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UN DESAFÍO MÁS

2022

La vida nos pone pruebas. Y Salmo y Milton lo saben muy bien.

SALMO Y MILTON

Cuando terminó de estudiar medicina, los padres de Salmo le dieron las alas para poder afrontar el siguiente gran desafío: mudarse a un país extranjero para comenzar su postdoctorado.  Pero es que, en esos años, otro hermoso desafío ya se le había cruzado en el camino; y ese era Milton.

Salmo y Milton se habían conocido en una de aquellas tantas fiestas de ambiente, donde los más jovencitos relativamente recién salidos del armario se reunían para coqueteos inocentes, miradas juguetonas y besos escondidos. Mucho alcohol ayudaba a flirtear de manera más segura. Volaban las sonrisas. Y las de Salmo y Milton cuando se reconocieron por primera vez, se iluminaron clandestinamente, para dar paso a un galanteo propio y glorificado. La química estaba ahí y ellos lo detectaron al unísono. Se besaron. Se engolosinaron. Se desearon por minutos. Se hundieron uno con el otro en un terreno incluso desconocido. Porque su juventud jamás les había permitido aún entender ese tipo de sensaciones tan adultas y reales. Esa noche, sin duda, había sido el inicio de muchas otras, que con el pasar de los días se transformaban en estima, luego en cariño y finalmente en destino.

Sin embargo, así llegó, con y sin querer, esa tan deseada beca para poder emigrar a otro país. Milton estaba recién terminando su carrera universitaria que, entre becario y cargos junior, aún no había logrado despegar profesionalmente. Era una oportunidad de aventurarse por primera vez, y junto a Salmo. Y se arriesgaron. Y avanzaron juntos. Y decidieron irse al extranjero con sólo haberse estado sintiendo por cortos 7 meses. Sería una prueba para finalmente entender si estaban enamorados o no.

Los primeros meses fueron menos fáciles de lo que creyeron. Les costó encontrar un departamento que les acomodara, pero cuando lo consiguieron comenzaron a surgir otros problemas, quizás mas graves. Salmo comenzó un demandante posdoctorado, lleno de horarios complejos, prácticas exigentes y lecturas sin cesar. Milton… pues Milton aún debería descubrir qué hacer en la nueva ciudad que los albergaba. Días de gimnasio, de Netlfix, de aburrimiento rotundo lo estaban carcomiendo. No habían conocido a nadie, más que a los compañeros doctorandos de su novio, que tenían un solo tema de conversación. Milton debía terminar de homologar su título para ser validado como psicólogo comercial. Los días se hacían monótonos. Las horas se alargaban. La ciudad había dejado de ser desconocida, y ya no quedaban rincones por descubrir. Y la vida social se limitaba a noches de estudio, de colegueo profesional y televisores de series infinitas. Sin duda que la relación estaba pasando, por primera vez, por un camino arenoso y desconocido: el distanciamiento de dos personas que solamente se tienen el uno al otro. Tenían el consuelo de estar enamorados – porque sí, si lo estaban - a pesar de las vicisitudes, y eso les permitió entender que debían buscar la manera de construir la felicidad en aquellas circunstancias. El reto fue cómo comenzar a cambiar las cosas sin alterar nada. Los estudios de uno debían continuar y el ocio del otro era irremediable. Supieron entonces que debían buscar oportunidades para conocer la vida nocturna local. Sabían que había un par de bares gay y no dudaron en decidirse a descubrirlos y dejarse descubrir.

El destino es a veces muy divertido. Y en la primera noche de juerga, un grupo de chicos extranjeros, como Salmo y Milton, dispares y festivos, se les acercaron sin rodeos y muchas risas. Estaba Paolo, el machirulo espontáneo; el que, entre bromas y bíceps, entre bailoteo y pectorales, te cae bien porque, incluso con ese nivel de gimnasio, es un chico honesto y cercano. Estaba Cristopher, el pijo desprevenido; el que se viste de camisa y mocasín, pero que va de gozador, que no se le va un detalle y se absuelve de buen rollo y carisma innata. Estaba Jacinto, el lindo geek; ese chico de melena perfectamente trabajada, gafas intelectuales y sonrisa de comercial de televisión, pero con cerebro opinado y freakeado por la tecnología. Estaba Marco, el payaso seductor; un chico de broma blanca constante, pero de mirada desinhibida, el que utiliza la simpatía como arma de conquista. Estaba Alan, el filósofo hiperactivo; un chico de sonrisa permanente, que dice, que hace, que invita, que juguetea, que baila y que entiende todo lo que sucede alrededor mientras te conversa de todos los temas que existen en el universo. Junto a Salmo, el hombrón tierno; el chico que te abraza de cariño cada vez que puede, pero le gusta ser admirado y deseado. Y Milton, el inocente ininterrumpido; el que cree que todo es bondad y caricias, pero que es capaz de reconocer lo bueno de lo malo sin pestañear. Luego de un par de viajes de fin de semana improvisados, de noches de camaradería e ilusión, de brindis de festejos desconocidos, estos 7 muchachos comenzaron a transformarse de un grupo de personas a un grupo de amigos. Es que cuando la familia de sangre está lejos, la familia de alma se consagra como imprescindible y necesaria, que te acerca y te ayuda a sentirte en casa. Y ese fue el desafío más delicioso que Salmo y Milton pudieron superar.

Los años pasaron inadvertidos. Poco a poco, pero con mucha rapidez, Salmo y Milton sentían que conformaban un hogar. Su hogar. Salmo continuaba sus estudios sostenidos, y Milton había encontrado trabajo en una empresa de investigación de mercados. Sus nuevos amigos iban a casa, se montaban partuzas y se confesaban malestares. Preparaban navidades en comunión, y cumpleaños de tartas de limón y vinos encopados. Eran del sur, del este, del norte y del oeste, pero tenían su centro. Siete amigos habían encontrado una familia que los acobijaba y los hacía sentir parte de una sociedad minúscula, pero que era de ellos. Estaban cerca de algo y de alguien. Y eso, cuando eres un extranjero que aprende de nuevas culturas, es impagable. Este era un reto que Milton y Salmo jamás siquiera se cuestionaron alguna vez tener, porque ese divertido destino les había hecho entender que tener amigos estando lejos, es imprescindible para poder adaptarse y seguir avanzando como la pareja que eran.

Sin embargo, a veces el destino no es tan divertido. A veces se encizaña y se te pone en contra. O al menos eso es lo que uno puede creer. Es que de vez en cuando, lo hace para ponerte un reto quizás indeseado, pero que a la larga era necesario para ver la vida con otros ojos. Ese destino divertido, les haría pasar angustia y sobriedad. Sobre todo, a Salmo y Milton.

Una madrugada de noviembre, Salmo caminaba apurado porque tocaba sesión práctica en el hospital. Comenzaban a las 6 de la mañana. El despertador no quiso sonar, y Salmo tuvo que acelerar para llegar a tiempo. Es que entre médicos la puntualidad es santa. Por eso no dudó en cruzarse una luz roja. Esa luz roja. Que debía advertir que un camión se iba a tragar el cuerpo de Salmo desde su carcaza arrebatadora. Esa luz roja. Aquella que no previno a que un camión arrollara a Salmo desde el costado, por debajo y hacia la otra vereda. Esa luz roja. Esa de colores alarmantes como la sangre, como las heridas, como los traumas y las secuelas que dejarían a Salmo estampado sobre la autopista. Aquella escena nefasta atiborrada de curiosos, donde unos pocos más atinados intentaban colaborar para que el accidentado pudiese ser rescatado por una ambulancia. Lo último que recuerda Salmo es entregar su teléfono móvil para que den aviso a Milton.

 

MILTON

Estaba aún tomándome el primer café de la mañana. Las lagañas no me dejaban computar. Los bostezos no me dejaron vislumbrar. Es que cuando sonó mi teléfono exigiendo atención, no fui capaz de si quiera oírlo y entender que esa llamada en mi móvil alarmaba que me estaba por cambiar la vida por completo. Veinte minutos después devolví la llamada desconocida. Extraño tener un número así en mi pantalla a las 7.16 de la mañana. Cuando escuché una voz lejana mencionar a Salmo, se me cayó la taza de café al suelo. Se me congeló el corazón y se me ensimismaron los miedos. Así y todo, atiné a coger un taxi directo al Hospital Santa Eulalia.

Cuando el médico me reveló el diagnóstico de la situación de Salmo se me nubló la mente y el espíritu. Marqué el número de Jacinto. Le expliqué balbuceando mis emociones. Jacinto llamó a Paolo y repitió mis palabras incrédulas. Paolo llamó a Alan y se atrevió a explicar la gravedad de la situación. Alan llamó a Christopher, porque necesitaba desahogar su congoja. Christopher llamó a Marco, para avisar que había que ir al hospital urgente. Y en pocos minutos mis amigos estaban todos a mi lado. Abrazándome. Abrazándose entre ellos. Atentos a que los minutos nos regalaran una explicación. Alertas por si llegaban las respuestas incontestadas. Preparándose por si había que atajarme de noticias fatales.  

Después de horas de quirófano, el reporte final de daños por el accidente era pragmático y doliente: una laceración hepática y fracturas de pelvis, codos y hombros. Fémures, tibias y peronés quebrados. Su cráneo trizado y uno de sus pulmones atrofiado. Un cuerpo entero destruido y apaliado. No era un buen diagnóstico; ni para él, ni para mí, ni para nadie. Vendrían cirugías, muchas, para recuperar a Salmo. Vendrían noches de hospital, que serían acojonantes y malagradecidas, porque ese miedo inhóspito se alojaba en mis fibras y en mis pensamientos. Esos primeros días el desconsuelo se apoderó de todo lo que era: un chico asustado, ennegrecido y descorazonado. Pero no estaba sólo. Mis amigos eran mi conforte, mi pequeña luz, mi motivación para entender que esas horas, días, semanas y momentos venideros serían claves para salvar a mi Salmo. Que debía confiar en los médicos y enfermeras; y en un sistema de salud que se desvivía por devolvérmelo. De traerlo de vuelta conmigo para seguir construyendo juntos. Porque en esos momentos, lo que más necesitaba era esperanza: saber que podría continuar mi vida con él, amándolo como siempre lo amé. Que nadie me lo iba a quitar, que nada me lo arrebataría, que ninguna fuerza se lo podría llevar mezquinamente.

¡Pero cuesta más que la mierda!

Cuando pude finalmente entrar a su habitación para observarlo por unos minutos, los ojos se me cristalizaron. Salmo estaba ahí, inconsciente, durmiente y lejos. Su cara ahumada y somnolienta, de moretones indisciplinados por toda su hermosa piel. Sondas y catetos decoraban sus lamentos de dolor enmudecido, porque la morfina y otros químicos lo tenían anestesiado. No me podía sentir, no podía saber si quiera que intentaba cogerle la mano, no podía observar las muecas de terror y desosiego que me adornaban el rostro. Mejor así, yo sería incapaz dejarlo verme de esta manera y desplomarse aún más por mi dolor egoísta.

Alan, Christopher, Marco, Jacinto y Paolo hacían turnos para acompañarme tanto de día, como de noche. Me traían comida y pasaban por mi casa a buscar mudas de ropa, cargadores de móviles y neceseres varios. Era como si me estuviese mudando a ese hospital. Es que nadie me iba a sacar de ahí hasta verle a Salmo abrir los ojos. Una tarde Marco me llevó un porro. Con una sonrisa pícara me dijo que eso me ayudaría a relajar y sacar alguna sonrisa. ¡Y cómo lo consiguió el puta madre! Por un par de horas, justo detrás del parque a las afueras del hospital, me permití liberar tanta pena y miedo, para reírme del pasar del viento y de las estupideces de mi amigo. Mañana sería un nuevo día.

Seis angustiosos días. 144 apabullantes horas. 8640 afligidos minutos. Así tenía de claro el adolorido tiempo, cuando pasa más lento de lo que uno quisiese. Pero recién después de 518.400 segundos pude ver en primer plano como mi Salmo regresaba gracias a operaciones y cuidados intensivos para que vuelva a sentir mi mano cogiendo la suya. Bajo estrictas observaciones médicas, alguna que otra siguiente intervención quirúrgica y seguramente meses de hospital, Salmo eventualmente podría regresar a casa. Quedaba un largo camino aún por delante, pero él estaba respirando, que era lo único que importaba. Y otra vez, nuestros amigos se organizaron en turnos para acompañar a Salmo en mis necesarios momentos de descanso. Ya debía volver al trabajo, debía volver a mis rutinas, que ahora eran nuevas porque Salmo y su delicada situación eran mi prioridad. Y poco a poco comencé a dibujar esta nueva realidad. Y aceptarla. Y sostenerla. Y hasta, a quererla. Los desafíos que se venían serían intensos, pero yo me los adjudicaba sin complicaciones ni complejos. Salmo se merecía tanta valentía. Sobre todo, en esas primeras semanas, que entre los calmantes y anestésicos estaba ido y desubicado. Le costaba entender tanta realidad. Entender lo que había pasado, de cómo había pasado, de todo el tiempo que había estado en coma y qué consecuencias esto acarrearía para su vida. Había mucho que digerir. Y yo estaría ahí para ayudarlo.

SALMO

Silencio. Lo primero que escuché fue silencio. Luego observé oscuridad. Y finalmente sentí que mi corazón latía sin pausa. En ese momento abrí los ojos, y lo primero que reconocí fue su rostro. Su calidez. Su energía. Su mano acariciando la mía con fuerza. Sabía que no estaba soñando, pero me sentía volando. Sentía frío por debajo de mi cintura.

Soy médico. Eso quizás hizo más fácil entender lo grave de mi situación. Lo compleja de la recuperación. Y lo más fuerte, las pocas probabilidades que había para que yo volviese a ser el mismo. Y eso me apuñaló sin recelo. Si no se trataba con precaución mi pelvis, y si no lograban encajar con precisión los huesos de mis piernas, existía una alta posibilidad que el futuro que siempre quise tener se me tornara gris y desconcertado. Milton, esas semanas, era el positivo, era el sonriente y era el esperanzado. Y sí, eso me ayudó al principio, pero cuando el miedo te sube por la columna vertebral hasta el cerebro, pasando por toda el alma que guarda el cuerpo, se te nubla el ánimo y te carcome los corajes, que, como médico, sé que se deben tener. Pero fui incapaz de peregrinarlo. Si bien Christopher, Paolo, Alan, Marco y Jacinto me llenaban la habitación de flores, regalitos y hasta vino (porque sí, no sé cómo mierda uno de éstos cojonudos entró al hospital con una botella y me dieron un par de sorbitos en plena convalecencia), era Milton el que me daba el motor para intentar buscar el lado bueno de las cosas. Sin embargo, yo no. No podía encontrar algo bueno - ni siquiera intenté encontrarlo - porque el puto mundo se me estaba viniendo abajo, precipitado y emancipado.

Hasta que Milton se aburrió de mi estado depresivo y me regaló una cachetada de realidad. Yo no era el único que sufría. No era la única víctima de este puto incendio. Él, nuestros amigos y nuestra familia, a una geografía entera de distancia, sufrían a mi par. Y verme derrotado les succionaba las energías benignas, para transformarlas en ojos desesperados. “Eres un puto egoísta” me dijo hiriente y frígido. Y tenía razón. Porque no me atrevía a luchar ni por mí mismo, ni por ninguno de ellos.

Marco llegó una tarde con globos multicolores y los ató detrás de la cama. Estábamos los dos solos en mi rigurosa habitación de hospital y enfermeras que entraban de tanto en tanto. Con sonrisa indemne y palabras honestas me dijo que me admiraba. “¿Admirarme por qué?” Le respondí. Marco estaba seguro de que tarde o temprano iba a reaccionar, que tenía que reaccionar, que no me quedaría enclaustrado en mis desconfianzas y aprehensiones. Que tenía que darle tiempo al tiempo para entender que me había rodeado de una vida que ni en mis más infantiles sueños imaginé tener. Que tenía un hombre a mi lado capaz de bajarme la luna menguante envuelta en una cinta de regalo. Que tenía un hombre acogedoramente valiente, que no dejaría que nada malo me pase, aunque lo peor fuese una condicionante. Marco sabía que el amor que con Milton habíamos construido no era una medicina, ni un analgésico, sino que era mucho más. Era el aire, la tierra y el fuego que nos llevaría adelante, no como antes, sino que incluso mejor. Porque después de tanto miedo y tanto dolor, el amanecer es imperioso y satisfecho. Y se fortalecen aún más todos los vínculos. Eso era lo que Marco admiraba.

Al día siguiente cuando llegó Milton al hospital le pedí un abrazo. Y por fin, después de semanas, entendí que pasara lo que pasara, iba a poder seguir avanzando y construyendo. Que los desafíos serían limitados porque la buena vida se merecía llegar, temprano o tarde, pero llegaría.

Fueron en total 3 meses y medio. De cama de hospital, de operaciones y de pequeñas recuperaciones, hasta que finalmente pude ver la luz del sol. Aunque haya sido invierno, el sol estaba radiante el día que me subí a aquel taxi que me devolvía la cotidianidad. Una diferente a la que estaba acostumbrado previo al accidente y de la cual había aún mucho que aprender y entender. Una cotidianidad sobre una silla de ruedas anclada a mi nueva realidad. Milton había encontrado un nuevo departamento, algo más pequeño, pero adaptado con rampas y ascensores, y mientras yo aún estaba en el hospital hizo mudanzas y traslados para recrear un nuevo hogar. Nuestro hogar. Donde algún día volveríamos a montar partuzas y confesar malestares. A preparar navidades en comunión, y cumpleaños de tartas de limón y vinos encopados. Donde nuestros amigos podrían venir y volver a sentirse parte de nuestra vida, como siempre lo habían sido. De nuestra nueva vida. Yo retomaría mis estudios sostenidos y Milton continuaría su trabajo en investigación de mercados. Vinieron mis padres, para ayudarnos a reencontrar nuestras vidas, que por esos meses eran de sesiones de terapias y kinesiólogos. Ellos me ayudaron a adaptarme y acostumbrarme a entrenar mi nueva vida sobre una silla de ruedas que poco a poco se transformaba en amiga. Cuando Milton trabajaba, eran mis padres quienes me paseaban de un centro traumatológico a otro. Y cuando tuvieron que regresar a su país, nuestros amigos que se turnaban cada vez que podían. Hasta que finalmente y después de mucho esfuerzo pude comenzar a valerme por mí mismo en una ciudad que no está preparada para la minusvalía.

MILTON Y SALMO

Si el accidente fue en noviembre, alrededor de septiembre del año siguiente fue cuando sobre Milton y Salmo una nueva luz les comenzó a brillar sin tapujos y con mucha ilusión. Es que tanto esfuerzo de ambos, tuvo frutos casi inesperados. Cuando Salmo dio un paso sobre piernas adaptadas y recuperadas, de fierros y titanio, las esperanzas se inundaron de optimismo y satisfacción. Poco a poco esa silla de ruedas iba quedando guardada, porque con dificultad Salmo reaprendía a caminar, a tener más independencia y a retomar esa vida que por un buen tiempo estuvo borrosa e indecisa, pero que los aprendizajes de todo tipo habían reinventado con una nueva visión para enfrentarse al futuro según las condiciones que el destino les había impuesto. Por lo tanto, este regalo casi repentino, con muletas, sujetadores y calzado especialmente diseñado, los hacía renovar esperanzas para retomar aquella vida que hacía meses habían pausado y volver a mirar el presente con los mismos ojos de antes.

El aliento, el apoyo y la amistad de Jacinto, Alan, Paolo, Christopher y Marco y sus círculos más íntimos fueron, durante todo aquel tiempo, la bencina para entender que Milton y Salmo habían superado un desafío que finalmente terminó por ser el más magnífico de todos. Porque los enfrentó a sus facetas, hasta entonces, más desconocidas y turbulentas, pero los ayudó a entender que nada ni nadie podría infiltrar tanto amor, tanta paciencia, tanto valor, tanta locura. Y eso, eso fue un aprendizaje bendito, que los mantendría unidos quizás hasta cuándo y por dónde, porque el destino es inaudito, complejo, cizañoso y divertido.

Hoy es el cumpleaños de Milton, y no puedo estar más orgulloso de ambos. Por haber sido testigo de sus obstáculos, y de todos los que vendrán, porque si hay algo que Milton y Salmo han ganado, es aprender a superar desafíos inadvertidos, desafíos predeterminados y desafíos, incluso, deseados. Y eso es admirable.

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