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LA DECISIÓN (MÁS) CORRECTA

2014

Se venían tiempos difíciles porque el cáncer te apuñala desde dentro y sus remedios más efectivos para atacarlos son los más dañinos para el exterior de una persona.

Santiago era una ciudad sin matices. Gris como el smog. Traidora como el Mapocho. Infeliz como mis últimos meses viviendo en ella. Mi causa era la justa. Debía estar en Santiago porque era lo que me correspondía, y nunca lo dudé. Intenté buscarle la belleza sobre una bicicleta, ir a Valparaíso los fines de semana para encontrarme con el mar, mirar la luna nocturna e imaginar que Jaume observaba la misma que yo. Consuelos sin intención de serlos, pero que apaciguaban la necesidad de tomar un avión sin escalas a Barcelona. No había día que no me acordara de él, de Barcelona, de nuestra vida que en poco tiempo construimos juntos sin grandes esfuerzos, cuando el amor lo era todo, y todo lo más bello que jamás había podido imaginar experimentar. Hoy estaba experimentado otro tipo de amor, con el cual nací, me crie, me desarrollé y el amor que me hizo el hombre que hoy soy. Mi madre era la justa razón para obviar mis sueños mozos y vivir un presente que me dolía concebir. Me dolía porque fui testigo diario de cómo mi madre poco a poco se iba apagando y no podía hacer mucho más de lo que ya estaba haciendo. Y me dolía porque Jaume ya no estaba a mi lado. Dolor al cuadrado, porque si Jaume hubiese estado más cerca, el primer dolor hubiese sido más fácil de llevar.

Mi madre prometió lucha y definitivamente cumplió su promesa, hasta que una metástasis le comprometió el hígado. Tocaban quimioterapias densas e infames, de sabores amargos, colores negros y olores clínicos que la debilitarían aún más, pero que prometían ser la solución a un destino fatal. Lo conversamos seriamente. Vimos todas las opciones. Tenía que hacerme el fuerte, el de la sonrisa, el de la energía y traspasársela a ella. Pero en mis momentos de silencio propio, lloraba de miedo, de soledad y de pensar que tanto esfuerzo podría ser en vano. Sin embargo no tenía más opción, era por mi madre y para mi madre que debía mostrarme un hombre de cojones. Ahora sí, los roles estaban revertidos y debía ser su protector. Ahora me tocaba a mí.

El miércoles comenzaría la primera sesión de quimioterapia. Debía acompañarla el día antes a la clínica porque necesitaba con urgencia una transfusión de glóbulos rojos, no sólo porque los tenía bajos, sino porque debía estar cubierta para protegerse de la invasiva terapia. Ese día despertó como cualquier otro: con la cara llena de sonrisa y su jugo de betarraga con zanahoria y manzana. Esa mañana aquella sonrisa fue traicionera, me engañó por varios minutos reposada sobre su cama mientras desayunaba.

- Mamá, ya es hora de meterse a la ducha, que a las 9.30 debemos estar en la clínica - le dije observando el reloj.

Un silencio inquietante mientras me miraba fijamente

- ¿Mamá? – Insistí.

- ¿Mamá de quién? - prosiguió como si nada, como si yo fuera un total desconocido.

- Mamá, pero si soy yo, ¡Tu hijo Pablo! - le respondí con un miedo que me retorcía el estómago - ¿Acaso no me reconoces? -

Su mirada se perdió. Seguía sonriendo, pero confundida de lo que estaba pasando. La tomé con miedo, la duché rápidamente, aunque ella pudiese haberlo hecho sola. Era ver como si una niña se apoderaba del cuerpo de mi madre. El miedo seguía carcomiendo mis fibras, pero debía seguir estoico y llevarla con mayor urgencia al hospital. De camino llamé a su oncóloga, le expliqué que mi madre estaba enredada de realidad, y la voz de la doctora cambió de color. Me advirtió que nos veríamos en la clínica, pero en la sala de observaciones, no en la de oncología.

Esa tarde fue eterna. Debía ser una hora de transfusión sanguínea y listo, pero fue un cúmulo de scanners imparables y exámenes de todo tipo. Ella seguía con su mirada confundida y sonriente. Me miró con ternura cada vez que tuvo la oportunidad de hacerlo. Mi madre estaba ahí, con su cálida figura desfigurada por el cansancio y los análisis, pero con su delicada postura mezcla de niña pequeña, mezcla de mujer enferma, mezcla de madre infinita. Parecía no interesarle tanto doctor, parecía no incomodarle estar acostada en una cama de hospital entubada con enchufes y suero, parecía saber que el cáncer la estaba comprometiendo con algo más, y por eso, seguía sonriendo. Era más fácil transformarse en niña que no ve el dolor propio. Ella, como si en un sueño, y yo en una pesadilla tangible. Mi pierna no paraba de moverse, las uñas no salían de mi boca y la batería del teléfono agotada de tantas llamadas a amigos y familiares preocupados por el estado de mi madre. Hasta que llegaron 3 diferentes doctores, pero con el mismo diagnóstico. Porque sí el cáncer ya fuera mucho, ahora un sanguinario derrame había entorpecido su cerebro.

Mi bloqueé por unos momentos. Se me paralizó la piel y el razonamiento. Quería verla, abrazarla, decirle que todo iba a estar bien, pero no fui capaz, porque hubiese sido mentirle. Salí a llorar detrás de un auto, no quise que nadie fuese testigo de mis lágrimas coherentes. Volví después de un rato, entré a su habitación y su sonrisa lo iluminó todo. Los doctores me explicaron que el derrame comprometió su vocabulario, su visualización y conceptualización de su entorno, pero no sus emociones. Me tomó la mano y me invitó a recostarme junto a ella. Y ahí, los dos, sin decir nada, nos quedamos dormidos, porque esa fue la última vez que me permití ser su hijo pequeño, de que me acobijara en sus brazos y de hacerme sentir que todo iba a estar bien, que la herida en la rodilla se iba a curar y pronto nos iríamos a casa. Esa noche fue la primera de sus últimas noches, y yo quise ser por unas horas lo que necesitaba ser desde que regresé de Barcelona.

Cuando le conté a Jaume por teléfono la infausta noticia lloró conmigo. Un océano entero nos separaba y la distancia en situaciones críticas se hacía más latente e impotente. No poder estar cerca le corroyó las venas, no tener la posibilidad de abrazarme en esta situación era enternecedora y asfixiante al mismo tiempo.

Desde aquel diciembre, hacía 1 año atrás, en el frio aeropuerto de El Prat, donde el llanto y la lluvia eran precisas para una escena de separación condenada. Desde aquel diciembre donde las promesas nacieron sin ser solicitadas. Y desde aquel diciembre que cumplimos todas esas promesas. Jaume y yo nos amamos con más fuerza, porque no dejamos nunca que la maldita distancia nos arrancara lo que en durante más de un año habíamos construido como pareja. Fuimos dos hombres que nos habíamos regalado la vida entera en poco tiempo. Aquella vida de colores frente a la Sagrada Familia, la Barceloneta y el Montjuic. Esa vida de viajes a Paris, Formentera y Marrakech, y tantos otros lugares que soñamos juntos descubrir. Esa de sabores a Cacaolat, pa amb tomàquet y habas con butifarra. De tragos dulces de Gin Tonic, de los chupitos de hierbas y las noches en bares del Raval, de aquel Raval donde la Dolly Parton catalana nos enseñó que el amor podía cambiarlo todo. Durante más de un año nos habíamos desnudado el uno al otro para ser uno solo. Y fue lo más lindo que jamás imaginé vivir. Ninguno de los dos nunca quiso que esa magia despareciera. Sin decirlo, sin predeterminarlo, forjamos una relación indestructible, incluso por la geografía. Nos nació estar juntos estando separados. Yo en Chile con mi madre luchando contra un cáncer de fobias e insolencias, y él en Barcelona con su madre somatizando un desconsiderado alzhéimer. Quizás la empatía de ambas situaciones es lo que nos mantuvo unidos. Quizás no. Quizás fue ese indestructible amor que aprendió a mantenerse intacto y que se acostumbró al Skype, al Whatsapp y Facetime. Quizás tampoco haya sido esa la razón. Y la verdad, después de un tiempo, las razones dejaron de ser relevantes, porque lo único que importaba era que él estaba a mi lado a pesar de la distancia y que me amaba por sobre todas las cosas. Y era mutuo.

Sin embargo, cuando pisé Santiago nuevamente, me exigí seguir con mi vida. Mientras viajaba de regreso a Chile a enfrentarme con un cáncer de huesos alojado dentro de mi madre, quise ser práctico y pensar que el tiempo desgastaría una relación a distancia. Los primeros días me volqué exclusivamente al bienestar de mi madre y a aprender a vivir con su enfermedad. Las primeras semanas me dediqué a buscar mi lugar nuevamente en Santiago, entre amigos y un trabajo estable. Los primeros meses me dediqué a retomar mi vida lo más natural posible: a frecuentar nuevamente los mismos lugares y a los rituales sociales comunes a los cuales estuve acostumbrado por 30 años antes de virarme a Barcelona. Incluso me obligué a conocer nuevos potenciales amantes y novios, todos guapos, todos de clase, todos apasionados. La verdad, muchos tenían todo lo que uno puede desear en otro hombre. Pero ninguno era Jaume. Porque no hay dos iguales en todo el mundo, y por suerte yo ya había conocido al mío. Después de los primeros meses, descubrí lo que yo ya sabía, y era que Jaume iba a estar presente en todo lo que pensara, en todo lo que imaginara, en todo lo que deseara, porque Jaume ya era mío. Desde entonces la distancia dejó de ser una complicación, sino que el motor para ilusionar que en algún momento nuestras vidas deberían volver a coincidir. En Barcelona, en Santiago o quién sabía dónde. No importaba. Lo único que importaba era tener la seguridad que Jaume y yo nos amábamos, tal cual el primer día que nos conocimos entre máscaras de Carnaval. Y si bien es cierto, me sentía infeliz por culpa de una enfermedad que te desmenuza y porque no estaba en el lugar donde quería estar, Jaume fue el ingrediente que mi gris situación necesitaba para seguir adelante y prepararme para lo que me tocaría vivir. Más temprano que tarde.

Los doctores no la tuvieron fácil. Y sólo yo podía tomar una decisión tan pavorosa como la que me hicieron tomar. El derrame no mataría a mi madre, al contrario, con meses del tratamiento indicado, ella podría retomar su vida, no como antes, pero si recomenzar a vivir con un moretón de sangre en el cráneo. Con la ayuda de un neurólogo y un especialista en neuropsicología, mi madre podría sobrellevar las secuelas que le había dejado el derrame cerebral. Sin embargo, previo a eso, había que operarla. Pero una operación de las características requeridas, tampoco era un diagnóstico sencillo. Las quimioterapias que mi madre venía ingiriendo los últimos meses, le habían matado casi todos los glóbulos rojos de la sangre, y por ende, había que inyectarle nuevos. Además la metástasis en el hígado le exigía nuevamente retomar con urgencia las quimioterapias, para lo cual, nuevamente requería de nuevos glóbulos en sus venas. El problema era que una inyección de nueva sangre podría causar otro derrame, esta vez fatal. Su cerebro no aguantaría mucho una infusión quimioterapéutica y si no se hacía la quimioterapia, el tumor seguiría creciendo hasta carcomerla por completo. Era un círculo vicioso. Si hacíamos una cosa, complicábamos la otra. Lo consulté con tíos, primos y amigos. Todos querían ser protagonistas de mi decisión. Hasta que reflexioné sobre lo que mi madre hubiese hecho. Esa segunda noche de hospital, hubiese querido arroparme con ella sobre su cama nuevamente. Hubiese querido ser su niño pequeño, pero tuve que ser el hombre que debía. Le tomé la mano y con mucha cautela le pregunté si estaba preparada para lo que viniera. Su respuesta me hizo ver que ella estaba en paz, y dispuesta para lo que comparecería. “Sólo quiero llegar a mi casa, descansar unos días, y luego quedarme dormida”. Con esas palabras me apretó fuerte la mano, me regaló labios sonrientes y me hizo la seña que necesitaba para recostarme a su lado y volver a ser su hijo pequeño.

Al día siguiente, el doctor le dio el alta y pudimos llevarla a casa. La instalamos en su habitación, decorada de violetas y orquídeas, que eran sus flores. De inciensos y velas de lavanda que era su aroma. De lilas y morados que eran sus colores. La cama daba a su jardín, y los perros que jugueteaban por doquier. El sol le regló la luz para inundar sus tardes y la luna le regaló la comodidad de noches incondicionales. Ese día, y los siguientes, mi madre necesitó mucho descanso y paz, y me encargué de que así fuese. Llegaron sus hermanos a acompañarnos y a ayudarme a controlar una casa pregonada de visitas y amigos que querían darle el último adiós a mi madre. No pude evitarlos, tenían todo el derecho a acariciar su rostro por última vez. Mi madre era una mujer de huellas, de dejar una enseñanza y de encariñar a cualquiera. Mi madre era un ejemplo para muchos, y eso lo sentí más ferviente durante esos días. La mezcla de sentimientos era incalculable, porque la angustia de la situación se compensaba con el orgullo de que la mejor madre del mundo, había sido la mía.

Jaume aterrizó en Santiago un martes. No podía no estar porque no quería no estar. Yo también necesitaba su aliento para descansar y su hombro para desahogar cualquier pertinente desazón. La seguridad de verlo fue la energía para descargar mi pena que ingenuamente traté de ocultar, porque insistía con hacerme el fuerte. Su abrazo en el aeropuerto fue el remedio perfecto de esa emoción que es buena y que te ayuda a levantarte. Me decía una y otra vez lo mucho que sentía que estuviera tragando este sorbo amargo, que él ya quisiera hacer lo imposible para que no viviera estas horas de angustia y ambigüedad. Quería verme, quería tenerme y calmar mi consuelo, quería estar por mí y sólo para mí, pero le urgía al mismo tiempo conocer, estar y amar a mi madre, de la misma manera que me amaba a mí. Llegamos a casa, se lavó el rostro y las manos y entró con cuidado por la puerta donde mi madre reposaba. Verlo emocionarse al entrar a su habitación fue conmovedor. Mis dos grandes amores se conocían por primera vez. Si bien, no era el escenario, ni la situación ideal, ver a mi madre reconocer a Jaume que sólo había conocido en fotos e historias fue una sensación que me enriqueció las vibras, me llenó el alma y me enalteció el corazón. Que durante los días pasados había sido una mezcla desordenada de sentimientos, pero que cuando palpitó aquel acontecimiento se enrieló y pudo rearmarse para sanar cualquier malestar venidero.

Seis meses atrás habíamos tenido la oportunidad de estar juntos. El trabajo de Jaume le exige viajar por diferentes mercados de vez en cuando. Gracias a una feria en El Salvador, tuvo que venir a mi continente por negocios. Cuando comparé España con Centroamérica, no hubo discusión que era el momento de volver a encontrarnos, y qué mejor que en un viaje al caribe panameño para retomar nuestra relación desde lo físico mezclado con el sentimiento. Inventé en mi trabajo que debía hacer un viaje familiar impostergable y me compré pasajes a Ciudad de Panamá. Tenía dos grandes motivos para conocer esa ciudad: mi gran amiga de la universidad, María, se había mudado hace unos años a ese país por trabajo y Jaume estaría a dos horas de vuelo desde San Salvador. Sería la semana perfecta entre Panama Hats, el Casco Antiguo y la metrópolis de centros comerciales y rascacielos. Jaume, María y yo en un mismo lugar, ¡Qué mejor!

Hicimos coincidir nuestros vuelos para llegar casi al mismo tiempo al aeropuerto panameño. Ese reencuentro fue un derroche de efusión y gozo. No nos importaron las miradas de curiosos al ver cómo dos hombres se besaban y mucho menos nos importó sentir que éramos los únicos dos humanos en el mundo. El camino en el taxi hacia el Casco Antiguo, donde vivía María, fue caótico. Nuestras lenguas se entorpecían por las inundadas ganas de contarnos todo lo que ya nos habíamos contando a través de redes digitales, pero que ahora necesitábamos repetir cara a cara. Es que tenernos en frente, tocarnos, mirarnos y palparnos era extrañamente poderoso y alucinante. Era extrañamente delicioso e inimaginable entender que volvíamos a estar juntos desde aquella insulsa despedida en Barcelona. Si hay algo que siempre me enamoró de Jaume era esa capacidad casi infantil de regalarme sorpresas inesperadas. Con María se habían conocido semanas antes por Facebook, necesitaba ayuda para planificar una escapada de ensueño y María fue la cómplice perfecta para organizar un excepcional viaje fuera de Ciudad de Panamá. Después de 3 noches de mojitos y sabores frescos paseándose por nuestros paladares, después de 3 noches de ron y rumba imparable, y después de 3 noches de hacer el amor como si fuera la primera vez que lo hacíamos, Jaume me llevó a un pequeño aeródromo cerca del Canal. Tomamos una avioneta sin destino sugerido. Después de volar casi una hora sobre la selva panameña, el paisaje pasó de verde a mar turquesa. Yo no sabía dónde aterrizaríamos, ni mucho menos qué haríamos, sólo sabía que Jaume me estaba impresionando nuevamente. Llegamos a una pequeña isla al sur de San Blas, un paradisíaco archipiélago protegido por la comunidad Kuna. Ahí nos esperaba un local, quien en su precaria embarcación nos llevó hasta un flamante yate anclado a metros de un arrecife de coral. Yo no lo podía creer. Esos paisajes de playas blancas y aguas transparentes, que sólo veías en comerciales de televisión, estaban frente a mí. Y sobre un yate que era sólo maniobrado por su capitán, comenzamos una travesía entre medio de más de 300 islas inhabitadas. Buceamos entre corales y peces imperecederos. Nos bañamos en cálidas aguas caribeñas. Nos dejamos seducir por atardeceres inmortales sin igual. Nos amamos como lo hacíamos en el tiempo que estuvimos juntos en Barcelona. Nos besamos como si el mundo se fuera a acabar, y que si se acababa, era el fin de la humanidad más dulce, porque había vuelto a experimentar a Jaume. Porque sin él la vida era más desdichada, pero ahora que volvíamos a estar reunidos todo se veía más simple y más completo al mismo tiempo. Ese viaje a San Blas fue el broche perfecto para reencontrarme con el amor de mi vida, para entender que está igual de latente que la última vez y mucho más cerca y real, como siempre soñé que debía ser.

La enfermera de turno nos despertó con urgencia. Era domingo. Eran las 3 de la mañana. Era oscuro. Era el momento que sabía debía llegar, pero que no quise concientizar. La morfina había calmado cualquier último dolor. El último soplo. El último aliento. Ese estado de agonía que no era tal, porque lo que yo presencié, no fue lo que mi madre sintió en ese último respiro de vida. Sus movimientos sufridos y desesperados eran sólo físicos. Esa trágica despedida no debía ser tan impactante, pero la tenía ahí, conmigo, abrazando su mano, intentando calmarla, fui el único testigo de su último momento vital. Hasta que se paralizó. Se agotó del cáncer, se agotó de la mala jugada que le hizo su cerebro, de la metástasis, de su cuerpo fragilizado, del dolor silencioso que se la terminó llevando lejos, a una estancia mejor y más tranquila. Hasta hoy me es imposible desprender el recuerdo de verla en agonía y sufrimiento. Mi único consuelo es saber, porque todos me lo han recalcado, que mi madre no sintió dolor alguno, que no entendió que al fin se iba, que sólo se dejó ir, porque su cuerpo no le permitió más. Ese día el sol se fue, porque la punzante madrugada no quiso que se asomara. El silencio fue mi compañero las siguientes horas, ni siquiera Jaume fue capaz de sacarme las palabras o el llanto o la impotencia o la rabia. Preferí el silencio. Los días siguientes fueron de abrazos de consuelo y de abrazos para consolar. Mucha gente lloró la partida de mi madre. Mucha gente me hizo ver que su ausencia sería irremplazable. Mucha gente empatizó mi luto. Pero preferí estar en silencio. Preferí estar sereno frente a un ataúd lleno de flores blancas y violetas. Opté por la vigilia, por observarla sin pestañear y despedirme sin titubear.

Días después de reencontrar viejas amistades, viejos compañeros, viejos familiares que compartían mi dolor, tuve que atreverme a conducir hasta al aeropuerto. Los últimos días habían sido terriblemente tristes y ahora debía afrontar nuevamente la despedida. No quería hacerlo, Jaume tampoco. Sin embargo, luego de enterrar a mi madre, Jaume debía regresar a cuidar a la suya, a protegerla de una enfermedad lenta y angustiante, quizás mucho más que el cáncer. Y yo no era quién para retenerlo, mal que mal la vida debía continuar. El adiós en el aeropuerto de Santiago fue menos dramático que lo que experimentamos en Barcelona un año antes, porque sabíamos, sin decir absolutamente nada, que comenzaba una nueva etapa para nosotros, sin embargo no era el momento para conversarla. Yo debía vivir mi duelo antes de pensar en el futuro.

Tardé meses en regularizar los burocráticos trámites de herencias, de estados de defunción e incluso peleas con bancos ajenos al estado latente cuando se pierde a un ser más que querido. Tuve la ayuda de parientes y el apoyo de amigos para sobrepasar esos días de entendimiento. No es sencillo comprender la ausencia. Si bien es cierto, tuve mucho tiempo para prepararme, nadie te explica cómo aguantar lo que se viene después de una muerte. De aprender a vivir con el vacío. Los primeros días miraba su número en el móvil, sus fotos, sus espacios. Era torturarme, pero era parte del cambio. Luego comencé a normalizar mis rutinas, volviendo a trabajar y a salir de insaciable juerga con mis amigos. Jaume se preocupó de llamarme cada día y de demostrar su cariño y cercanía en este proceso a la distancia. Sus llamadas, exactas cada día a las 8 de la mañana, eran el empuje de energía que me ayudaban a salir de la cama cada día y volver a retomar mi vida. Retomar mi vida. Ya lo había hecho una vez cuando perdí virtualmente a Jaume, ahora podría volver hacerlo. Tenía que hacerlo.

Debía regresar a Barcelona. Mis instintos, mis ganas y mis intenciones me obligaban a volver después de tanto tiempo y después de haber sanado un poco la pérdida de mi madre. Ya habían pasado algunos meses desde la última vez que había estado con Jaume y ese encuentro no nos había permitido discutir sobre nosotros, sobre nuestro futuro, sobre nuestro amor y sobre cómo teníamos que amarnos. Santiago seguía siendo una ciudad sin sentido, y Barcelona continuaba intacta. Iban a ser sólo 2 semanas, pero tiempo suficiente para aclararnos y entender que lo queríamos era estar juntos. Si bien la distancia había dejado de ser hace mucho tiempo un problema, el cuerpo, el alma y el corazón insistían en volver a revivir nuestra vida juntos.

Nuestro hábito eran los viajes, por lo que aprovechamos la oportunidad de conocer Bilbao en el País Vasco. Ninguno de los 2 había caminado nunca por sus inmaculadas costaneras, por el imponente Museo Guggenheim, entre sus bares de pinchos y por su medieval Casco Viejo. Mientras bajábamos por la calle Ercilla hacia el puente Zubizuri, Jaume me hizo la preguntaba que esperaba para comenzar a conversar:

- Pablo, ¿Y?, ¿Cuándo hablaremos de nuestro futuro? – me dijo entre cortado, entre inseguro.

Lo tomé de un brazo, nos sentamos en la primera cafetería que vimos, pedí dos claritas y le respondí:

- Jaume, tu sabes todo lo que te quiero, y no dudo lo que tú sientes por mí. Mi madre ya no está y no tengo demasiadas razones para seguir en Chile. Creo que me vida está aquí, a tu lado – le dije sin quitarle la mirada de los ojos y observando como su rostro quedaba impávido ante mi propuesta. Continué – He pensado todo este tiempo qué es lo que quiero, y lo que más deseo es regresar a Barcelona. Sé que tú a Santiago no te mudarás. Quiero volver a retomar mi vida contigo, y comenzar mi segunda etapa en la vida a tu lado –

Esa última frase lo decía todo: mi segunda etapa en la vida. Y era estando nuevamente con Jaume. Mi segunda etapa en la vida. Un poco más sabio y un poco menos joven. Mi segunda etapa en la vida. Y era formar mi vida cómo yo la quería, dónde yo lo quería, y más importante, junto a quién yo quería comenzarla. Mi segunda etapa en la vida. Desde ese día y para siempre.

Esa tarde en Bilbao, una cafetería mirando al rio fue el lugar menos imaginado y más indicado para comenzar a hablar de esta segunda etapa de nuestras vidas. De segundas oportunidades, de segundos intentos. De cómo podríamos tramar una estrategia de amor perdurable y permutable en el tiempo. Si bien es cierto, seguíamos siendo el mismo Pablo y mismo Jaume que hace más de 3 años se habían conocido en una fiesta de máscaras en el barrio de Gracia, debíamos entender que desde esta decisión en adelante, nuestras vidas cambiarían por completo. Debíamos tener la apertura y libertad de permitirnos dar un paso tan motivante y complejo como el que estábamos a punto de dar. El desafío debía comenzar con abrirnos a nosotros mismos y plantear la fórmula correcta que nos permitiera condensar nuestra unión. Las claritas y cervezas nos ayudaron a liberar nuestras palabras e identificar que debíamos solidificar nuestras intenciones. Y para poder hacerlo el matrimonio era la fórmula: no sólo por el inmenso amor que durante tanto tiempo nos demostró que éramos el uno para el otro, sino por las enormes pruebas de fuego que la vida había interpuesto trasgresoramente en nuestro camino como pareja. Pero por sobre todo, para entender que ya estábamos preparados para confirmar la alianza que tanto soñábamos forjar. El matrimonio, en un país permisivo como España, era el argumento que me permitiría regresar a la península de manera segura y tranquila.

Me permitiría establecerme y hacerme parte de una sociedad laboral imperiosa, porque había que admitirlo, nadie vive, come y se viste sólo de amor. Confabulamos y pronosticamos las vicisitudes y consecuencias que un matrimonio pudiese traer a nuestras vidas. Antes que todo había una burocracia legal que suplir y una infinidad de papeles, documentos y acuerdos que debíamos sobrepasar. Luego vendría la fecha para volver a comprar un pasaje a Barcelona, esta vez sin retorno. Esa tarde de abril fue la testigo de cómo acordamos lo que sabíamos queríamos acordar. Al principio con agobio y miedo, mal que mal, un paso de esas características no se da todos los días, pero luego con entusiasmo y alegría, porque ambos sabíamos que lo queríamos. Era nuestra segunda oportunidad de ser quiénes éramos: uno solo. No hubo anillos de compromiso, ni proposiciones siúticas como en las películas romanticonas de Hollywood, ni tampoco pedidas de manos como se hacían en el siglo pasado. Nada de eso era nuestro estilo. Sólo hubo serias y contundentes palabras y conversaciones para convencernos que la decisión que estábamos tomando era la más correcta.

A diferencia de todas las anteriores despedidas en aeropuertos, esa fue diferente porque esta vez teníamos la seguridad que la próxima vez que nos veríamos no habría más despedidas. Nos dimos un beso sonriente y seguro, nos miramos hasta que lo perdí de vista en medio de una fila de pasajeros listos para que sus maletas de mano y mochilas sean revisadas. Me subí al avión tranquilo. Cerré los ojos y me permití despegar.

Cinco meses puede ser mucho tiempo para esperar una entrevista con la juez de registro que valida una unión civil entre un español y un extranjero. Sin embargo es poco tiempo para despedirse de tantos amigos y familia. El cariño que había sentido por parte de muchos, sobre todo después de la partida de mi madre, era conmovedor. Cuando decidí irme a estudiar a España, antes de que todo pasara y quería huir de una vida sin sabores, sin intenciones y sin motores, las lágrimas nunca afloraron. Esta vez fue diferente. No habría retorno. Dejaba Chile atrás.

Compré un enorme ramo de flores blancas y moradas. Esa mañana se sentía como si el Cementerio General quedara más lejos, porque sabía que esta despedida era la más confusa. No sabía cómo despedirme de un ángel, porque ni los rezos, ni las religiones me habían enseñado a despedirme de ellos. No sabía cómo empezar. Quería hablarle, contarle lo feliz que sería ahora, que no se preocupara por mí, porque iba a estar bien y protegido, que había crecido, que me sentía adulto y preparado para comenzar esta nueva etapa. Pero no supe cómo. No había ruido alguno. No había persona alguna que me pudiese interrumpir sentado frente a ese pórtico de cemento, frío y emancipado. Así y todo, no supe cómo empezar a comunicarme con ella. Dejé las flores a su lado inmóvil. Acaricié torpemente ese muro que nos separaba del infinito. Bajé la mirada. Solté un solitario llanto, pausado y frágil. Volví a mirar a la nada. Me sentía un estúpido. Mi madre me había enseñado la mejor lección de todas y era buscar la sonrisa a pesar de cualquier angustia. Me había enseñado a mirar siempre delante buscando la felicidad, a ser yo mismo y no dejarme malestar por problemas que siempre tienen soluciones, pero ¿Qué solución tenía la muerte?, ¿Qué puta solución tenía la no presencia, la no voz, el no abrazo? Eso mi madre no me lo había enseñado, ni siquiera sabiendo que partiría antes de lo que algún día imaginamos. Luego comencé a reflexionar: yo había partido años antes a otro continente dejándola sola. Comencé a repasar sobre mi primera partida, cuando ella aún estaba en vida. No. No. No. No era el momento de validar culpas imprudentes. De arrepentirme por decisiones pasadas, que no tenían nada que ver con su muerte. Es más, era el momento de recapacitar otra decisión, que me había llevado de regreso a ella, a Chile y al distanciamiento y geografía de Jaume. Esa había sido la decisión correcta. Haber dejado a Jaume lejos por mi madre había sido lo sensato y lo justo. Tuve la bendición de acompañarla y de amarla antes de partir. De hacer y hablar con ella de todo, para que nada quedara pendiente. De decirle sin fin todo lo que la quise, todo lo que la quiero, porque uno nunca deja de amar a su madre. Comencé a entender: de ella sólo había perdido su cuerpo, sin embargo ella estaba ahí, junto a mí, en cualquier momento, en cualquier pensamiento, en cualquier decisión. En esta decisión. En Jaume. Ella estaba y estaría siempre. Entendí que no debía despedirme, menos de un mausoleo, que sólo representaba la muerte, y mi madre no era eso. Mi madre es vida, no de la tangible, sino de la otra que es incluso más bella. Finalmente eso es lo que es un ángel. Esa tarde, después de horas de sigilosa conversación con mi madre y conmigo mismo, salí con un sabor dulce que había sepultado el sabor amargo con el que había llegado al Cementerio General.

Preferí irme solo al aeropuerto. Tíos y amigos se ofrecieron en ir a dejarme, pero decidí llegar sin compañía y sin despedidas de abrazos y emociones. De alguna manera era la representación de lo que venía. Significaba dejar Chile definitivamente y si bien me dio nostalgia decir adiós, sentía la ilusión por todo lo que pasaría después de 13 horas de vuelo a Barcelona.

Ahí estaba nuevamente él. Sereno y radiante. Sus brazos y los míos no alcanzaron a cruzar nuestros cuerpos de tanta felicidad. Ahora el aeropuerto tenía otro sabor, otra forma, otro sentido. Dejaba de significar ausencia, sino que todo lo contrario. Comenzábamos nuevamente lo que dejamos pendiente hacía más de 2 años, que parecía ser mucho más. Había que celebrar, y que mejor que hacerlo en aquel bar de nuestro querido Raval, ese bar de olores añejos, música alegre y luces tenues, testigo del inicio de nuestro adiós, que en ese entonces aún no sabíamos sería sólo momentáneo. La Dolly Parton catalana nos esperaba hacía años en su pequeño bar multicolor de la calle Joaquim Costa. Sabía que regresaríamos. Nos abrazó como si fuésemos sus propios hijos. Nos regaló 2 chupitos amarillentos de licor de hierbas, pero esta vez con una tertulia diferente a la que hacía tanto tiempo había escuchado entremedio de Gin Tonics y de angustiosos decretos de separación. Ahora festejábamos sobre el inicio del comienzo del resto de nuestra vida. Porque la decisión de pausar a Jaume por mi madre fue la correcta, pero regresar al que realmente era mi hogar, al lado de Jaume, fue la decisión más correcta que jamás pude haber tomado.

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