero. Parecía no interesarle nadie en ese momento que sacó de su cartera sus cuadernos y bitácoras, sus lápices e imaginación para continuar su literatura absuelta. Yo insistí. Quería hacerme presente. Le repetí, mientras dejaba su café con leche sobre la mesa, aquella frase que mi Corán dibujaba de mi propio puño y que luego encontré en esa misma mesa escrita de su propio puño. Fue ahí cuando me miró a los ojos y sonrió.

- Algo tan sencillo es lo más complejo de entender ¿Cómo te llamas muchacho?-

- Nadir, señor. Encantado de conocerlo –

- Ahmed Fouad Negm – y me apretó la mano - Pareces un chico inteligente, Nadir –

- No es inteligencia, es sentido común, señor Negm –

- Llámame por mi nombre – me interrumpió.

- Simplemente considero que ambos bandos opuestos en Egipto están equivocados. Ninguno respeta la esencia del Corán –

Hubiésemos conversado por horas, pero debía volver a mis labores. Sin embargo, Ahmed regresaba casi cada día a su mesa de siempre, y fue ahí donde en minutos, durante meses, intercambiábamos opiniones y pensamientos. Con el tiempo descubrí que era poeta, que escribía desde el corazón y no desde la cabeza. Se apasionaba denunciando y criticando a través de versos y prosas las injusticias sociales que regían los gobernadores y cabecillas políticos egipcios, lo cual lo llevó en reiteradas oportunidades a la cárcel, pero nunca se engatusó por el miedo y siguió aullando y mostrándose como un líder natural de las fuerzas populares y oprimidas de toda una sociedad. Sin duda que Ahmed Fouad Negm fue una fuente de inspiración para mi cerebro y para mi alma. Me regocijaba contándole a Ebonne cada palabra que aprendía de Ahmed y como descubría en él la forma justa y solemne de retomar las leyes de la Sharia. Su mente abierta y liberal, su moción de públicos de diversidad religiosa y étnica y valores de mutua coexistencia y solidaridad social fueron el motor que necesitaba para dirigir y consolidar mi Fe en una sola dirección, sin prostituciones ajenas de grupos radicales o políticas atropelladas.

Una tarde, Ahmed me preguntó por mi familia. Le conté la historia brevemente y lo importante que fue mi madre. Sin querer comencé a describirla, su figura esbelta y mate, sus ojos llenos de sol, su cabello almíbar, su nombre armónico. A Ahmed se le cristalizaron los ojos cuando la nombré, quedó en silencio por unos segundos y me interrumpió con la voz entrecortada y plasmada de emoción. Había conocido a mi madre cuando se escabullía por los bares de El Cairo hace más de 10 años para mezclarse con personas simpatizantes con sus pensamientos trasparentes de la Sharia. La admiraba por su férrea necesidad de cambiar las cosas y que, siendo mujer, en una sociedad machista, mi madre era un ejemplo a ojos de Ahmed. Yo estaba atónito y sin creer la coincidencia. Nunca nadie había hablado con tal orgullo sobre ella, ni siquiera mi padre. Nos abrazamos como si fuéramos familia, aunque en cierta medida nos estábamos vinculando como tales. El joven camarero de Helwan y el poeta popular de El Cairo. Al día siguiente llegó con un papiro enrollado y enlazado con una cinta de rafia. “Es un poema que escribí hace años, poco antes de conocer a tu madre, incluso antes de que tú nacieras. Pero hoy este poema tiene más sentido que nunca para mí. Es tu regalo, y un regalo para tu madre”. El poema se llamaba “Enciende una vela”. Hoy lo atesoro como el recuerdo de las dos personas que más he admirado en mi vida: mi madre y Ahmed. Hace muy poco vi el mismo poema publicado en un libro póstumo de la obra de mi mentor.

Egipto siempre ha sido un destino turístico privilegiado. Esta industria es una de las que más ingresos entregan al país, y por lo tanto el empleo en este sector es el más abundante. Yo trabajaba en un Café céntrico invadido por turistas enajenados de cultura egipcia. Ebonne por otro lado, era el asistente en una agencia de turismo de poca monta. Con el tiempo Ebonne fue ascendido como guía y se especializó en rutas hacia los templos de Deir el-Bahari, en Luxor. A veces debía quedarse incluso semanas en esos lares. Un beso fue lo último que tuve de él antes de irse con un grupo de cincuenta y tantos pasajeros. Hubiese preferido enterarme por una tediosa llamada telefónica que por las noticias en la televisión sobre la masacre de Luxor. Sabía que Ebonne estaba en el sector, pero jamás me imaginé que él estuviera dentro del templo esa mañana del 17 de noviembre de 1997. Mis oraciones exigían que Ebonne estuviese a salvo, pero mis viseras me decían lo contrario. Cuando confirmaron que un guía turístico estaba dentro de los asesinados, supe de inmediato que era Ebonne y el mundo se me vino abajo. Fueron días de luto silencioso. Tuve que morderme la lengua para no maldecir a los infames terroristas que habían cometido tal salvajada, pero me era imposible exteriorizar la desdicha de haber perdido a mi amante, y que dolía más que perder a mi amigo. No poder verbalizar que Ebonne era mi pilar y la forma en que me lo habían quitado un par de maleantes que querían hacer ver al puto Gobierno militante quién tenía el poder era feroz. La pena me estaba carcomiendo las venas. La angustia me estaba socavando el aliento.

Tenía dos alternativas: Emigrar de ese injusto país con mi dolor, o luchar por cambiar las cosas. Recordé a mi madre. Me inspiré en Ahmed. Decidí levantar la cabeza y comenzar a trabajar por causas justas que creía nadie más veía. Aproveché mi lugar de trabajo para descubrir entre conversaciones ajenas quiénes se interesaban en pensamientos puristas lejanos de terrorismos fustigados o gobiernos dictatoriales y los invitaba a tertulias de discusión y apertura. Los pocos contactos que había hecho a través de Ahmed me apoyaron en encuentros privados en mi propio hogar, que era humilde y pequeño, pero perfecto para comenzar a persuadir a jóvenes pensadores de que hay otras formas de conseguir un Islam honesto y sin prejuicios impropios, recuperando su esencia. Poco a poco comenzamos a ser más y más. Después de un año éramos cientos de adherentes a una forma nueva de hacer ver que el miedo y las armas no eran la forma de manifestarse frente a un gobierno ajeno al pueblo. El boca a boca fue durante los primeros años nuestra fórmula de convocar nuevos reclutas y demostrar que habíamos musulmanes dispuestos a retomar la concepción islámica más elemental. Muchos nos llamaron herejes, pero hicimos ver a nuestros pares que se puede luchar y alzar la voz desde una perspectiva más pacifista y contemporánea. Comenzamos a armar marchas sin armas en la Plaza Tahrir. Se podría decir que éramos los hippies egipcios de principios del nuevo mileno. Y la verdad, no me molestaba.

Hasani llegó a tocar la puerta de mi casa un miércoles de octubre. Sus 8 centímetros más alto que yo parecían muchos más. Esa altura combinada con sus rasgos faciales más duros se fusionaba perfectamente con sus ojos pardos y tímidos. Se había enterado a través de antiguos colegas que había un grupo de cariotas que pensaban diferente de cómo hacer las cosas. Lo invité a tomar una taza de té y sin que yo le preguntara comenzó a derramar lágrimas de angustia. Confesó que solía ser militante de uno de los grupos guerrilleros más grandes de Egipto, Al-Yihad. Al principio me asusté y quise arrancar, podría ser un malicioso espía capaz de tomarme como rehén, pero me explicó que su padre es un poderoso partidista de Al-Yihad y que desde pequeño fue instruido con una mentalidad destructiva y desafiante. Sin embargo, mientras comenzaba a hacerse adulto, intuía que había algo en esa forma de manifestarse que no era propia. Sin inmutarse confesó que debía alejarse de ellos, no sólo porque entendía que la violencia no era un camino justo y resolutivo, sino también porque en ese hostil ambiente su sexualidad no era compatible. Calló unos segundos. Los llantos se hicieron mucho más latentes y daban seña de que se venía una nueva confesión: Hasani había sido invitado hace un par de meses a una fiesta privada sobre una embarcación nocturna llamada “Queen Boat”. Su instinto lo motivaba a subirse al barco, pero el miedo lo paralizó. Cuando se enteró de que los 52 asistentes habían sido arrestados y enjuiciados por haber sido partícipes de una fiesta homosexual, recapacitó en las consecuencias familiares que eso pudo haber traído en él: una de las ofensas mayores de la Sharia. Pero su naturaleza coherente a sensaciones físicas de deseo a otros hombres estaba aflorando sin freno. No quería más represiones, su mente le estaba jugando en contra y deformaba su naturaleza. Sentía que nadie lo podría entender jamás, hasta que escuchó de nuestra organización, más inclusiva y tolerante. Lo abracé porque vi en él el reflejo de quién yo era, pero que no había asumido aún. Desde Ebonne nunca había estado con otro hombre y nunca había conocido a nadie más que sintiera lo mismo que yo. Hasani me dio la luz que necesitaba para entender que lo que alguna vez tuve con Ebonne era algo sano y honesto. Le conté mi historia y por primera vez en mi vida pronuncié la palabra “gay”. Lo invité a ser parte de nuestra organización y a ser parte de mi mundo. Lo necesitaba. Quería en mi vida a un hombre que creyera que la homosexualidad no debía ser un habb en tiempos modernos, y que si bien la Sharia lo castigaba, no teníamos por qué esconder quiénes éramos y que la opresión no era una solución. Hasani se alejó de su familia y de su formación para apoyarme en mi causa, pero además para apoyarnos juntos en nuestra liberación.

Lo siguiente fue lo más maravilloso. Aprendí que Ebonne fue mi primer amor, pero Hasani fue mi primer hombre. Nuestras experiencias, bastante diferentes, nos unieron en una causa común. Él sabía de organización: en Al-Yihad había aprendido técnicas de logística y fórmulas de expansión a nuevos contribuyentes,  que si bien los propósitos del grupo al cual aún simpatizaba su padre y los propósitos nuestros eran totalmente diferentes, aportaban una estrategia imprescindible para crecer como institución informal frente a la sociedad. Yo, por otra parte, aporté con el entusiasmo y liderazgo que durante toda una vida había ocupado para cambiar la idiosincrasia de una sociedad compleja como la egipcia. Mi madre y Ahmed, seguían siendo mi fuente de inspiración.

Con los años, nuestro amor fue creciendo, así como nuestro entendimiento de que éramos una pareja como cualquier otra, sin sentirnos culpables o diferentes. Nuestra relación era íntima y reservada, sólo la compartíamos con aquellos simpatizantes y amigos que sabíamos no nos denunciarían por ser dos hombres de potencial condena a partir de cargos como “conducta desviada” o “comportamientos indecentes”, como solían ser llamadas las censuras hipócritas hacia los actos homosexuales en Egipto. Eran nuevos tiempos, y si bien el Corán es claro en su postura frente la homosexualidad, la sociedad y juventud egipcia quería cambios. Aún era tabú y las fuerzas legislativas del país castigaban con la cárcel las manifestaciones abiertas de homosexualidad, por eso era difícil exponer nuestras intenciones de forma masiva. Nuestras protestas aún no podían ser vociferadas en contra a sentencias de esa índole, pero sí hacia un país islámico más justo para todos. Las nuevas tecnologías y las crecientes redes sociales nos permitieron ser propulsores de una nueva corriente: musulmana y gay. A través de ellas, conocimos más hombres y mujeres islámicos que necesitaban liberar su voz. También nos permitió entender otras realidades, tanto de países musulmanes, como de países occidentales y comenzamos a descubrir que la homosexualidad era hasta valorada en países cristianos. Generamos redes de contacto y partidarios de nuestra causa en todo el mundo. Creamos un sitio web donde citábamos con cautela a poetas como Abu Nuwas, quien era abiertamente homosexual y literatura árabe medieval en historias de “Las mil y una noches” donde abundaban referencias al amor homosexual. También mis interpretaciones de un Corán infantilizado por las historias fantásticas que mi madre nos contaba a mí y mi hermana cuando éramos niños. Con el tiempo nos hicimos conocidos en organizaciones pro-gay de Turquía, Alemania, Estados Unidos, Gran Bretaña y Holanda. Nuestro sitio web y luego nuestra página en Facebook eran totalmente anónimas, pero desde la privacidad de nuestro hogar podíamos expresar virtualmente nuestro sentimiento hacia el gobierno y las leyes islámicas de antaño.

La crítica hacia la dictadura respecto de las protestas moras seguían siendo arriesgadas de consecuencias fatales si no se hacían con prudencia. Sin embargo, nunca quisimos caer en el extremo opuesto, y utilizar la bruta violencia terrorista como tantos grupos bélicos que en esos años estaban más revelados que nunca. Teníamos seguidores comprometidos a cómo hacer las cosas de una manera más pacífica y que en suma, podíamos hacer ver al Mubarak que queríamos cambios. Ya había perdido a dos importantes personas en el pasado por culpa del terrorismo y no quería volver a experimentar la sensación de vacuidad cuando alguien que amas es asesinado de una forma tan atroz e inhumana.

En diciembre de 2010 nos enteramos del fatal desenlace de un joven universitario y vendedor ambulante en Túnez.  Desde ahí las protestas en el vecino país comenzaron a hacerse latentes y constantes, exigiendo el fin de la dictadura y mejoras sustanciales respecto los impagables precios en alimentos básicos, corrupción y malas condiciones de vida de los tunecinos. La Revolución Tunecina fue una inspiración para que variados grupos de jóvenes y manifestantes egipcios comenzaran a levantarse de manera concreta y masiva y así, hacer valer su voz por medio de huelgas y revueltas que comenzaron a organizarse como una protesta contra la excesiva crueldad policial, contra las leyes de emergencia de Estado, las altas tasas de desempleo, la inflación, pero por sobre todo contra la falta de libertad de expresión, un clásico dentro de un gobierno dictatorial como el de Mubarak. En el pasado habían sido hombres de capuchas y metralletas quienes decían limpiar Egipto de estas fraudulentas formas de gobernar, pero era hora que los reprimidos sociales comenzáramos a pelear, sin armas, sin bombas, sin muertes. Hasani, yo y nuestros partidarios vimos una grandiosa oportunidad de hacer efectiva nuestras intenciones sociales, después de tantos años de realizar marchas sin resultados concretos. Se venía la rebelión del pueblo y nos unimos a miles de personas en todo Egipto para exigir cambios trascendentes y retomar la democracia que Mubarak había robado hace más de dos décadas.

El lunes 25 de enero del 2011 fue llamado el “Día de la Ira”. Más de 15.000 compatriotas cairotas nos reunimos en la Plaza Tahrir. Días antes, a través de nuestros medios digitales, habíamos conseguido citar a más de 2.500 personas para hacerse partícipes de la convocatoria que diferentes organizaciones pacifistas estaban emplazando y luchar junto a nosotros en lo que promulgábamos era justicia en pos de una sociedad egipcia, islámica y moderna. Recuerdo a Hasani gritando y marchando a mi lado. Su camisa blanca, sus pantalones marrones y su voz profunda y masculina eran el motor justo para abalanzarme con coraje contra las fuerzas policiales que impedían nuestra caminata hacia la Casa de Gobierno. Lo admiraba. Hasani se había transformado en un héroe divino, tal cual como los que mi madre me contaba en sus historias de Corán. El fervor y adrenalina de esa tarde fue el impulso para que durante los días venideros repitiéramos las protestas con más entusiasmo, comprobando que el poder de la rebelión estaba dando frutos. El gobierno comenzaba a ponerse nervioso y las fuerzas policiales se sentían amenazadas. Incluso los grupos terroristas asumieron el poder de las manifestaciones y declararon su apoyo a la nueva forma de protestar. Ese viernes fue el clímax. El número de sublevados superó el millón. El miedo ya no era un obstáculo y el poder de los egipcios tuvo su punto más álgido de demostración. Sabíamos que venía, al fin, un cambio sustancial y eso nos animaba a exigir el destronamiento de Mubarak. Hasani sentía la euforia arder dentro de sus venas, sus músculos estaban tirantes, entusiastas y sentía que era su momento de mayor apasiono y que alzar un brazo y gritar no eran suficientes. Sentía la algidez e ímpetu del momento y de un instante a otro despareció de mi lado. El caos era tal, que no me percaté cuando lo vi minutos después sobre un tanque militar con un cartel escrito en letras negras mayúsculas “El Islam es de todos, incluso de los gay”. Tan solo enunciar esa última palabra era una protesta por sí misma, que a esa altura aún no correspondía divulgar. No sé cómo ni cuándo tuvo el tiempo de escribirlo, nunca me lo consultó. Mi sonrisa y optimismo de marcha se extinguió en 12 mortíferos segundos, cuando el humo de una bomba de gas lacrimógeno empañó la escena más desalmada. Lo próximo fue ver a Hasani derrocado sobre el pavimento, policías y manifestantes no se percataron que su cuerpo abatido, ensangrentado y moribundo. No fui testigo de la muerte de mi madre, tampoco de la de Ebonne, pero vivir los últimos respiros de Hasani fue el dolor más agudo que jamás he experimentado. Corrí a empujones hacia Hasani, lo abracé mientras yacía orgulloso, porque si sus ojos se cerraban definitivamente, habría sido con amor hacia una causa sin precedentes. Nunca supe si su caída tuvo que ver con su rebeldía personal y un desgarrado fanático musulmán lo recriminó por hecho de expresar su orientación sexual modelada en un cartel. O quizás fue un fortuito disparo policial que cayó accidentalmente sobre su cuerpo. O tal vez el desequilibrio de la exaltación lo hizo caer sobre el suelo, restándole la vida que tanto amaba. Esa vida que me había acompañado dentro y fuera de la cama. Esa vida que me había hecho creer en que lo que teníamos no era contra el Corán, ni contra el Sharia. Esa vida sin pecados islámicos, sino de pura bendición. Nunca supe cómo fue que Hasani dejó la vida terrenal, porque nunca hubo autopsia que lo comprobara. El viernes 28 de enero, los periódicos de todo el mundo llamaron la revolución egipcia el “Viernes de la Ira”, pero para mí, ese día fue solamente ira. No por la causa, sino por la consecuencia.

Días después del trágico desenlace de nuestra revolución, Mubarak había renunciado cobardemente a su dictadura impuesta y se disolvió el parlamento. Así fue que la Junta Militar cambiaba a un dictador para que otro con nombre de Ministro de Defensa se transformara en el gobernante de transición con la intensión de calmar las protestas y emprender reformas consecuentes a los alegatos civiles. A mí, nada de eso me concernía. Ya no me importaba saber cuál era el gobierno de turno, ni qué malintencionadas mejoras crearían para Egipto, ni a los diálogos de paz a los cuales podrían llegar.  Tampoco me interesaba entender cuál era la forma correcta de entender el Corán, ni buscar alguna interpretación islámica a la muerte de Hasani. Si estaba o no en una mejor forma de vida era totalmente banal. No quería saber ni de política, ni de religión, porque nada ni nadie lo traerían de regreso. Solo quería vivir mi angustioso y arrogante luto.

Una figura familiar tocó la puerta de mi casa semanas después. Su hijab rosado que cubría su cabello me impedía reconocerla con claridad, pero si reconocí su sonrisa cálida que extendían sus labios cuando era una niña. Era mi hermana Sslama. Había llegado desde nuestro barrio de niñez, del cual nunca se atrevió a salir porque mi padre le rogaba compañía cuando descubrió que Fadwa lo engañaba con otra mujer que habitaba un par de casas contiguas a la nuestra. Había visto en televisión la escena feroz registrada por un lente amarillista, de cómo un hombre musulmán lloraba desconsolado la muerte de otro en medio de las fuertes protestas del 28 de enero. Me reconoció de inmediato. Se emocionó. Investigó por días internet. Trató de buscarme en redes sociales hasta que descubrió en Google el sitio web que con Hasani habíamos creado. Mi hermana nunca fue tonta, y atando lazos, comparó la cruel escena televisada con los contenidos de nuestro sitio web invadido de las mismas frases que mi madre nos recitaba de niños en sus cuentos. Pistas que fueron suficientes para entender que su hermano alejado y desparecido por años era homosexual y que la vida le había pegado una brusca bofetada. Sintió un dolor entrañable al empatizar con aquellas imágenes y con la causa de nuestro portal. Tomó un tren desde Helwan para tocar la puerta de mi casa y así confirmarlo. Sslama y mi padre hace años que habían perdido la esperanza que algún día regresara a casa, es que habían sido tantos años. Su religión y creencias hacia el Islam seguían intactas, respetando todas las leyes que el Sharia promulgaba. Por eso, cuando Sslama comprendió que yo era gay, se tuvo que armar de un poderoso valor para venir a enfrentarme. Yo no estaba dispuesto a escuchar críticas homofóbicas de habbs irrespetuosos a los saberes musulmanes. Pero mi sorpresa fue recibir un expresivo abrazo, que superaba cualquier doctrina, cualquier ley. Porque no importaba quién yo era, solo importaba que estaba vivo. Conversamos esa noche de mi padre, de ella, de mi historia, de sus historias. Ambos habían re-hecho sus vidas juntos, se protegían y apoyaban, y que, cuando entendieron que yo era como era, aceptaron y asumieron que ningún estatuto es tan poderoso ni religioso como el amor fraternal entre los seres humanos. Mi padre le dio la venia a Sslama para que viniese a buscarme a El Cairo y regresar a casa, donde podría recuperarme de un dolor insaciable. Ellos me entendían, porque todos habíamos sufrido la misma amargura años antes, cuando mi madre nos dejó luchando por una sociedad mejor.

Cuesta salir de tanto desconsuelo. Cuesta entender que las pérdidas nos deben hacer más fuertes. Tenía 35 años, y creía que había perdido más personas de lo que me correspondería a esa altura de mi vida. Sobre todo cuando pensaba que los había perdido por causas del fanatismo humano, de la tortura hostil y de la lucha sacrificada por una sociedad mejor. Mi madre, Ebonne y Hasani estarían reunidos, no sé si con Alá, o con nadie más, esperando a que yo llegue. Por mucho tiempo pensé que debía llegar antes del tiempo que Alá me tenía destinado, suponiendo que el buen Alá aún existía. A veces sentía que todas las disputas que había hecho por un Egipto mejor habían sido en vano. Que los musulmanes nunca serían como antes, sin violencia y sin matices de enemistad, que costaría mucho tiempo para que la comunidad gay sea liberada de su hegemonía social y que el Yihad jamás sería interpretado de la manera pura y absuelta de odios y desacuerdos. Y así lo creí por muchos meses, mientras buscaba la forma de distraer mi pena y desilusión por todo lo que creí injustamente me había pasado.

Pero hoy me he reencontrado con mi familia, ellos ahora son mi sustento. Hoy quiero hacerme escuchar de otra manera. Poco a poco he ido descubriendo como el poder del lápiz y del papel pueden ser una nueva fuente de escape y catarsis, y así reivindicarme con una sociedad que me tenía cansado y asqueado. Tal cual lo hacía mi querido Ahmed Fouad Negm. Puedo exportar mi experiencia de vida para que otros musulmanes la conozcan y descubran cómo se sufre con la condena y el ocultamiento de una forma de vida que no supone hábitos religiosos de rechazo infame, que supera la naturaleza humana que no siempre es perfecta, y que no debiese haber leyes que te impidan ser o hacer lo que tus impulsos premian. Mi libro se titulará “Después de la Ira”.

Me llamo Nadir Mahmoud. Tengo 36 años. Soy egipcio. Vivo en El Cairo. Soy gay y quiero la libertad.

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