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LA ÚLTIMA (BUENA) DECISIÓN

2016

Aquella primera noche. Aquella noche de Gin Tonics bien celebrados, de chupitos, de risas, de Manel sonando en los parlantes. De nuestra querida Dolly. De mi Pablo. Lo tenía ahí, completo, como siempre soñé tenerlo. Lo lindo de aquella noche en Joaquim Costa fue que tenerlo ya no era un sueño. Que pese a todo lo que habíamos vivido los últimos años, ahora estábamos juntos.

Reconozco que me costó asimilar tanta realidad. Tropecé con mis miedos de fantasmas avejentados que intentaron robarme tanta felicidad. Sin embargo Pablo tenía esa energía soluble que me motivaba a entender que había tomado la decisión correcta y que mi vida comenzaba de nuevo. Llena de colores y aromas, de paladares y tactos que Pablo me había confiscado en algunas de mis emociones, en cualquiera de mis emociones, en todas mis emociones. El cerebro la traspasó al resto de mi cuerpo y mi corazón no pudo, no quiso, detenerlo. Porque estaba enamorado.

A veces tuve miedo, lo asumo. A veces dudé, lo confieso. Fue todo rápido e intenso. Pablo llegaba a mi hogar. Intenté hacerlo sentir como en casa, cuando no era nuestra casa aún. Desde dejar espacio en el armario suficiente para su ropa, hasta entender que no todos tenemos el mismo concepto de qué es el orden. Entre la enfermedad de mi madre, el trabajo y las responsabilidades hice mi mayor esfuerzo para que Pablo se sintiera cómodo lejos de sus costumbres y territorios. Y si bien Pablo se mostraba positivo y ansioso de sentirse parte sin complicaciones de nuestro mundo, había que entender que nuestro mundo estaba recién forjándose y que los tiempos necesitan tiempo para estabilizarse y hacerse rutinarios. Un poquito de rutina hace bien y ordena las prioridades a la hora de construir pareja. ¡Ay mi cabeza terca! Putas sombras que debían ser pasadas, pero que se hicieron presentes los primeros meses desde el regreso de Pablo.

Mi casa, perdón, nuestra casa, era un pequeño loft en el Barrio de Los Encants. Ahí viví mi soltería y el espacio era suficiente para mi soledad. Con la llegada de Pablo, sin embargo, el espacio se redujo y era consecuente buscar un nuevo apartamento para ambos. Correspondía comenzar nuestra nueva vida juntos en un lugar elegido por ambos, decorado por ambos, combinando nuestros gustos y sabores. Nuestros toques personales, que podrían chocar con facilidad, pero que sería divertido conocer cuáles serían aquellos choques. Acordamos no buscar nada en concreto hasta que Pablo encontrara un nuevo trabajo. Intentó contactar a sus antiguos jefes, pero no había vacantes, así que se dedicó a inundar oficinas con su currículum, con entrevistas y recomendaciones. Le costó más de lo que imaginamos, porque 5 meses a veces puede ser mucho tiempo. Pero finalmente encontró un buen trabajo en lo suyo. Y eso lo ayudó a retomar las riendas de Barcelona, para sentirse dueño de ella nuevamente y no un turista pasajero que se pierde entremedio de sus esquinas diagonales y rincones de contornos gaudianos.

Por esas fechas una agridulce noticia llegó a mi escritorio. Mi jefe me ascendía y quería que fuese el director del departamento de exportaciones de la compañía. Era dulce, porque después de tantos años trabajando en el mismo lugar, al fin validaban mi aporte y aptitudes. Además, un aumento de sueldo nunca viene mal. Pero era amargo al mismo tiempo. Más trabajo. Más horas extras. Más responsabilidades. Más gente a cargo. Más viajes y más lejos. Una vez al mes debería viajar a Asia o América. Todo eso me agobiaba. Hay un cálculo que dice que sólo el 10% de las personas hacen de su trabajo su pasión y su hobby. Yo era parte del inquietante 90% de individuos para quienes los lunes son el peor día de la semana.  Y eso no hacía más fáciles las cargas que me estaba autoimponiendo dentro, y sobre todo, fuera de la empresa.

El alzhéimer es una enfermedad traidora e incoherente. Mi madre lo había llevado bien durante los primeros años desde que le diagnosticaron que su memoria y sentidos se fragilizaban. Sin embargo el destino y las casualidades a veces vienen de la mano, y por las fechas que Pablo aterrizaba definitivamente en Barcelona, mi madre comenzaba a mostrar signos de involución. Teníamos el apoyo de una admirable mujer que la cuidaba día y noche como si fuera su propia madre, la ayudaba con sus quehaceres y aguantaba estoica sus arranques de humor. Pero mi rol de hijo me exigía hacerme cargo de aquella enfermedad como si fuera propia. A mí no se me olvidaban las cosas. Al contrario. Por eso fui yo quien asumió, por voluntad y amor, que debía hacer por ella todo lo que ella había hecho por mí desde que nací. Eso es ser hijo. Tener el arranque de retribuir el mismo amor que ella me inculcó sin condiciones durante toda mi vida y durante toda su vida lúcida. Mi madre, tal cual lo fuese Josefina para Pablo, era mi referente, mi mentora, mi heroína. Eso es una madre. Y yo quise transformarme en su referente, en el guía de sus días borrados, de sus quehaceres arrinconados, de sus tertulias prohibidas. Quise transfórmame en su mentor, en una suerte de profesor que le volvía a enseñar a ser ella misma, a comprenderse con sus emociones renegadas, sus siluetas fracasadas, sus bondades abandonadas. Ser su héroe, aunque ella fuese incapaz de reconocerme como tal. Su cerebro traicionero la corroía de a poco. Lentamente ella iba olvidando detalles tan simples como entender que la que estaba detrás del espejo era ella misma y no un desconocido. Su inestable temperamento le conspiraba de reconocer a sus seres queridos. La paranoia le desgastaba la claridad del pasado y del presente. Me dolía el alma ver cómo se apagaba y me costaba entender por qué la vida le jugaba en contra de aquella brutal manera. El alzhéimer no era mi karma, pero sí era mi responsabilidad.

Pero también mi responsabilidad era Pablo. Si bien era una persona fuerte y positiva, una testaruda necesidad de protegerlo, de hacerlo sentir cómodo y a gusto en nuestra nueva vida juntos, era un peso que no debía ser tal, pero que asumí sin que nadie me lo exigiera. Debía hacerme cargo del bienestar de Pablo.

Pero Pablo tenía un carisma que despejaba temores propicios, pero absurdos. Y ese fue el ímpetu que me empujó a replantearme un futuro tangible que me aseguraba felicidad. El tiempo me dio la razón, y con Pablo a mi lado entendí que todo podía ser más fácil y llevadero. Pablo era mi nueva luz que apaciguaba cualquier dolor maternal y cualquier peso laboral. Y de aquel barroco compromiso respecto a que la llegada definitiva de Pablo a Barcelona era mi responsabilidad.

Comenzamos a retomar nuestras tradiciones suculentas que nos enamoraron de Barcelona y de nosotros mismos. Y por qué no, descubrir nuevas. Alguna vez alguien escribió que teníamos tantas cosas por hacer juntos: comidas que probar, cines que disfrutar, mares que nadar, sonidos que escuchar. Ahora era nuestra oportunidad de retomar aquel sendero de experiencias propias, cuando lo propio es de a dos. Reinventamos Barcelona. Si bien con Pablo había descubierto en ella nuevos colores  que me hacían sonreír por sonreír, ahora esos colores de Barcelona eran pura luz, que me hacían feliz por el simple hecho de querer ser feliz. Nos apropiamos de una playa apartada, escondida detrás de una vieja fábrica. No diré más detalles, porque no quiero que nadie sepa cómo llegar a ella. Es nuestra. Los viernes de tardes primaverales, después del curro, tomaba mi moto, pasaba a buscar a Pablo en la esquina de Diagonal con Numancia, me rodeaba fuerte con sus brazos y llegábamos a nuestro oasis propio. Podría haber más gente, pero los borrábamos del paisaje y la playa se volvía sólo nuestra. Unas cañitas, un bocata de atún con queso, unas olas y mucha arena. Hasta que el sol se perdía detrás del Mediterráneo. Era nuestro momento de nosotros mismos, cuando dejábamos detrás cualquier agobio, cualquier automatismo indeseado. Cuando nos mirábamos a los ojos para besarnos sin rozar labios. Fue ahí, en nuestra playa, donde comenzamos a celebrar nuestro matrimonio.

Una tarde de septiembre, cuando el sol no atosiga. Una tarde de septiembre, cuando los árboles poco a poco se sacuden de tanto verde. Una tarde de septiembre, en un rincón escondido del Montseny festejamos junto a amigos y familia todo lo que nos amábamos y todo lo que habíamos luchado para estar como queríamos estar: juntos. Y eso, se celebra. Nos vestimos de trajes azules y calcetines lilas y amarillos. Nos fumamos un porrito para calmar los nervios. Salimos de nuestra habitación y la emoción de ver a tanta gente linda, sonriente y animada nos abrió los corazones y las ganas de simplemente pasarlo bien. Porque no había nada mejor que hacer aquella tarde de septiembre. Desde Chile y desde Barcelona, quisimos compartir con todos aquellos que queríamos y con aquellos que nos querían ver felices. Esa noche fue una imborrable para nuestros invitados, y para nosotros. La magia que confabulaba el amor que nos regalábamos Pablo y yo, se la regalamos a nuestros seres queridos y eso hizo que nuestra noche, fuera la noche de todos nuestros amigos. Incluso nuestras madres nos acompañaron a la distancia. Desde la inconciencia y desde el cielo. Estaban todos ahí, bailando, comiendo, tomando, cantando, abrazando. Amando. Fue la primera vez que me atreví a amar a más de una persona a la vez y ser amado de vuelta por toda esas personas sin restricciones. Y lo disfruté tanto que hasta hoy aquel delicioso estremecimiento lo tengo guardado en cada fibra de mi cuerpo.

Esa noche reconocimos que Pablo y yo tenemos un hilo rojo atado a nuestros dedos. Uno que permanecerá constante y nunca desparecerá. Un hilo rojo que simboliza el tiempo, la distancia, nuestra historia y nuestro futuro. Un hilo rojo que nos mantendría unidos pasara lo que pasara. Una unión amorosamente indestructible. Uno hilo rojo atado a nuestros dedos sería nuestra promesa, nuestro sello, nuestra admiración y respeto por el otro. Nuestro amor.

Ese fin del verano catalán dio paso a un año y a otro y a dos más. Nos compramos un piso por Poble Sec. Lo llenamos de nuestras fotografías que nos recordaban lo bueno de la vida. Hicimos una cocina grande, para invitar a nuestros amigos a cocinar junto a nosotros y tomar buen vino. Nuestra habitación era nuestra guardilla donde las pasiones más secretas se manifestaban sin pudores. Nuestra terraza, llena de plantas y luces colorinches, era el rincón de barbacoas y películas de noches estrelladas. Un escritorio de lápices y ordenador para planificar aventuras desenredadas. Desde nuestro hogar, salíamos al mundo para no reparar en revelaciones cada vez que se nos presentaban como una oportunidad nueva de experimentar una y otra vez. Saboreamos comidas exóticas y clásicas que nos encantaron.

Nos entusiasmamos de Sonar, Primavera Sound y madrugadas de DJ. Nadamos en nuestro Mediterráneo de costas catalanas, marroquís, francesas y de Formentera cuantas veces quisimos hacerlo. Nos sumergimos de Almodóvar, de Burton y de Allen en cuanto cine se nos cruzaba por delante. Hicimos todo lo que siempre soñamos hacer juntos y más. Los pesos de la vida se hacían más livianos con Pablo y el tiempo me dio la oportunidad de entender que yo, que me creía un simple mortal como cualquier otro, era la persona más importante y significativa de otro. Y me sentí trascendental. Me sentí enaltecido. Me sentí esencial para alguien más que no fuera yo. Aprendí a vivir con pasión. De aprovechar segundos que no volverían a presentarse. Tuvimos conflictos como cualquier pareja. Algunos nos costó superarlos más que otros, pero teníamos aquel hilo rojo que unía nuestros dedos. Y eso, eso no se destruye por estupideces de la cotidianidad.

Estábamos planificando un viaje a Panamá. Queríamos volver a recorrer ese archipiélago de islotes paradisíacos que años atrás nos habían obsequiado días de reencuentro y validaciones. Esas noches de pasión atolondrada sobre un yate y mar calipso. María nos esperaría con fiestas de Casco Antiguo y mojitos. Estábamos ansiosos, pero aún quedaban un par de semanas. Esa noche, justo después de cerrar la compra de pasajes online hasta Ciudad de Panamá y antes de ir a acostarnos, Pablo comenzó a sentir un fuerte dolor estomacal. Nada raro, nada diferente, pero le costó mucho dormir aquella noche, así que le sugerí llamar a su oficina y avisar que esa mañana no llegaría. Durante el día el dolor no desparecía, tenía muchos reflujos y molestias en la espalda. Yo comenzaba a preocuparme, así que esa tarde nos fuimos de urgencia hasta el Hospital Clinic. Su piel estaba decolorada y la boca seca. Claramente los síntomas eran de dudoso origen y poco a poco el miedo comenzaba a erizar mi piel. Esa noche le realizaron varios exámenes para detectar el origen de tanto malestar. Los doctores no pudieron llegar a un diagnóstico concreto. Le recetaron un par de medicamentos, reposo y alimentación sana y liviana. Al pasar de los días, los dolores comenzaron a apaciguarse y las ansias de volar hasta Panamá retomaron su curso.

Una tenebrosa tarde Pablo me llamó precipitado a la oficina. Estaba trabajando normalmente hasta que imprevistos reflujos manosearon su estómago impaciente. Se iba directo a urgencias nuevamente. Intentó calmarme advirtiéndome que no debía ser nada extraño y que se recompensaría si le recetaban nuevamente las mismas pastillas. No quise ser sobreprotector y seguí su concejo. A las dos horas me llamaba una enfermera del Clinic avisando que habían ingresado a Pablo, porque el persistente dolor se había transformado en otra cosa. Y fue ahí cuando me temí lo peor. Fue ahí cuando comenzó lo que no debía comenzar, porque ni él ni yo estábamos preparados.

Después de 48 tétricas horas de espera, de ultrasonidos endoscópicos y exámenes de sangre y bilis, el doctor Vendrell nos confirmaba que unas células de mala muerte se habían mimetizado en el interior de Pablo. Unos venenos mutilados y cargados de odio se clonaban en el cuerpo de mi Pablo. Su páncreas ¿Qué puto órgano desdichado es ese? ¿Qué se cree qué es? Su páncreas. Maldito páncreas. Infectado de un tumor desvergonzado. El silencio nos consumió los nervios e ignorancia. Ese silencio que es un arma afilada que te punza por dentro cuando algo que desconoces se te hace presente por primera vez. Ese silencio que se rompe, una vez más, cuando escuchas salir la palabra cáncer de los labios de un doctor amargo. Toda la vida, la bendita vida que creía tener, se resumió en un maldito momento insonoro e incoloro. Las explicaciones médicas son un mal atrofiado, pero necesario. Frases como lesiones estomacales severas, hígado obstaculizado, abdomen crítico, anomalías celulares fueron casi imposibles de digerir. Pero hasta que dijo las palabras radioterapia y quimioterapia fue cuando el alma se me cayó al piso. Había que proceder inminentemente. Extraer el tumor y comenzar lo antes posible con la primera sesión de radioterapia y luego la quimio. El cáncer estaba evolucionando a pasos agigantados y el pronóstico no sería bueno si no se procedía con premeditación. En ese momento, por primera vez, dejé de observar hacia los ojos y palabras el doctor Vendrell y me dirigí con la mirada a Pablo. Él sonreía. En ese momento no computé nada. No sabía que había que tomar una decisión, aunque la respuesta a lo que debía hacer la tenía en frente. Cogí la moto y me llevé a Pablo a nuestra playa secreta.

La brisa marina era doliente. La arena estaba áspera. Las olas eran traicioneras. Como el Mapocho santiaguino que Pablo había reconocido cuando regresó a Chile por su madre. Las lágrimas no habían sido invitadas, pero cayeron por mis mejillas sin decir una palabra. Pablo seguía sonriendo, como si le hubieran contado un mal chiste. Quizás lo era. No quise interrumpir esa sonrisa extraña. Preferí quedarme observando los naranjos opacos del cielo que atardecía. “No soy tan fuerte como mi madre” fue lo primero que escuché salir de su boca minutos después que el sol había desaparecido. Tenía 40 años. Era joven. El Hospital Clinic tiene los mejores oncólogos de toda España. Me tenía a mí. Yo podría ser su curación. Yo quería ser su quimioterapia. Si no era fuerte, yo le daría la fuerza necesaria. Un par de quimioterapias no es el fin del mundo. Mi hombro, mi corazón, mi vida entera estaba ahí para abrazarlo en este inepto dolor desgraciado. Juntos sabíamos superar obstáculos. Incluso éste. Sobre todo éste. Oculté mis miedos, que estaban más a flor de piel que los suyos, para hacerle ver que debíamos luchar juntos. Que unas células mutadas de mierda no nos la iban a ganar. No señor. No.

Lloramos, finalmente. Sacamos toda la angustia del pecho. Nos abrazamos. Vomitamos todo los miedos que oscurecían nuestras neuronas. Nos besamos. Dejamos que el oxígeno nos volviera al cuerpo. Y por fin, por fin la luna se asomó para darnos la energía necesaria para salir de ese hoyo indeliberado que no nos ahogaría.

El día que embarcábamos hasta Panamá, fue el día que operaron a Pablo para extirpar el tumor del páncreas. Las amistades vuelan cuando deben volar y ese mismo día María llegaba desde Panamá. En vez de esperarnos en su ciudad con un mojito en la mano, aterrizaba en la nuestra con su inagotable amor y amistad por Pablo. Por mí. Fue un alivio tenerla cerca durante la hora y media de operación. Por suerte, la intervención quirúrgica fue exitosa y ahora comenzaría la segunda etapa. La radioterapia funcionaría como antecesor de lo que la quimioterapia combatiría para eliminar cualquier célula indeseada. Fueron semanas atroces. Mi Pablo, guapo, bello, sereno, se adelgazaba de músculos y fachadas enfermas, pero su espíritu seguía intacto. Aprendió gracias a su madre que la mejor forma de erradicar células cancerígenas era mantener una sonrisa en el alma. En creer que la vida vale mucho más la pena de lo que el común de peatones cree, cuando se quejan de estupideces como el clima y el dinero. Llegó un punto en que no sabíamos quién le daba la fuerza a quién para mantener viva la esperanza de luchas y de salir adelante. Estábamos expectantes incluso de la primera quimioterapia. Sabíamos que de esa saldríamos vencedores.

Hay una palabra que, aunque trabaje en comercio, nunca me ha gustado: estadística. Siempre tan correcta y frígida. Se cree que tiene la razón en todo. Supuestamente las estadísticas no mienten. El cáncer de páncreas es uno de los más complejos, por no decir que es el más testarudo de todos. El doctor Vendrell siempre nos advirtió de ello, pero nos jugaba a nuestro favor el hecho que Pablo era un hombre joven y sano. Y la gente sana, estas cosas malagradecidas las superan a contracorriente, porque no se las merecen. Pero las estadísticas son lo que son. Y había probabilidades que el hecho de ser tan joven, no fuese necesariamente lo indicado para darle una vuelta a la enfermedad.

El día antes de entrar a la quimio hubo que realizar exámenes de todo tipo. Descubrieron que el páncreas de Pablo tenía una nueva sorpresa. La metástasis que temíamos se había concretado. Su páncreas ya no era el único afectado por mierda, ahora también lo estaba el hígado y el apéndice. ¡Qué difícil por Dios! Difícil es mantener la calma frente a tanta palabra degenerada. Frente a tanta noticia contaminada. No lo soporté. No fui capaz de mirar la cara de Pablo. Fui un cobarde y lo dejé sólo con sus células aparcadas en casi todo su sistema digestivo. Quería un vodka y un porro. Quería gritar. Quería traspasarme esas putas células desgraciadas y comerme yo toda la mierda. Me hervía el azúcar de la sangre. Malditos mutantes. Desconocidos infaustos. Invasores desarmados. El llanto no ayudaba a apaciguar el dolor. Fui hacia el centro donde se hospedaba mi madre. A pesar que los años se habían encargado de que el alzhéimer la tuviera desconectada de cualquier realidad, me reconoció apenas me vio entrar a su habitación. Hacía tanto tiempo que no me reconocía. Yo tenía los ojos inyectados de sangre y la cara malograda de pena. Y así y todo, ella me reconoció. Y me abrazó. Y me consoló. Me susurró que yo era su referente. Su mentor. Su héroe. Y la paz me volvió al cuerpo. Y me volví a sentir trascendental. Porque ahora más que nunca, Pablo confiaba en mí para que sea su consuelo básico. Su aire. Su fuego. Su amor. Y volví al Clinic.

Compré flores lilas y blancas de regreso al hospital y me dibujé una sonrisa en el rostro. La quimio comenzaría en un par de horas y Pablo necesitaba de mi mano apretando la suya durante aquellos minutos de inyecciones químicas. Fue en esas dos horas que Pablo me confesó cómo había superado el dolor de ver a su madre en esas mismas situaciones. Ella le había enseñado a ser un hombre de bien. Que el bien es el amor. Que amar nos hace bien y nos completa. Su madre lo había amado tanto, que su vida terminó completa y sin deudas pendientes. Ella le enseñó a amar a quien él quisiera amar, porque eso lo haría un hombre completo. Y así como la amaba a ella con toda la fuerza, me amaba a mí de la misma manera. Y que después de tanto amor, su vida estaba completa.

Ese discurso de alma tenía notas de despedida que no quise recoger. No era el momento, porque ese momento no llegaría aún. Había que confiar en ésta quimioterapia y en las próximas que vendrían. En eso había que focalizar las fuerzas y los ánimos. Ante a eso había que sonreír. Tanto amor, sí, también. Y ahí estaba yo para darle todo el amor que Pablo se merecía y así superar cualquier terapia transitoria para erradicar esas células ingratas que tenía alojadas en su cuerpo. Y punto. Y nada más. No quería más discursos con alma.

Pasaron 3 nuevas quimioterapias. El cuerpo fuerte de Pablo se debilitaba cada vez. Su cabello estaba ausente. Sus labios se vaciaban. Sus ojos se envejecían. Su sonrisa se enfriaba. El doctor Vendrell siempre fue honesto y nunca quiso que las esperanzas se apoderaran de nadie. Pero a mí eso no me detenía. Al contrario, me daba aún más fuerza de luchar. Sin embargo hoy entiendo que quién debía luchar debía ser Pablo y nunca me detuve a preguntarle si él quería seguir luchando. Ese fue mi error. O no. Pues no lo sé aún.

En mi oficina siempre me apoyaron durante esos 3 meses. Entendieron mi situación y frenaron cualquier viaje al extranjero. Reconozco que ir a trabajar me despejaba la mente. Los lunes ya no eran tan terribles.

Justamente un lunes, regresando a nuestro piso en Poble Sec, fue cuando me llevé la angustia más dulce de la vida. En nuestra cocina, en nuestro salón, en nuestra terraza, de todas partes colgaban cordones de lana roja. Desde el techo, desde las paredes y desde los muebles. En nuestra habitación estaba Pablo. Con su sonrisa tierna. Sentado sobre la cama con pantalones y camisa roja. En su dedo amarrado un hilo rojo. Me pidió que me acerara para darme un beso. Para decirme lo mucho que me amaba y lo mucho que me extrañaría. Que le prometiera que iba a estar bien. Que seguiría siendo feliz. Porque lo nuestro era indestructible pasara lo que pasara. Esa era nuestra promesa, ¿no? Ahí en ese momento lo amé como nunca antes lo había amado y entendí que él había tomado su decisión.

Aún me cuesta entender las razones. De buscar la explicación de todo lo que habíamos vivido y por qué nos había tocado vivirlo. Quizás no debería darle tantas vueltas al asunto. Quizás sí. Pues no lo sé. Solo sé que la vida me regaló la historia más bella que jamás me imaginé vivir. Me regaló a Pablo y yo le regalé mi vida a él. Ahora en la oscuridad puedo recapacitar en todo eso. Y sé que él, donde quiera que esté junto a Josefina, está sintiendo exactamente lo mismo. Porque yo soy Pablo y él es Jaume. Y esa es la mejor decisión que en conjunto tomamos ser.

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