

CONSUEGROS
2016
El autor me ha dado muy poco tiempo para contar mi parte de la historia, por lo que intentaré ser breve. Mis padres no me tuvieron necesariamente por amor. Bueno, sí, de alguna manera se amaban. Durante los años 80, ser gay era un tabú complicado. Ellos eran muy buenos amigos, que hacía tiempo habían descubierto su homosexualidad. Mi madre se llama Noelia. De joven era una mujer atractiva para los ojos de cualquier hombre, sin embargo los suyos solo eran para mujeres. Mi padre, Alberto, era la oveja negra de su familia. No sólo por el hecho de revelarse gay muy temprano, sino porque nunca fue el abogado, médico o ingeniero que mis abuelos hubiesen querido. Mi padre se ha dedicado toda la vida al diseño, y es bueno. Mis padres se conocieron durante su época universitaria e hicieron clic de inmediato. Pasaban fines de semana enteros juntos, en fiestas clandestinas, marihuana, rock y sexo. Cada uno tenía aventurillas, novios y novias iban y venían, pero su dependencia era tal, que se enamoraron de sus mentes e interacciones cómplices. Eran el uno para el otro. De seguro que si ambos hubiesen sido heterosexuales, se habrían casado y me hubiesen tenido en otras circunstancias. Cuando ambos comenzaban sus carreras como profesionales, de decorador y periodista respectivamente, decidieron que querían ser padres.
Nunca me han contado bien cómo fue, creo que una noche de borrachera decidieron tener sexo, sólo por concebirme. Pero por favor, no me malinterpreten, no tengo problema respecto al “cómo” o al “por qué”. Nunca fui un niño traumado. De pequeño supe lo que era la homosexualidad y siempre lo vi de forma natural. Para el resto mis padres eran separados, pero para mí siempre fue el formato correcto para criarme, amarme y contenerme. Se podría decir que nací en una cuna de oro. No por lujos o por una educación excéntrica, sino porque a diferencia de muchos otros niños, yo había nacido por el deseo real de dos personas que querían ser padres, y no producto de una unión civil o religiosa que te apremia con el siguiente paso: tener hijos.
Nunca he creído mucho en aquella teoría que un gay se hace. Existen creencias ridículas respecto a niños que se convierten por influencias de padres ausentes, madres sobreprotectoras o violaciones infantiles, y por eso, se hacen automáticamente gay. Yo siempre tuve ambas figuras, nunca me sobreprotegieron, nunca estuvieron ausentes, y por supuesto que nunca nadie me violó. Creo más en la genética, y que mi ADN fue constituido por el ADN de dos homosexuales. Quizás porque tuve tan presente que ser gay no era un delito, quizás porque tenía estímulos constantes respecto a la diversidad de las sociedades o tal vez porque a diferencia de mis amigos del colegio, en mi casa sí se hablaba de sexo, tanto hetero como homosexual, que me costó entender que yo también lo era. La rebeldía natural de un adolecente: lo tienes ahí, en frente, con todas las libertades para asumir sin complicaciones o miedos que te atraen las personas de tu mismo sexo hizo que me costara querer entender que yo era gay. Pero la naturaleza tarde o temprano te obliga a deducir quién eres. Cuando les conté a mis padres mi gran revelación, ni se sorprendieron. Los padres conocen mejor que nadie a sus hijos, y sin querer influenciar mi proceso, dejaron que lo descubriese por mí mismo. Y así nos convertimos en una familia como cualquier otra. La única diferencia, que es escandalosa para muchos, insólita para otros y divertida para algunos cuantos, es que los 3 miembros de nuestra particular familia somos gay ¿Pero qué familia no tiene particularidades?.
¡Hola! Ahora me toca a mí. Tampoco me han dejado mucho tiempo para contar mi parte de la historia. Me cuesta resumir, pero lo probaré. Mi padre es militar. Mi madre casi se hizo monja de joven. Creo que eso resume de dónde vengo. ¡No fue tan difícil!
Mi abuelo era Capitán de las Fuerzas Armadas. Mi padre siguió sus pasos. Y como imaginarán, supuestamente yo debía hacer lo mismo. Era la tradición familiar. Mi madre, Milagros, siempre fue una mujer tremendamente católica. Su familia la acostumbró desde pequeña a ir a misa diariamente y a rezar el Rosario cada noche. Se conocieron justo antes que mi madre entrara al noviciado, cuando tenía 20 años, mientras estudiaba teología en la universidad. Conoció a mi padre por medio de aquellas fiestas que los cadetes organizaban para conocer chicas. Quizás vio en él la posibilidad inmediata de poder armar su familia. Quizás vio en él la salvación para no internarse en el santuario. La verdad, no tengo idea qué vio mi madre en mi padre. No es que no los quiera. Los quiero mucho. Pero reconozco que desde pequeño me hicieron la vida imposible: lleno de reglas, lleno de conductas, lleno de obligaciones. Debía pensar de una forma, debía comportarme de una manera, debía creer en una religión. Debía ser militar. Debía conocer a una chica y con eso ser feliz. Cuando cumplí los 18 años me ingresaron a la Escuela Militar. Sin embargo a los 6 meses llamaron a mi madre para que me fuera a retirar. Claramente mi perfil no calzaba. Nunca fui aguerrido, nunca fui violento. Tampoco constante y ordenado. Sé que en la escuela intentaron instruirme para que lo fuera, sé que me dieron varias oportunidades para demostrar que tenía la garra para ser un soldado más. Mi padre, en ese momento, era un reconocido Comandante y mis instructores buscaron todas las fórmulas posibles para someterme a su régimen militar. Pero se agotaron de mi personalidad débil y apocada. Fue la primera desilusión que le di a mi padre. Después de ese desagradable período, en el cual terminé de demostrarle que era su polo opuesto, fue cuando se doblegó y me consideró como un caso perdido. Por eso no me puso trabas para estudiar diseño en la universidad, mi verdadera pasión.
Mientras estudiaba en la universidad, tuve la oportunidad de abrir los ojos por primera vez. Tanta educación obediente nunca me había dado la oportunidad de entender otras formas de ver la vida. Después de mi experiencia militar, sólo me quedaba con la idea de buscar una novia, conseguir un título y tener hijos. No me podía dar el lujo de desilusionar a mi padre nuevamente. Pero en ese intento mediocre de conocer a la mujer perfecta, católica y de buena familia, fue cuando conocí a un profesor que me cambió todos los esquemas. Era atractivo, nunca antes me había sentido atraído por otro hombre. Era inteligente, sus clases eran un espectáculo de técnicas de diseño universal. Era guapo, porque ese estampe seductor embobaba a todas mis compañeritas y compañeritos que repletaban el aula de clases para contemplarlo. Una tarde, después del examen final, fui a hablar con él por una calificación injusta. Quería hacer ver mi punto de vista para intentar corregir mi nota, pero la verdadera motivación para interrumpirlo en su oficina, era para observarlo y para que me hablara exclusivamente a mí. Una cosa llevó a la otra, y sin querer entrar en detalles, sobre su escritorio, fue la primera vez que besé a un hombre, la primera vez que palpé a un hombre, la primera vez que follé con un hombre. La primera vez que follé. Desde ese día, no me quedó más remedio que asumir lo inasumible, porque en mi cabecita de cristal, ser gay era casi un insulto. Pero aprendí a tragarme toda esa educación preparada y a seguir con mi vida sin tener que ofender a nadie.
Pues bien. Ahora continúo yo, el autor. Les presento a Matías y Horacio. Matías es el hijo de los padres gay. Horacio el de los padres ultra-conservadores. Los padres de ambos son unos freaks. Qué padre o madre no lo es. Pero lo más freak de todo fue el día que estos 6 personajes se juntaron por primera vez en un mismo lugar. Pero voy a ir un poco más atrás. La historia de Matías y Horacio es muy bonita, así que vale la pena contarla.
Después del episodio de Horacio con su profesor, intentó de muchas formas apaciguar ese deseo, para él imprudente, de lidiar con una homosexualidad inminente. Buscó apoyo en la iglesia, pero el sacerdote que lo confesó, sólo le dijo que debía rezar con mayor intensidad el Padre Nuestro. Se asesoró con una amiga que estudiaba sicología, pensando que quizás ella sabía cómo corregir sus pensamientos impúdicos, pero ella claramente apenas sabía lo que significaba polarización. Buscó ayuda por internet, a través de obsoletos sitios que ayudaban a revertir la situación. Pero justo ahí, en el ciberespacio, descubrió infinitos portales de pornografía gay que lo entusiasmaron a noches encerradas en su habitación. También fue ahí donde se enteró de diferentes sistemas digitales para conocer gente gay. Se entusiasmó, se armó de valor y descargó una aplicación a su teléfono. No podía creer las infinitas posibilidades que le permitían aprender a cómo ser gay y no morir en el intento. Osos, fiestas alternativas, twinks y una infinidad de nuevos términos se asociaban a su diccionario mental. Poco a poco comenzó a explorar y a entender que ser gay no era tan terrible después de todo. Intentó fallidamente conocer galanes absueltos que le prometieran amor eterno. Su bosquejo prefabricado de una relación perpetua con una niñita pija, lo traspapeló a su nueva vida gay y comenzó a conocer chicos por el simple hecho de emparejarse. Poco a poco la ingenuidad de Horacio fue decreciendo y comprendió la realidad tal cual es. Que hay desengaños y desilusiones, y que todo eso es parte de la vida misma. Se entrampó entre lo que debía ser bueno y lo que debía ser malo. Hasta que un buen día entendió que esa balanza entre lo que es bueno y malo, es algo tan propio, que finalmente nada es tan de una cosa o tan de la otra. Y así llegaron sus 30 años. Después de vivir locuras, penas, alegrías y decepciones, aprendió que la felicidad no siempre es una respuesta vertical u horizontal.
Hacía tiempo que se había independizado de sus padres. Vivía en un pequeño departamento donde se permitió crear su mundo propio. Milagros nunca dejó ser partícipe de la vida de su hijo. Si bien intentó muchas veces hacerle ver que ya era hora de conocer una novia y formar una familia, jamás se puso en contra de la rebeldía que ella y su marido creían se había robado a su hijo perfecto. Era mucho más sencillo aceptarlo tal cual para no alejarlo de domingos familiares de misa, comidas contundentes y de navidades con pesebres decorados de figuras religiosas. El General Oviedo también se había resignado ante la insubordinación de su hijo. Nunca quiso que fuese así, pero ya era un adulto. Y si bien aún no construía su familia propia, dentro de su área laboral era un importante diseñador gráfico. Y eso, de alguna manera, era correcto.
A diferencia de sus padres, Matías había optado por los números para desenvolverse profesionalmente. Habían sido 5 largos años de empresariales e ingenierías, hasta que se tituló como un prometedor administrador financiero. Apenas comenzó a ganar su propio dinero, decidió alquilar un pequeño departamento en el centro de la ciudad. Estaba cansado de pasar días en la casa de su madre y otros en la de su padre.
Verán, Noelia y Alberto nunca vivieron juntos. Durante los primeros años del nacimiento de Matías lo intentaron, sin embargo comenzaron a necesitar de independencia para poder continuar con sus vidas. Ambos debían construir sus espacios y tiempos propios para poder desenvolverse. No era que uno molestara al otro, pero exigían su autonomía, mal que mal Noelia con Alberto no eran marido y mujer.
Cuando decidieron ser padres tampoco se lo plantearon. La pequeña creatura que habían decidido traer al mundo, los hacía dependientes sólo de Matías. Fue lo más inteligente, porque la amistad de ambos se puso en jaque cuando intentaron formar una familia constitucional. Fue sabio por parte de ellos asumir que fueron, eran y serían padres atípicos y que de esa forma debían ser felices. Y así creció Matías. Siempre fue un niño feliz y descomplicado. Con una formación abierta y tolerante. Sin embargo, a sus veintitantos era desagradable encontrarse con su padre en bares o fiestas de ambiente y divirtiéndose como si tuvieran la misma edad. Alberto en más de una oportunidad intentó coquetear con los amigos de su hijo, y eso arrancaba de sus casillas a Matías. Tampoco a Alberto le gustaba cuando sus amigos veían a su hijo con otros ojos. Eran situaciones repelentes, pero mucho más frecuentes de lo que hubiesen querido. Una tarde padre e hijo tuvieron una seria conversación sobre cómo sobrellevar estas situaciones imprudentes y desubicadas. Decidieron ser más precavidos con sus salidas, separando con recelo sus grupos de amigos y ambientes nocturnos. Alberto asumió a regañadientes que su vida juvenil y libertina debía calmarse, porque ahora era el turno de su hijo.
Noelia hacía tiempo que llevaba una relación seria y comprometida con su pareja. Tatiana le había enseñado una vida llena de satisfacciones, porque tenían todo lo que una mujer puede desear en una sola vida: madres, amigas, amantes. Todo al mismo tiempo. Eran una pareja tremendamente feliz y completa. Habían cumplido 9 años y desbordaban alegría cuando se les veía juntas. Sin embargo Alberto estaba por llegar a los 50 años y nunca había tenido una relación estable. El complejo de Peter Pan lo estaba agobiando y las consecuencias comenzaban a ser evidentes. Le invadió una fatigosa soledad y una imperiosa necesidad de conocer a alguien para no llegar a la tercera edad por cuenta propia. No quería ser un viejo verde solitario. No quería tener que depender de cuidados ajenos cuando su cuerpo se debilitara. Sin embargo a veces, cuando más buscas, menos encuentras.
Pero volvamos a Matías y Horacio. Nunca uno había escuchado del otro. Matías tenía una vida sin trampas ni prejuicios obsoletos. Tenía amistades por todas partes, tanto fuera como dentro del ambiente. Era un chico feliz y complaciente. Su vida era sana, envidiada por algunos incluso. Por su parte, Horacio hacía tiempo que había aprendido a vivir en discreción. Salía muy de vez en cuando. No tenía muchos amigos, sino más bien conocidos, que lo trataban como un heterosexual más. Algo afeminado, pero heterosexual al fin y al cabo. Y a Horacio no le molestaba esa imagen. Para los días tenía su trabajo y caretas que lo protegían de los prejuicios y rechazos familiares. Para las noches tenía su departamento y su teléfono para conocer nuevos amantes y potenciales novios.
Una tarde de domingo y lluvia, tanto Horacio como Matías habían decidido quedarse en casa. No había mucho que hacer. Matías había estado hasta altas horas de noche marihuanera y Horacio había regresado de comer en casa de sus padres. Eran las 7 de la tarde. Se conectaron a sus teléfonos para deambular por diferentes aplicaciones. Las mismas caras de siempre, nada nuevo. Hasta que uno se paró en el perfil del otro. Conversaron de todo: trabajo, horarios y sexo. Tan fácil es hablar de sexo a través de una pantalla, que tan fácil es también conseguirlo sin trámites. Horacio se trasladó hasta el centro. Se vieron las caras. Sonrieron. Retomaron su conversación superficial con una copa de vino. Se besaron por primera vez. Beso que los llevó a mucho más. Imagínense. Las sábanas de la cama de Matías no dieron tregua. El frío de la lluvia despareció cuando ambos chicos se mojaron de sudores cálidos. Debía ser sólo buen sexo y punto. Pero hubo algo entre aquellas sábanas que los obligó a dormir juntos. A verse al día siguiente. No sólo para volver a tener sexo, sino para seguir conversando. De todo: familia, preferencias políticas, viajes y metas. Conversaciones más íntimas y reveladoras. Se comenzaron a conocer de verdad. Se gustaron. Se sintieron cómodos con la compañía del otro. Porque a pesar que Matías tuviese una familia y formación tan dispar a la de Horacio, hubo algo en ese proceso de conocerse mutuamente, que los llevó a enamorarse. Ese amor que va más allá del buen sexo, más allá de los buenos entendimientos y mucho más allá de los buenos sentimientos. Horacio se había olvidado de aquel motor de tener pareja por tenerla. Matías se había desencantado de salir cada noche por el simple hecho de salir. Eran treintones y sin buscarlo, sin quererlo incluso, se dieron cuenta que estaban preparados para ser la pareja del otro. Pareja en todas sus letras.
Justo antes de cumplir un año, resolvieron mudarse juntos a un mismo piso. Era un notición. Horacio no la compartiría con su familia por razones obvias. Matías no les había comentado mucho a sus padres sobre Horacio. Si bien les había mencionado en un par de oportunidades que estaba saliendo con alguien, nunca quiso comentar mucho sobre su vida amorosa. Noelia y Tatiana eran bastante intrusas a la hora de saber detalles de amoríos y relaciones de su hijo y eso le molestaba a Matías. Por eso intentaba hablarles de Horacio lo menos posible. Alberto, por otra parte, intentaba ser más precavido. Después de aquella conversación que delimitó su relación para no convertirse en amigos de marcha, sino en padre e hijo, como debía ser, intentaba mostrarse más serio hacia su hijo. Conversaban lo justo y necesario, sin profundizar en nada que Matías no quisiese profundizar. Alberto estaba inundado en aquella amarga soledad que lo estaba corrompiendo, aunque jamás se lo hizo ver a su hijo. Sin embargo, cuando visualizó que Matías estaba armando una vida en pareja estable y seria, tan deseada por Alberto, no pudo evitar sentir una extraña envidia por la felicidad de su hijo. Quizás por aquella estúpida e egoísta razón, no quiso hacerse partícipe en mayor grado sobre lo que su Matías, y ese chico Horacio, estaban construyendo. A diferencia de Noelia, Alberto jamás presionó a su hijo para presentarle a su nuevo novio.
Cuando Milagros y el General Oviedo supieron que su hijo se iría de su regio piso para mudarse con un amigo que ellos desconocían para “ahorrar dinero”, algo extraño interpretaron. No les calzaba esa rara necesidad de compartir gastos con un desconocido. Si necesitaba dinero se los podía pedir sin problemas. Sin embargo, como su hijo vivía una vida curiosa, no quisieron ahondar más en su decisión. Milagros era una mujer busquilla, a veces insidiosa, pero no se sentía tal porque, según ella, una madre está en todo su derecho de ser partícipe de la vida de sus hijos. Quiso conocer a este nuevo “compi” de Horacio, pero siempre había excusas para no hacer coincidir visitas de Milagros al nuevo piso. Sus visitas a medida que pasaban los días se hacían cada vez más majaderas. Matías y Horacio tuvieron que montar una segunda habitación para que Milagros creyera que era la habitación de su hijo. Más temprano que tarde, las visitas comenzaron a ser molestas, tanto para Matías como para Horacio. Sentían que su privacidad estaba siendo corrompida por una madre chismosa. Matías se vio en la necesidad de conversar con su pareja respecto a las visitas de Milagros. Debía frenarlas, porque los volvería locos. Horacio accedió. No sólo porque su madre lo estaba desquiciando con su impertinencia, sino porque el amor concreto que estaba asimilando hacia Matías, lo obligaba a necesitar compartir, de una vez por todas, su inmensa felicidad. El miedo dejaba de ser un obstáculo, porque si su familia lo rechazaba Matías estaría ahí para contenerlo.
Aquel domingo después de misa iba a ser diferente. Horacio se había decidido a contarlo todo. Se sentaron en la terraza con el clásico aperitivo. El General Oviedo sólo los domingos se permitía vestir de civil y cuando se disfrazaba de persona normal, era cuando estaba más receptivo a escuchar una opinión que no fuese la suya. Horacio pidió silencio, porque algo importante iba a anunciar. Lo más probable, es que Milagros estuviera esperando, al fin, que su hijo diría que estaba emparejado. Y la verdad, no se equivocó mucho. La diferencia es que Horacio contaba que estaba profundamente enamorado, pero no de una pija, sino de un tal Matías. Las caras cambiaron angustiantemente. Llantos quebradizos comenzaron a desempolvar las ilusiones de Milagros. El General Oviedo quedó mudo y perplejo, observando fijamente a su hijo. No sabía si mirarlo con asco, con tristeza o con rabia. Si no hubiese sido por una de las hermanas de Horacio que quebró el hielo con un obtuso ¿Estás seguro?, que quizás se hubiesen quedado horas en silencio. Ese medio día dominical no hubo intentos fallidos de entendimientos, tampoco arrebatos insultantes de frustración familiar. Horacio al ver que nadie reaccionaba, se levantó de su silla, besó a su madre en la mejilla y se retiró orgulloso y épico. Se sentía liberado. Un enorme saco de piedras se quedaba atrás, en algún rincón en la terraza de los Oviedo.
Pasó una buena cantidad de semanas antes que Milagros regresara sin previo aviso al piso de Matías y Horacio a tocarles el timbre. Matías tuvo que esconderse en el baño para que madre e hijo pudiesen tener una conversación respecto a aquella salida de clóset tan inesperada. Milagros se sentía confundida: responsable por una parte, sorprendida por otra. Creía que era su culpa, pero también sabía que no había hecho nada malo. Su formación hacia sus hijos había sido impecable. Horacio se vio en la obligación de explicarle a su madre las cosas tal cual son sin censuras. Debía hacerle ver que en esta historia no hay culpables. No hay villanos. Tampoco héroes. No hay demonios pecadores, mucho menos dioses que perdonan. Fue una conversación extraña para ella, que a medida que pasaban las palabras comenzaba a tener sentido. Cuando Horacio comenzaba a ver en la expresión de Milagros un alivio curtido, fue cuando le reveló que tenía una relación importante con Matías. Contra cualquier pronóstico, Milagros reaccionó mejor de lo que cualquiera hubiese esperado. Aunque si descubrir que su hijo era gay ya era mucho, saber que tenía como pareja estable a otro hombre era demasiado. Lo abrazó, pero le dijo que necesitaba tiempo para llegar hasta esa etapa de la nueva vida de su hijo. Antes de eso tenía una misión mucho más compleja, y era hacer verle al General Oviedo que su hijo era diferente a lo que alguna vez esperaron, pero que era su hijo al fin y al cabo.
Un inesperado miércoles el teléfono de Horacio sonó. Era su padre. Invitaba a su hijo, junto con Matías, a cenar el viernes por la noche a su casa. Una llamada fría y concreta. No se podía esperar más de un General del ejército. Los nervios se hicieron presentes justo después de cortar el teléfono. Matías no estaba acostumbrado a conocer a los padres de sus parejas, pero Horacio era mucho más que eso. Se vistió lo más formal posible: zapatos, pantalones de tela y camisa de un solo tono. Más o menos como Horacio se vestía todos los domingos para ir a visitar a sus padres. Llegaron con una botella del mejor vino para el General y un hermoso ramo de flores para Milagros. Fue una cena incómoda al principio. Miradas suspicaces se cruzaban alrededor de aquella mesa finamente colocada. Muy pocas palabras se intercambiaron. Pero no fue hasta el bajativo, sobrepasado de vino y whisky que las conversaciones comenzaron a aflorar más espontáneamente. Poco a poco los padres de Horacio, comenzaron a ver que Matías era un hombre de bien, educado, atento y con una profesión estable. Gracias a Matías, y al confirmar que su hijo estaba feliz, Milagros y el General Oviedo, tranquilizaron cualquier temor discriminatorio y comenzaron a tomar la nueva vida de su hijo con más naturalidad, incluso con gracia. Respeto y resolución. Sin embargo, para los Oviedo, los padres de Matías eran separados y punto. Uno era profesor universitario y la otra periodista. No hubo necesidad de profundizar en el pequeño detalle de que ambos, también, eran gay.
Después de aquella conciliadora cena familiar, Matías comenzaba a tener la necesidad de compartir su relación con sus padres. Ya había conocido a sus suegros, incluso bajo aquella peculiar premisa. Ahora le tocaba a él sacarse de la cabeza la intransigencia respecto a compartir con los suyos su vida más personal. Reunió a Noelia, Tatiana y Alberto en un restaurante para contarles con mayor precisión sobre Horacio. Su madre y su pareja estaban encantadas. Si bien ya algo sabían, por fin Matías se sacaba el ego de encima para compartir algo que para ellas dos era tremendamente relevante. No se ahorraron en preguntas. Matías tampoco se guardó las respuestas. Les contó de cómo se habían conocido, de los sentimientos que habían descubierto mutuamente, de las decisiones que habían concluido en conjunto para ser felices y construir una relación sólida. Alberto, por su parte, esbozaba sonrisas de mentira. Quería estar feliz por su hijo, pero la frustración que acarreaba de su propia vida personal lo inhibía a ser generoso. Quedaron en que muy pronto organizarían una nueva reunión para que finalmente todos conocieran a Horacio. Después de tanto halago, el chico debía ser adorable y las ganas de conocerlo se hacían más apremiantes, principalmente para Noelia y Tatiana.
Noelia conocía muy bien a su tan querido Alberto, porque la vida los había unido de la forma más hermosa de todas. Habían compartido demasiados momentos juntos para entorpecerse por caretas. Los gestos de Alberto en aquella comida lo habían acusado y Noelia se vio en la obligación de indagar qué pasaba por esa cabecita canosa y arrugada por el tiempo. Alberto no pudo contener su desconsuelo, mal que mal, Noelia era su referente y consejera. Su leal amiga de una vida entera. Se podría decir que Noelia era lo más cercano a esa media naranja que tanto anhelaba. Se desahogó, reveló que tanta fiesta, tanto amante y tanto sexo le habían pasado la cuenta. Le atormentaba la soledad. El no amar y ser amado con reciprocidad. Si bien había experimentado muchos tipos de amor, Noelia y Matías incluidos, reconocía que a su edad no haber encontrado el amor de pareja lo afligía y desconcertaba. Confesó que verla a ella con Tatiana le carcomía los celos, pero que ahora, más encima, ver que su hijo había logrado lo que él jamás pudo, le corrompía de manera exagerada. Noelia se quedó boquiabierta ante tal revelación. Siempre había sido un padre formidable, cariñoso y presente. Jamás se saltó ninguna de las etapas de la vida de Matías. Pero si sus injustificados celos le estaban haciendo pasar aquella tan mala jugada, se saltaría la etapa más importante de todas: la felicidad de un hijo adulto y comprometido. Esa tarde de confesiones y llantos desahogados con Noelia, habían sido la cachetada que necesitaba para despertar de su narcisismo. Recordó cuando Matías nació. Lo inexpertos que eran con Noelia. Cuando lo llevó de la mano al colegio la primera vez. Los fines de semana que pasaban juntos cuando Matías era adolecente. Cocinaban y se quedaban horas viendo los conciertos de Madonna en DVD. Matías era lo mejor que Alberto había hecho. Tenía un hijo excepcional. No podía cegarse frente a tal brutalidad. Un padre sólo quiere que su hijo sea feliz y Matías lo estaba siendo. Había que estar orgulloso. Había que estar satisfecho. Porque si Alberto llegaba a la vejez solo, jamás estaría abandonado porque su hijo estaría ahí para cuidarlo y protegerlo.
Horacio se preocupó de invitar personalmente a sus tres suegros el próximo sábado por la noche. Estaba ansioso de conocerlos. Preparó un menú para 5. Ostras de aperitivo, ensalada de alcachofas, pollo marinado al limón, torta Sacher de postre, velas y buena música de fondo. Todo estaba listo para recibir a los invitados y conocer, al fin, a los suegros. Horacio fue a comprar el hielo mientras Matías intentaba decorar la mesa del comedor con el gusto característico de su padre. El timbre sonó poco antes de la hora acordada. No eran ni Alberto, ni Noelia, ni Tatiana. Eran el General Oviedo y Milagros ¡Qué mierda! ¿Qué mierda hacían ellos ahí? ¿Acaso Horacio los había invitado sin comentarle? imposible. Ambos entraron como si no importara la sorpresa de su visita. Milagros era así, se sentía con el derecho de aparecer sin ser invitada a la casa de sus hijos. Al ver la mesa lista para cenar asumió que se podían quedar. Matías no tenía la confianza suficiente con ellos como para despacharlos así tan de repente. Horacio debería hacer peripecias cuando regresara a casa con el puto hielo. Tanto Milagros como el General Oviedo se instalaron en tiempo récord. Él ya tenía en su mano un vaso de whisky y ella emplazada en la concina observando qué habían preparado para cenar. Todo muy fino y elegante, así que debían ser invitados importantes. Matías no supo mentirles y espontáneamente salió desde su propia boca que quienes estaban por llegar eran sus padres. ¡Perfecto! respondió encantada Milagros. Era una fantástica oportunidad para conocerlos.
El rostro sorpresivo de Horacio cuando vio de los más instalados a sus padres en el salón de su casa fue diligente. No alcanzó siquiera a saludarlos, cuando Matías lo agarró de un brazo y lo secuestró a la cocina. Se miraron estupefactos a la cara sin decir nada. Estaban alterados y nerviosos. No había cómo sacarlos de la casa. Horacio tenía la mente en blanco. No había tiempo suficiente para contarles algo tan incómodo y complejo a sus padres sobre cómo estaba conformada la familia de Matías. Ni mucho menos llamar rápidamente a Noelia y Alberto para cancelar la cena. ¿Por qué hay cinco puestos en la mesa? preguntó desde el living Milagros ¿Acaso tienes un hermano Matías? siguió indiscreta ¡Deberías poner nuestros puestos en la mesa antes que lleguen los padres de Matías, Horacito! terminó de manduquear Milagros. Era un desconcierto. A tal punto, que Horacio comenzó a preocuparse más de la cantidad insuficiente de comida, que sobre cómo sobrellevar la situación. Los padres de Matías no tenían idea que los padres de Horacio eran así de conservadores; y los padres de Horacio jamás se habrían imaginado que los padres de Matías eran homosexuales. La guinda de la torta. El hielo que rebasó el vaso. La ironía más a destiempo de todas. La situación más enredada y ridícula. Se venía un encuentro informal y desprevenido. No se les ocurría ninguna estrategia coherente para impedir una hecatombe. Ni siquiera imaginación suficiente para predestinar cómo podía acabar la velada después de que todos estos personajes se revelaran unos a otros sin consecuencia alguna. Atroz. Trágico. Funesto. Demasiado para una sola noche. Sonó el timbre.
Matías corrió a la puerta de entrada. Craneaba en segundos la forma para no dejarlos entrar y poder explicarles brevemente la situación. Pero cuando la abrió, las sonrisas ansiosas de sus tres padres lo superaron y no le quedó otra que dejarlos entrar. Milagros escupió un impropio sorbo de vino blanco cuando vio a Noelia. Horacio se tragó imprudente una de las ostras cuando vio a Alberto. Noelia no pudo contener una nerviosa risa cuando vio a Milagros. Alberto se paralizó en la entrada de la casa cuando vio a Horacio. Todo en una fracción de segundo. Todos al mismo tiempo se incomodaron sin estar seguros del por qué. Nadie sabía quién era quién, excepto estas 4 miradas anónimas que en segundos repasaron todo el escenario y reconocieron rostros olvidados. Matías intentó ser el más cuerdo de todos. No presentó a nadie por su etiqueta, sino sólo de nombres. Alberto, el General Oviedo (jamás Matías había llamado por sus nombres a sus padres). Tatiana, Milagros. Horacio, Noelia. Unos no sabían que los otros eran los padres de Horacio. Los otros no entendían cuál era la madre de Matías. Milagros no contuvo el oxígeno. Noelia tampoco. Se saludaron muy formalmente sin mirarse a la cara. Alberto le dio un fuerte apretón de manos a Horacio, y Horacio no contuvo el sudor desordenado que corría desde su rostro. El General Oviedo no calculaba el cuadro que tenía en frente. Tatiana parecía ser la más natural de todas, saludando a todos como si los conociera de años.
Las primeras apariencias son las más fatales de todas. Nadie quiso ser imprudente. Todos estaban complicados. Había algo en aquella atmósfera que parecía ahogarlos. Tatiana asumió de inmediato su rol de reina de la fiesta. Contaba anécdotas de otros, chistes ajenos. Nada inapropiado, puro humor blanco. Y eso ayudó a calmar un poco los ánimos. Unos miraban a otros con desconfianza. El General Oviedo estuvo serio y determinante durante toda la cena. Nadie le explicaba quién era quién. Creyó que Tatiana era la amante de Alberto o algo así. Matías intentaba seguirle el ritmo a Tatiana, alabando su humor y riéndose forzadamente de cada gracia. Noelia no podía quitarle los ojos de encima a Milagros. Horacio no podía disimular lo perturbador de la presencia de Alberto. Era todo tan bizarro que nadie se percató de las razones de incomodidad de los otros. Sus propias incomodidades eran suficientes como para andar analizando las ajenas. Las alcachofas sabían amargas, el pollo parecía estar seco. Es que las bocas estaban tan soberbias que no les permitían degustar cada bocado. Después de la torta Sacher, Matías necesitó por un momento ir al baño. Milagros se paró para retirar los platos, era su oportunidad para esconderse en la cocina, sin embargo Noelia no dudó en levantarse para ayudarla. Tatiana invitó al General Oviedo a la terraza para fumar un puro. Y Alberto quedó frente a Horacio mudo. Ahora sí que saldrían los trapitos al aire. Eran minutos suficientes para develar pasados incómodos. Matías se encerró en el WC. Tanta comida abrumada de fatiga, le había caído mal al estómago.
En la terraza, mientras el General le encendía el puro a Tatiana, no tuvo pelos en la lengua para preguntarle si era o no la madre de Matías. Como nadie había tenido la decencia de explicarlo, no le quedó otra que ser directo. A Tatiana la pilló desprevenida mientras se ahogaba con su primera bocanada de humo. Lo miró con asombro, porque pensó que todo estaba claro. Sonrió y sin cautela comenzó a explicarle la situación, para finalizar aclarando que tanto ella como Noelia eran las madres de Matías. Ahora era el General Oviedo quien se atragantaba con el humo del puro.
En la cocina, Noelia, precavida, cerró la puerta para enfrentarse a Milagros. Ella de alguna manera sabía lo que estaba por venir. Intentó disimular su vergüenza botando los rastros de comida en la basura, sin embargo Noelia era una mujer inteligente y no tuvo tapujos para enfrentar a su ex amante. La historia entre ambas mujeres es simple. Mientras aún eran universitarias, Milagros se había revelado con discreción ante tanta institución cristiana inculcada. Se sentía atraía por mujeres y fue Noelia quien le permitió aflorar todas aquellas sensaciones guardadas. Se dejó llevar por sus sensaciones más carnales y Noelia dejó que una angelical chiquilla le robara el cuerpo. El sexo entre ambas era un deleite con causa. Eran dos novatas aprendiendo lo que significaban las siluetas femeninas. Una se sentía liberada, la otra se sentía una pecadora. Por esa razón, de un día para otro, Milagros accedió a enclaustrarse con las mojas para esclarecer su espíritu de aquellas sensaciones pecaminosas que hacía meses venía experimentando con Noelia. Antes de asumir su noviciado, se permitió asistir a una última fiesta, donde conoció al padre de Matías. Noelia quedó en blanco cuando Milagros desapareció sin explicaciones y sin rastro alguno.
En el comedor, sentados bajo un predominante silencio, Alberto y Horacio se reconocían con pudor y resentimiento. Horacio era la prueba fidedigna que escondía el lado de Alberto más vulgar. Era uno de los tantos alumnos que habían pasado por entre sus piernas. Alberto siempre intentó tapar cualquier señal que revelara que era un profesor imprudente que se aprovechaba de jóvenes alumnos para tener un acueste fortuito. Habían pasado 10 años desde que Alberto con Horacio habían tenido sexo sobre un escritorio, y quizás cuantos más pasaron por aquella oficina, pero Horacio era el primero al cual se enfrentaba cara a cara después de tantos años follando con sus alumnos. Sobre todo si este ex-alumno era ahora el novio de su hijo. Alberto nunca se sintió culpable por sus actos impropios. Hoy, sin embargo, era la primera vez que su descaro lo atropellaba. Horacio era un chico inteligente, que había sabido superar cualquier obstáculo. ¡Mírenlo ahora! Jamás se había siquiera imaginado compartiendo una cena con sus padres y su novio al mismo tiempo. Pero Alberto había sido relevante, no sólo porque fue aquel primer amor platónico que todos recordamos, sino que había sido el hombre que lo había desvirginado, y más encima, el padre de su tan adorado Matías.
Cuando Matías regresó al comedor, con su cara verde y enferma de vómito, se paró frente a un panorama inmóvil como una tumba. Aparte de su estómago, ¿Alguien más se había muerto? Todos tenían caras desfiguradas. No se sabía si alguien había llorado, enojado o superado por la comida que parecía que a todos les había caído tan mal como a él. Solo se olía que muchas verdades se habían exprimido. Sin embargo, los secretos aún estaban guardados, excepto en cada uno de sus protagonistas. Milagros comenzó a reírse. De nervios, de insegura, de insensata. Su risa contagió a Tatiana y a Horacio. Alberto comenzó a sonreír por primera vez en toda la noche. Noelia le pegó un codazo a Matías para que se uniera a las carcajadas. El único que quedó serio sin entender cuál era la gracia, era el General Oviedo. En un soplo, le salió su lado más militar, y golpeó su puño bruscamente sobre la mesa, exigiendo silencio. Su mujer lo calmó. Le dijo que se dejara llevar. Era la primera vez que Milagros se salía del protocolo dejándose influenciar por desconocidos estridentes. Noelia le siguió el baile, con un descabellado "Si, somos todos gay aquí, menos tú. Y ¿Cuál es el problema?, relájate y tomémonos todos una buena copa de gin-tonic" La arteria en la frente del General estaba a punto de reventarse, en su mentalidad cerrada no cabía espacio alguno para entender que dos homosexuales pudiesen educar a un crío. Mucho menos a un chico que hoy era el novio de su propio hijo. ¿Y qué era eso que todos eran homosexual, a excepción de él? ¿Y Milagros? Milagros se tomó un sorbo completo de gin-tonic y sacó la voz. Confesó sin peripecias que había tenido un pasado lésbico. Y eso. Y nada más. Un pasado que le había permitido conocerse mejor y entender que eso no era lo suyo. Le acarició la pierna a su marido por debajo de la mesa, para hacerle entender que no había nada que temer. Que su relevación no era impropia y que ella seguiría siendo su mujer, sin pretender otras mujeres. Horacio le tomó la mano a su suegra y vació su copa de gin-tonic, miró fijo y sonriente a Alberto. Le dio el pase para develar su secreto. Y se atrevió, sin entregar tanto detalle, a confirmar que él con Horacio ya se conocían. Matías automáticamente comprendió que Horacio había sido víctima de su padre obsesivo de jovencitos y que se había topado con Horacio en su etapa más vulnerable. No era momento de hacer valores de juicio. El pasado estaba en el pasado. Y 10 años es mucho tiempo. No eran necesarios los perdones de ninguna índole. Y Alberto se tranquilizó regalándole a su hijo la sonrisa más honesta de todas. Noelia tomó la mano de su hijo y le besó la mejilla. Tatiana le dio una pequeña palmadita por la espalda al General y se permitió soltar esa postura severa por primera vez. Comprendió con pequeños gestos que a pesar de lo extraño de todo, todo estaba en su lugar. Ahora, al fin, todos estaban en una misma sintonía.
Esa noche terminó tarde en la madrugada. Se tomaron 3 botellas de gin, dos de vino y una de whisky. Se prendieron unos porros de marihuana. Se devoraron la torta Sacher. Se conversaron temas quizás inoportunos, pero que los ayudó a reconocerse tal cual eran. Una conservadora se reveló. Un militar se desestandarizó. Dos lesbianas se inundaron de su positivismo característico. Un gay se apaciguó de miedos. Un hijo vivió a sus padres sin complejos. El otro desbloqueó sus recelos paternales. Dos familias tan disfuncionales como peculiares. Dos familias tan dispares como incomparables. Dos familias que derribaron sus propios esquemas. Dos familias que se reconocían para ser una sola.