

CÓMO SE CREÓ EL HORIZONTE
2016
Esta es la historia de cómo se creó el horizonte. Sí, ese horizonte que vemos cuando nos posamos en una playa y vemos el punto final del mar, cuando se reúne con el cielo.
Nerén era un tritón que vivía en lo más profundo del océano. Su cabellera larga era blanca y espesa, su rostro era sereno y acogedor, de grandes ojos negros y labios templados. Sus brazos eran una mezcla natural de fibrosos músculos y suaves escamas que mimetizaban su piel alba. Su cola de pez era negra con tonalidades grisáceas que a veces se confundían y brillaban en la oscura profundidad marina. Vivía junto a su cardumen de otras sirenas y tritones, donde era respetado y admirado como un guerrero valeroso y prevenido. Su misión era resguardar el mar y sus habitantes, peces, moluscos, corales y burbujas, de cualquier estremecimiento que viniera desde la superficie y que podría alterar su tranquila vida marina. No tenían muy claro qué y cómo se provocaban los temblores que afectaban el curso natural de las aguas que descansaban y fluían llanamente entre los océanos que protegían, porque las leyes marinas impedían que cualquier creatura oceánica subiese hasta aquella luz clandestina que irrumpía lo que ellos llamaban su imperio. Solo sabían que debían cuidar cualquier presencia ajena a los terrenos náuticos en los cuales alojaba un mundo marino mágico, pacífico y feliz.
Sus rutinas no eran más que nadar entre rocas y corrientes submarinas para deslumbrarse por la belleza de su hábitat inundado de peces de colores, ballenas mansas, tiburones amigos, dóciles calamares, algas sumisas y corales resplandecientes. Vivían en plena armonía porque el agua era su oxígeno que les permitía crecer, desarrollarse y vivir con el resguardo colectivo de sus soldados híbridos, que defendían a todos los otros seres que habitaban aguas dulces, porque la sal del océano ni se sentía. Cuando los movimientos serenos del mar eran alterados por una extraña fuerza que hacía que su actuar se convirtiera en riesgoso para aquella tranquilidad a la cual estaban tan acostumbrados, era cuando Nerén y los otros guerreros protegían con escudos de arena cualquier arrebato forastero. Alzaban la tierra debajo de ellos para neutralizar bruscos estrépitos que la superficie enemiga inclinaba sobre la pacifica usanza social que convergía en sus territorios acuáticos y solemnes. Los tritones y sirenas eran los protectores del mundo oceánico, los héroes marinos, bienhechores que velaban por cada creatura que necesitara de agua para vivir en paz.
Una noche la serenidad característica del mar de Nerén fue corrompida por una misteriosa fuerza que poco a poco comenzó a contrarrestar la fluidez natural de las aguas. Los peces y cangrejos comenzaron a esconderse entre rocas y corales. La luz de arriba comenzaba a acercarse tocando las escamosas pieles de los habitantes del profundo océano. Cada vez se hacía más y más latente una invasión caprichosa y sin destino de marejadas imprudentes que colisionaban con todas las criaturas que tritones y sirenas protegían. Los escudos de arena que albergaban a todos los seres marinos de aquel extraño e indescifrable enemigo no dieron tregua y los golpes de violentos disturbios de agua contenían una pugna desmedida que rompía con aquellos escudos de poder. La valentía de Nerén era reconocida por sus compatriotas náuticos y no dudó en armarse de valor y aletear hacia lo desconocido para entender qué era lo que ambiciosamente provocaba aquellas inescrupulosas corrientes que estaban causando miedo e incertidumbre a sus colegas marinos. Subió guiándose por esa impertinente luz amarillenta que caía descontrolada. Le picaban sus escamas y su piel a medida que se acercaba a ella. El negro de sus aletas se tornaba cada vez más gris. Sentía que mientras más se acercaba hacia la superficie, más le costaba respirar. Todas aquellas historias que generación sirena tras generación sirena se habían aprendido sobre esa tirria superficie se hacían reales mientras él nadaba hacia ella. Sin embargo el valor por enfrentar y defender a sus pares era mucho más potente. Sus miedos se esfumaban porque su misión debía resistir incluso frente a una escéptica muerte por aquello desconocido que estaba por afrontar. Su cabellera platinada estaba a metros de tocar esa línea marina que los separaba de un infierno inexplorado. Sintió que el agua se le escapaba incontrolablemente de sus bronquios, mientras los movimientos de aguas turbias fustigaban afanosas y desinhibidas contra su cuerpo. Debía nadar con más fuerza que nunca para controlar los azotes que su agua febril le traicionaba. Entendió y asumió que aventurarse a lo recóndito de esa superficie sin tapujos, era para calmar las aguas que terremoteaban su imperio frondoso. Tomó un soplo de oxígeno marino, cerró los ojos y se atrevió a cruzar esa línea que dividía lo suyo de lo ajeno.
Nunca antes había experimentado esa sensación en su piel. Nerén jamás había sentido un roce como tal. Un frote frío y cosquilleante, pero que era extrañamente sanador. Abrió los ojos. Todo era gris y etéreo. No había burbuja alguna. Su cabello albo no danzaba como de costumbre, sino que estaba pegado a su rostro. Si bien su cola aún nadaba por debajo de la superficie, su cuerpo escamado experimentaba por primera vez cómo se le erizaba la piel. Gotas de agua célebres caían por su rostro y mojaban aquella piel acostumbrada a estar húmeda de una manera totalmente diferente. Pensó que esa chispeante agua que aparecía de la nada entre vapores, le permitía respirar sin complicaciones. Cuando visualizó que podía continuar de esa forma, comenzó a explorar con cautela y paciencia. Su cola era el ancla a su mundo, mientras que su cuerpo era lo único que lo apartaba de todo.
A medida que pasaba el tiempo y a medida que avanzaba entre aquellos vapores desconocidos, su corazón comenzó a palpitar con más tranquilidad. Se estaba acostumbrando a este nuevo paisaje inocuo. El agua seguía cayendo desde alguna parte y desde alguna dirección, y eso le daba más seguridad para continuar. Sin esperarlo, a lo lejos, comenzó a divisar una figura extraña. Una sombra rebuscada. Estaba por encima del agua y parecía no tocarla. Era grande y corpulenta. A sus costados parecía tener dos grandes aletas. Por su seguridad volvió a hundirse entre olas frenéticas y abismantes que dificultaban su nado. Se acercó por debajo del agua a aquella figura para analizarla con cautela, la cual seguía sin tocar el agua. Parecía que nadaba de forma inversa, sobre el mar y no por debajo de éste. Gracias a esos reflejos amarillentos de luz, esa rara figura de sombras comenzaba a tener colores. Marrones y blancos. Tenía brazos como los suyos. Tenía un cuello como el suyo. Tenía una cabeza como la suya. Pero debajo de su cintura tenía dos extensiones nunca antes vistas por Nerén. Sin embargo lo que más llamó su atención mientras nadaba por debajo de las olas, eran esas dos aletas enormes que salían desde su espalda. Quería reconocerlas mejor. Se animó a subir un par de metros hasta esa superficie enemiga de movimientos nerviosos. La imagen se hacía cada vez más clara, y las facciones de aquel personaje se hacían más evidentes. ¿Era una especie de pulpo desconocido? ¿O quizás era un tritón exagerado que no requería de agua para sobrevivir? Jamás nunca había escuchado algo parecido y su imaginación lo estaba llevando a planteamientos inauditos. Estuvo por minutos intentado analizar antes de actuar. Nerén era un tritón inteligente, conocía todas las razas marinas, conocía cada rincón del océano y jamás se había cruzado con un espécimen de figura parecida. Mucho menos que pudiese flotar por encima de la superficie, porque a sus oídos, era imposible vivir sobre ella. De repente esta creatura desconocida volteó la mirada hacia abajo, un movimiento extraño alteró su temple y se incrustó fijo sobre Nerén. No tenía cabello que brotara desde su cráneo. Era bien parecido. De ojos azules intensos, iguales a su tan amado mar. Sus labios pomposos. Sus aletas superiores eran blancas, tal cual el color de Nerén. Pero su piel, ese tan extraño color de piel mulata, tan extrañamente atractiva, brillaba por sí sola y se extendía hasta aquellas dos extremidades inadecuadas. Sin que nadie diese cualquier involuntario movimiento, ambos seres se quedaron paralizados mirándose a los ojos. Sus figuras se desfiguraban por los meneos de aguas brutas, pero a pesar de aquello, pudieron apreciarse mutuamente sin decir nada, sin moverse, sin trastornarse. Incluso desprendieron una remota sonrisa, porque lo que ambos tenían en frente era bello, era nuevo, era desconocido, era irreal. Y era hechizantemente cautivador. Sin cuidado, las aletas de aquella figura de marrones y blancos, comenzaron a moverse precipitadamente de arriba a abajo y en un destello fugaz despareció por encima de la superficie.
Nerén no reaccionó a nada, ni siquiera se dio cuenta cómo aquellas molestas aguas al fin se calmaban. La luz se hizo más imperiosa, y de forma orgánica, Nerén subió nuevamente a la superficie. El cuerpo ya no le picaba y arriba de todo era por primera vez un destino atractivo y sin miedos. Aquel personaje había desaparecido por completo y un celeste feroz y brillante se apoderó de aquel paisaje vaporoso y calmó ese terremoto asesino que invadió la tranquilidad del obediente océano. El agua había dejado de caer y aprendió que podía respirar sin ella. Se quedó horas observando aquel novedoso calor que jamás había experimentado. Se alucinó con aquella luz empalagosa. Y se embobó por aquella desconocida y audaz figura que desapareció como por arte de magia, en aquel escenario azul e infinito.
Durante mucho tiempo Nerén no pudo sacarse de su memoria aquel retrato. Aquel personaje parecía de otro planeta, de otro mundo. Aquel personaje que le transmitió una poderosa vibra, cálida y bondadosa. Aquel personaje que lo cautivó con su mirada azul y penetrante. El océano había vuelto a su tranquilidad habitual y para todos sus habitantes Nerén se había convertido en el salvador. Nunca nadie supo qué hizo y cómo lo hizo, simplemente había rescatado el mundo acuático quizás de qué atrocidad. Nerén nunca externalizó su cruce fortuito, ni tampoco que había palpado más arriba del mar. Se reservó su experiencia fantástica. Su roce con la superficie fue su secreto propio, porque no quiso que nadie experimentara nunca lo que él vivió gracias a aquel pequeño encuentro inexplicable.
Un nuevo día, Nerén se armó de valor y con la excusa de ir a recorrer el océano en solitario, nadó motivado a aquel lugar prohibido, pero que él había descubierto que podía ser todo lo contrario. No sólo quería volver a experimentar esa luz y ese celeste seductor, por sobre todo tenía la esperanza de reencontrarse con aquella silueta de colores nuevos y estampe tan diferente a lo que Nerén jamás imaginó ver, pero tan parecido en forma y sentido que solo podía pensar en encontrárselo y conocerlo. Descubrir quién era y de dónde venía.
Cuando llegó a la superficie, dudó unos segundos de volver a cruzarla o no, sin embargo, esa calidez que había experimentado días antes, lo obligaba a continuar. Al cruzarla, aún con miedo, volvió a sentir su piel erizada y entendió que le gustaba. Contempló ese color celeste que inundaba todo ese panorama perpetuo. Una enorme bola era la única figura que decoraba aquel paisaje, era grande y vigorosa, a tal punto que Nerén no pudo mirarla fija sin encandilarse. Cuando nuevamente se volvía a acostumbrar a aquel ecosistema, comenzó a planear hacia dónde podría dirigirse para poder reencontrarse con aquel misterioso galán. Nadó por encima de la superficie, siempre con su cola por debajo del mar, hacia rumbo indefinido. Sentía cómo las ráfagas aéreas rozaban su rostro y cabellera, y cómo la piel se secaba con aquella extraña energía cálida e inofensiva. Poco a poco el agua comenzó a moverse de olas perturbadoras, de oscilaciones revoltosas y movimientos desafiantes. Esa capa azulina se tornaba nuevamente gris y confusa y el cálido espectáculo se mostraba cada vez más frío y constante. Sin previo aviso, aquella esbelta figura se presentaba en frente de Nerén. Ahí estaban esos ojos profundos y sublimes, esa piel oscura y atrayente, esas alteas y extremidades extrañas y hermosas al mismo tiempo. Se posó frente a Nerén, sin tocar siquiera el agua. Se volvieron a observar fijamente. Y de observarse, pasaron a apreciarse rendidamente. Hasta que Nerén no aguantó el silencio y le regaló sus primeras palabras:
- Soy Nerén, soldado de los siete océanos, vigilante de las aguas, protector de los habitantes del mar. Y tú ¿quién eres extraño amigo? –
- Soy Letarius, guardián del cielo y de los rayos del sol –
- ¿Cielo?, ¿Sol?, no entiendo tu lenguaje, Letarius –
- El cielo es todo el infinito azul, techo de nuestro imperio. El sol es nuestro astro rey, que nos regala la luz para poder vivir y nos da la fuerza para poder volar –
- ¿Son ustedes los seres que habitan por encima de la superficie? -
- ¿Son ustedes los seres que habitan por debajo de ella? -
Nerén y Letarius comenzaron a hablar de qué eran y qué representaban. Comenzaban a acercarse dentro de sus posibilidades. Nerén no podía sacar su cola del mar y Letarius no podía tocar el agua. Letarius era un Coelum, protectores de la luz del sol. Tenían grandes alas blancas que les permitían volar y proteger el basto cielo ante cualquier eminente peligro. Crearon las nubes, los vientos, la lluvia y los rayos para así emancipar cualquier tipo de vida que intentara apoderarse y robarse la luz del sol, vital para que los Coelumes puedan vivir y proveerse de su energía y motor para volar por los cielos azules. Su gran y mayor enemigo siempre fue aquel reflejo azul maligno, que deambulaba y se movía siempre por debajo de ellos. Según Letarius, eso que Nerén llamaba océano, era el principal usurpador de la luz solar. Por eso ellos creaban tormentas y neblina gris, para evitar que los rayos del sol tocaran aquel suelo hostil. Sus leyes impedían acercarse, mucho menos tocarlo.
Esa reveladora conversación enseñó a ambos lo que ellos y sus pueblos desconocían: el agua era el adversario que robaba la luz solar que los Coelumes necesitaban para vivir, y las tormentas que provocaba Letarius y sus legionarios para defenderla, era el rival que invadía la tranquilidad del océano. Entonces, debían concluir que eran enemigos. Sin embargo algo había nacido entre ambos que les impedía odiarse. Una energía superior al cielo, superior al mar, los conquistaba y atraía. No podían dejarse de observar, porque se habían conmovido de sus bellezas innatas. Sus diferencias y similitudes eran evidentes, y eso los atraía con un poder extravagante jamás experimentado por ninguno. Que les corrompía sus esencias defendedoras y vengativas de lo suyo ante lo desconocido. Sin embargo, lo desconocido, ellos mismos, no podían ser un opuesto inadvertido y amenazante, porque sus voces, sus palabras, sus contextos y figuras decían todo lo contrario. Uno se había ganado la confianza del otro. Esa tarde, gracias a conversaciones reconciliadoras, se habían aprendido a respetar, y luego a admirar. Guardaron su secreto. Nerén no podía revelar sus andanzas sobre la superficie, porque sus leyes se lo prohibían. Letarius no notificaría su conocimiento sobre el océano, porque su pueblo no lo entendería. Se reunirán nuevamente en aquel punto del universo donde los imperios de cada uno se tocaban por única vez porque querían seguir indagando sobre la diversidad del otro.
En sus veladas, tanto Nerén como Letarius, comparaban sus destrezas y pericias. Y se permitían asombrarse del otro. Al principio sus rivalidades estaban más expuestas. Nerén se mostraba como un galán de belleza superior. Con encantos de cantos. Con poderíos mágicos para levantar la tierra desde el mar y crear sus escudos entusiastas de protección. Se citaba como un tritón fuerte y valiente, que ponía a todas las creaturas oceánicas por delante de él. Se autocalificaba como un ser bondadoso que protegía otras vidas. Letarius por otro lado, se asomaba como un ser de fuerza y vigorosidad superior. De una velocidad al volar imperiosa. Con capacidades sobrenaturales de controlar el cielo, las nubes y las tormentas. Se autodenominaba una creatura poderosa e invencible. Si bien no defendía otros seres, protegía al ser más imponente y vital de todos. El astro rey era su fuente de energía y su fuente de inspiración. Poco a poco, las cualidades de uno, comenzaron a engatusar al otro. Se sentían atraídos por sus caracteres, bondades y peripecias. Eran tan diferentes y tan iguales al mismo tiempo, que abordaron un interés real y extraordinario en aquel ser que habitaba el mar, en aquel ser que recorría los cielos. Comenzaron a fascinarse en los entornos del otro, no sólo porque eran desconocidos, sino porque todas sus vidas habían creído que lo que venía después de aquella superficie era prohibido y lejano. Y ahora se convertía en interesante y cercano.
Pasó el tiempo. Nerén y Letarius transformaron en rutina sus encuentros. Cada día se reunían en aquella superficie que separaba sus mundos, para admirarse y contemplarse. Eso era suficiente, porque a veces las palabras sobraran entre ellos. Su hermosura era tan incólume, que no necesitaban decirse mucho para forjar entre ellos una relación inexplicable. Quizás eran sus diferencias físicas y la imposibilidad de tocarse si quiera la palma de la mano, que generaba entre ellos una necesidad mutua y propia. Conocieron sus valentías, sus personalidades, sus optimismos y sueños con el simple hecho de mirarse y fascinarse. Se suspendían en un sueño latente y tangible. Jamás ninguno imaginó sentirse tan atraído por otra creatura. En el imperio de Nerén vivían otras sirenas que habían flechado sus ojos y aletas sobre la imponente figura de Nerén para conquistarlo. A Letarius por su cuenta, le llovían propuestas de féminas de su misma especie para formar su nido propio. En la tradición del universo de los Coelumes, machos y hembras se fundían para formar su propio hogar, donde sobre una nube vivían juntos en la eternidad para procrear nuevos protectores del cielo. A diferencia de tritones y sirenas, quienes se fijaban entre sí para conllevar una vida marina en comunión constante y unir fuerzas para salvaguardar el océano. Tanto Nerén y Letarius jamás comprendieron con exactitud por qué nunca se habían decidido por elegir a una hembra de sus respectivas especies para continuar sus tradiciones maritales. Jamás habían experimentado una necesidad de apego, que superaba el físico, que superaba incluso la emocionalidad. Ambos comenzaron a desarrollar una relación peculiar de sensaciones vírgenes, que prevalecían sobre el cuerpo y que sobresalían la mente. Y en ninguna enseñanza del mundo Sireno o Coelum, se había explicado el sentir por una especie tan ajena y tan incomparable.
A medida que pasaban los días, los meses, los años, la relación secreta de Nerén y Letarius se iba convirtiendo en amor. Ambos comenzaron a entender que el otro le provocaba pura compasión, pura admiración. De la buena, de la que te glorifica el alma, las fibras y el corazón. Las alas de uno y la cola del otro comenzaban a molestarles, porque les impedían sentirse, tocarse y explorarse. Una tarde de sol calmo y aguas benditas, una tarde en que el paisaje eran sólo ellos en esa superficie que dividía sus mundos, se atrevieron a aventurarse a lo inusitado. Porque la necesidad de amarse tanto les obligaba a experimentar lo que más temían: rozarse, acariciarse, sentir la piel del otro. Temían de la consecuencia, si es que el físico de uno no soportara el cuerpo del otro. No eran criaturas hechas para amarse y ellos estaban rompiendo cualquier esquema. Pero ambos eran valientes, y estaban dispuestos a acarrear las secuelas que ese acto indebido pudiese someter. Nerén alzó su cuerpo hacia Letarius. Letarius se acercó al agua, casi al punto de rasparla con sus extremidades. Sería un momento de magia, por fin percibirían al otro de la forma más carnal de todas. Nerén elevó su mano en dirección a Letarius. Letarius inclinó la suya en dirección a Nerén. La mano alba y húmeda de uno acariciaría la mano marrón y seca del otro por primera vez. Los dedos les tiritaban. Una agitación infame porque podría pasar lo peor. Una vibración nerviosa, porque era la primera oportunidad en que ambos se vivirían desde una nueva perspectiva. Un estremecimiento amigo, porque era lo que ambos deseaban hacía años hacer. Los dactilares estaban a milímetros. Los ojos abiertos. El corazón palpitando con mayor rapidez. Las pieles erguidas de emoción. Cinco dedos enfrentando a otros cinco dedos. Una palma buscando a la otra. Se tocaron por primera vez. Se exploraron la piel. Las escamas se enaltecieron. Las plumas se agitaron. Las sonrisas afloraron. El miedo se esfumó. Ninguna consecuencia trágica. Solo impresiones mágicas. Era como si ambos seres volvían a nacer. Ahora el amor era real, era tangible, era concreto. Lo etéreo de conversaciones, de mirarse frente a frente con alevosía, se hacía mucho más suculento ahora que sus manos se tentaban por primera vez. Y se enamoraron aún más.
Esta nueva experiencia indemne hacía que los encuentros entre ambos seres tuviera un sentido mucho más cabal y satisfactorio. Eran cómplices de reuniones fervientes de un deseo legítimo de palpar sus pieles. No había nada que pudiese contrarrestar aquel sentimiento fértil y juguetón. Ahora estaban más completos porque sus pieles les permitían adivinarse, comprenderse y alimentarse las almas. Sin embargo, el amor es un acontecimiento sin límites, que cuando lo experimentas y crees que lo dominas, te hace soñar con más. Nerén y Letarius después de años de sólo conformarse con fricciones de manos y pieles multicolores, comenzaban a ser insuficientes. Aquel límite entre agua y cielo, ese mismo límite que antes era una división absoluta de dos mundos, ahora les impedía descubrir sus historias y sus naturalezas. Letarius deseaba conocer el mar, entender el océano y que un sistema de tanta paz y armonía, como describía Nerén, no debía ser un ladrón ofusco de sus rayos solares tan preciados. Nerén quería experimentar el viento, apreciar el aire cerrando sus ojos y percibir cómo golpeaba amigablemente su cuerpo tritón. Añoraba ese sol cálido y pertinente, quería sentir su calor pregonado más de cerca.
Intentaron buscar diferentes metodologías para desviarse de sus elementos vitales. Nerén intentó despojar su cola del mar. Letarius probó acariciar el agua. Buscaron fórmulas climáticas para que ninguno sufriera dolor alguno al salirse por completo de su ecosistema. La lluvia podría ayudarles, porque era el único elemento que ambos compartían. Pero no fue así, porque su humedad no era suficiente para uno, y era demasiada para el otro. Cualquier intento parecido, les impedía sentir la vitalidad necesaria para explorar las costumbres del mar y el viento en conjunto. Nerén no podía respirar si su cuerpo dejaba el océano por completo. Letarius no podía respirar si su cabeza se inundaba en el mar. Esa superficie había vuelto a ser perversa, porque ahora los separaba del unísono. Los separaba de amarse por completo. Lamentaron su impertinente destino, su amor imposible. Claramente no estaban creados para desearse ni para amarase. Sólo podían contemplarse y tocarse con cautela. Sólo podían acostumbrarse a aquello. Y no era suficiente.
A veces, muchos intentos fallidos, te desmoronan y te decepcionan. Y si bien es cierto, Nerén y Letarius nunca dieron su brazo a torcer, llegaron a un punto que la frustración y amargura de no poder amarse como sentían hacerlo, les robó la ilusión de poder algún día vivir en la armonía propia cuando dos seres se aman por sobre todas las cosas. Los años corrían, y las soluciones se agotaban. No tenían respuestas de cómo seguir construyendo un amor sin límites malagradecidos y sin superficies infames. No había ningún nuevo universo que los acogiera. Uno nadó por todos los mares posibles intentando encontrar un nuevo ecosistema que les permitiera reencontrarse. El otro voló por todo aquel cielo azul buscando y explorando un lugar recóndito que les cediera vivir su vida lejos de divisiones absurdas. Cuando se volvían a reunir para conocer si uno o el otro encontraban alguna respuesta en sus propios mundos que les permitiera unirse en la eternidad, la desilusión de no descubrirla les desgarraba las almas. Una tarde malograda y desfavorable, una tarde en que se les habían consumido las esperanzas, comenzaron a derramar lágrimas inadvertidas. De rabia, de tristeza, de condolencia. Lágrimas de compasión propia de su destino injusto. Dos seres, fuertes, musculosos y valientes, se doblegaban ante un sentimiento impotente de vacío. Se permitieron vulnerar por primera vez su recio estampe. Se permitieron externalizar su desconsuelo. Se permitieron aflorar aquellos sentimientos que eran una nueva sensación de amargura nunca curtida, que quizás entre sus pueblo era inaudito, pero entre ellos era lo justo de hacer. Lloraron con angustia no poderse amar por completo. Las lágrimas eran sinónimo de debilidad, pero no importaba serlo frente al otro, porque ellos se conocían tal cual, sin estandartes de héroes, ni de soldados, ni de protectores. Por primera vez en sus vidas, Nerén y Letarius se quitaron las máscaras de seres imbatibles e invencibles. Y hacerlo ante la presencia de su amado daba la entereza de conocerse mutuamente todas las facetas. Los egos entre ellos ya no existían. Y esas sensibilidades los transformaron en humanos por primera vez.
Los ojos mojados de Letarius no aguantaron contenerse y luego de que lágrimas recorrieran sus mejillas blandas, se permitieron caer al mar. El mar se las tragó hasta penetrar las escamas de Nerén. Esa sal de pena se confabulaba con la sal de mar. Por primera vez. Una luz desconocida comenzó a acercarse a ambos. Era nueva, sobre todo para Letarius, acostumbrado a reconocer rayos encandilantes de albor. Era el sol. Ese reflejo del sol se les acercaba más y más. Era inmenso, era magnífico. El sol por primera vez se posaba sobre el mar. Ambos se quedaron en silencio observando cómo ese sol de Letarius se arrodillaba sobre el océano de Nerén. Se quedaron perplejos e inmóviles. Eran los únicos testigos de una secuencia que el universo de alguno jamás experimentó. Y así, con ese paisaje solemne, el sol habló por primera vez. Letarius jamás lo había escuchado, incluso después de tantos siglos de protegerlo y alimentarse de él, Letarius nunca había oído el sol.
Su voz era terrenal y majestuosa. Mientras se posaba sobre el océano, se dirigió exclusivamente a Nerén y Letarius. Les hizo ver que él no necesitaba protección, porque el mar también vivía de su energía. Les explicó que para él, la fuerza del cielo y la fuerza del océano eran una sola, pero que la eternidad había hecho que entre ambos mundos se generara una rivalidad desconocida e incoherente.
Miles de siglos antes, tritones y coelumes vivían en armonía y compartían un mundo en común. Sin embargo, con el tiempo, la superioridad de uno exigía revalidarse ante el otro. El océano quería tener poder sobre el cielo, y viceversa. Esa rivalidad dio pie a guerras y traiciones. Después de siglos de lucha autónoma y sin llegar a entendimientos, el mar se separó del cielo, y por lo tanto, las creaturas que las habitaban también se habían desentendido. Había sido tanto el tiempo desde aquella irracional separación, que la circunstancia se había transformado en leyenda, la leyenda en mito, el mito en olvido y el olvido en ignorancia. Por eso, tritones, sirenas y coelumes eran creaturas, a los días de hoy, completamente olvidadas y segregadas unas de otras. Los seres del mar habían aprendido a vivir sin el oxígeno del aire. Y los habitantes del cielo habían desarrollado la habilidad de no requerir de agua para sobrevivir. Miles de generaciones posteriores habían creado supersticiones de las desgracias y vacíos que habitaban por sobre y por debajo de la superficie, hasta que Nerén y Letarius habían descubierto mutuamente que aquella línea que los separaba no era intocable, no era abominable y mucho menos peligrosa. Cuando el agua de Letarius transformada en lágrima se mezcló con el agua oceánica, fue cuando el sol pudo despertar de su silencio. Sin embargo, después de tantos siglos en que un mundo había aprendido a vivir sin el otro, las posibilidades de reunirlos se habían aniquilado. Había tan solo una fórmula para revertir la situación. Y Nerén y Letarius eran los únicos que podían descubrirla. Aunque hacía mucho tiempo que ellos ya la habían descubierto, sin embargo aún no lo sabían. El sol sólo les advirtió que su amor, puro y benigno, es lo único que podía romper aquella división sin sentido entre el mar y el cielo.
El sol regresó a su lugar habitual, sobre el mar y sobre el cielo. Y volvió a enmudecerse para darles a Nerén y Letarius el tiempo y espacio para descifrar cómo debían actuar y así volver a reunir a ambos mundos, para que la superficie marina dejara de ser un límite de división.
El amor es una fuerza que destruye cualquier malentendido, cualquier obstáculo, cualquier ruina. Entre caricias benévolas y declaraciones descubiertas de amor indestructible, Letarius y Nerén retomaron sus esperanzas perdidas para juntos encontrar la solución a su tan ambiguo destino. Tenían miedo, porque el sol nunca les explicó sobre alguna consecuencia favorable o perjudicial a lo que pudiese pasar entre ambos si se manifestaban su amor de una forma jamás planteada ¿Cómo conseguir sellar aquel amor que parecía imposible de la manera correcta? No sólo para que ambos mundos se volvieran a reunir, sino para que Nerén y Letarius puedan amarse sin prejuicios, y sin inconvenientes separatistas.
Compartir. Cuando amas a alguien, se hace más válido y evidente cuando lo compartes. Era el momento, entonces, de que Nerén y Letarius compartan su amor con sus pueblos y comunidades. Dedujeron que lo único que no habían hecho en todos estos años de amor clandestino, era justamente lo contrario. Ninguno había querido expresar sus sentimientos a otro que no fuesen ellos mismos. Abrir su relación era lo preciso de hacer, lo único que podría calmar tanta ignorancia y miedo entre dos mundos que no se conocían, no se comprendían, no se existían. Era la hora de armarse de valor y enfrentarse a los prejuicios desconocidos frente a las creaturas del mar, frente a los seres del cielo. No sería fácil, porque en la mente de sirenas y otros tritones no se concebía el hecho siquiera de subir aleteando a los confines que sobrepasaban la superficie. Por otra parte, no era sencillo explicar al resto de coelumes que aquel suelo en movimiento, azul y perverso, no era tal ladrón inescrupuloso como durante siglos creyeron.
Letarius voló por aquellos cielos inmensos. A medida que se iba encontrando con cualquiera de su especie, les exigía seguirlo y hacer correr la voz de que algo importante estaba por anunciarse. Entendió que no valía explicar de uno en uno, sino que era mucho más prudente reunir a todos los coleumes e invitarlos a acercarse a aquella superficie que robaba sus preciados rayos solares. Sólo acercarse, ni siquiera adentrarse, porque ahí, sobre aquella franja maligna, se revelaría un secreto de siglos. Quizás fue la voz grave y urgida de Letarius, o quizás fue la impaciencia sobre aquel secreto inédito que se desnudaría, pero cientos de coleumes residentes en su cielo infinito, siguieron el paso de Letarius para entender y confirmar qué era aquello tan revelador a punto de descifrarse.
Nerén nadó hasta el centro de 7 océanos. Desde ahí su mágico poder armó un nuevo escudo de arena. Esta vez no era para proteger a algún ser marino de ataques indescifrables, porque los mares estaban calmos, sino que para atraer la atención de animales marinos, sirenas y tritones. Cuando todos se reunieron en aquel punto extenso de agua, fue cuando anunció que una nueva era en el universo marino estaba por comenzar. No había que prepararse, sino que observar, entender y creer que lo venía sería para mejor. Nerén decidió actuar como un profeta apunto de aniquilar costumbres injustas de lo que había más allá de la superficie. Unos pocos incrédulos y desconfiados, por el miedo, decidieron quedarse en la profundidad. Sin embargo el anuncio estaba marcado y, porque Nerén era un tritón admirado en el mundo oceánico, muchos de sus discípulos optaron por escucharlo, creerle y seguirlo hasta aquel recóndito techo marino.
El sol era el testigo más atento. Letarius piloteó a otros coleumes hasta ese punto que separa el mar del cielo. Nerén nadó por delante de miles de creaturas marinas, guiándoles el camino hasta aquella superficie rechazada. La luz que provenía desde aquella línea comenzaba a tocarlos, a molestarles, a picarles las escamas. Los ojos de coleumes se abrían con congoja al ver cómo aquel suelo robaba los rayos solares que tanto celaban, pero Letarius ya había advertido que ninguno debía generar algún efecto climático para impedirlo. Era parte de la revelación que se anunciaría. Llegó el punto que Nerén se acercó de forma imprudente hasta la superficie. El resto quedó impávido observando cómo Nerén se acercaba a ella sin disimulos. Una extraña figura alba salía del mar incauta, y muchos coleumes se postraron en defensa frente aquella extraña silueta, que no salía por completo, sino que sólo asomaba su figura similar. Por encima de la superficie, cientos de siluetas extrañas posaban por sobre ella, sin tocarla, sin siquiera acercarse, mientras Nerén se asomaba por sobre ella rompiendo todas las leyes marinas aprendidas.
Letarius se acercó a Nerén, y en un gesto insólito, sin recelo o desenlaces paradójicos, acarició con sus manos la cara templada de Nerén, palpó su pecho benévolo y arrulló sus brazos afables. Ambos sonrieron y se despreocuparon de las miradas de asombro que estallaban por sobre y por debajo de ambos. Se acercaron aún más de lo que alguna vez lo hicieron. Era lo apropiado de hacer. Era lo que deseaban hacer. Y ahora, por primera vez, lo hacían incluso frente a testigos impávidos. Sus rostros nunca se habían percibido tan fuerte. Sus muecas de felicidad y alivio nunca se habían distinguido con tanta cercanía. Sus sentidos y tactos nunca habían advertido tanta entereza y placidez. Sus miradas obviaron cualquier estupefacción ajena a ellos mismos. La luz poderosa que provenía desde el sol brilló con mayor honradez, porque por primera vez los labios de Nerén y Letarius se dejaron tocar. Ese beso valeroso, intrépido y glorioso. Ese beso verdadero, dulce e histórico. Ni Nerén, ni Letarius, ni cualquier sirena, ni cualquier tritón, ni cualquier coleum, jamás nunca, habían sentido aquel placer puro y genuino. El sol resplandeció. Una luz fugaz encandiló al océano y al cielo. Era todo blanco y resplandeciente. Todos las creaturas submarinas y aéreas, por sobre o por debajo de aquella superficie, debieron cerrar sus ojos, porque aquel fulgor era inmanejable y corpóreo. Y en ese instante de lucidez ancestral, Letarius y Nerén se unificaron, tocando el mar y saliendo de él. Se envolvieron. Se amaron. Se amplificaron. Sus cuerpos se superaron. Su abrazo se propagó sobre la lejanía. La línea divisora se derribó por sobre y desde debajo. No desparecieron, sino que se transformaron. Ese amor fidedigno y auténtico transformó a Nerén y Letarius en uno solo. Uno que se extendió por toda aquella superficie. Y que sería indestructible. Todos los testigos se dejaron calmar por aquel paisaje imperecedero. Y ahí, el sol, revivió con su mitad superior por sobre el océano y su mitad inferior hundida en él, regalando tonos naranjos y rosas jamás nunca vistos. Nacía el horizonte. La valentía de dos seres disímiles, con la voluntad y deseo de ser uno solo, unieron aquellos mundos, arrasando con murallas superfluas y divisoras. Transformando al mar en amigo. Transmutando al cielo en un aliado. Por primera vez, después de muchos siglos, el horizonte se alzaba como un compañero entre seres acuáticos y seres voladores.
La leyenda del horizonte es, hasta hoy, una historia de amor que supera los miedos y las diferencias. Y que se enaltece como el lugar de comunión del sol y de todos los seres que habitan el cielo y el océano. Que ahora, al fin, son uno sólo.