

CHAT
2002
Eran las 11 de la noche y estaba bastante aburrido. No tenía ni sueño, ni hambre, ni ganas de ver televisión. Todavía era invierno aquel agosto del 99 y creo que jamás lo podré volver a olvidar. Fue esa noche donde comenzó todo. Y me arrepiento.
Yo decidí tomarme un año sabático. No porque fuera un flojo de mierda, sino porque mi inmadurez no me había permitido descifrar que cresta hacer en el futuro. ¡Pero qué esperaban, si sólo tenía 18 años! Mis amigos estaban todos, a esas horas, durmiendo o estudiando para un examen. Todos en sus nuevas vidas universitarias, haciendo nuevos camaradas tanto de estudio, de carrete, de la vida. Yo había conocido algunos, pero estaban tan metidos en sus nuevas facetas de potenciales adultos, que me costaba encajar con términos como cátedras, horarios vespertinos, solemnes, ¡qué era todo eso! Sin duda que la mejor decisión fue tomarme un año para pensar en nada, disfrutar de poder dormir hasta tarde, jugar computador, quedarme dormido a las 4 de la mañana mirando TV Cable y disfrutar mis jóvenes 18 años. Pero esa noche estaba aburrido, afuera llovía, y yo quería hacer algo diferente.
Me dirigí al estudio de mi padre donde estaba el computador para revisar mis mail y escribir unos cuantos. Por lo general no soy muy bueno para mandar correo electrónico, a menos que sea un cumpleaños o a alguien de quién no haya sabido hace mucho tiempo, pero sabía que esa tarea me iba a distraer un poco. Listo. Los 2 mails que me dieron ganas de responder ya los había mandado, así que me metí a distintas páginas en Internet: buscadores y páginas misceláneas de deporte, música y cine. Hasta que llegue a una página de chat. Era norteamericana por lo que estaba en inglés y desde el colegio no había vuelto a decir ni siquiera hello, pero me podía defender. Había miles de chatrooms, para jóvenes, para viejos, para universitarios, para quienes buscaban a su media naranja, para quienes querían conocer nuevos amigos, creo que me metí a todas y en cada una alcancé a estar a lo más 4 minutos, después ya me aburría. Las había conocido todas, pero había una que aún no exploraba, una que en su titular salía gaypeople. Esa palabra fue siempre un concepto que nunca me había detenido a analizar. En mi burbuja colegiala, plagada de pichangas, piscolas y amigotes, la utilizábamos para molestar a algún huevón que creíamos fleto, como el hermano de Carla, un chico alto, moreno, de ojos verdes y piel súper bien cuidada que tenía como 25 años y a pesar de que a las espaldas de la Carla siempre hacíamos burla de sus gestos algo amariconados, sin nunca tener la extrema certeza de que fuera o no fuera maricón, a mí siempre me cayó muy bien. Claro, nunca lo comenté entre mis amigos. No supe exactamente, bueno, ahora quizás sí, que fue lo que me impulsó a entrar a esa sala, sólo lo hice.
Estuve como media hora leyendo lo que se hablaba. Puras tonteras de fletos en inglés, imaginé. No me atrevía a escribir nada, no porque no sabría que decirles, ya que en los primeros diez minutos se me ocurrieron mil cosas que podía escribirles para molestarlos y para armar una pequeña discusión con mis virtuales acompañantes, sino porque la verdad no estaba muy seguro de mi inglés y de poder expresarme correctamente. Hasta que finalmente el llamado de un tipo que se había integrado hace tan sólo unos minutos a la sala, me llamo la atención: “¿Alguien habla español?”. Me quedé observando hasta encontrar a alguien que le respondiera. Nadie lo hizo. Volvió a hacer el mismo llamado, pero esta vez en inglés, y para su frustración, tampoco nadie le respondió. Mi nick era “José”, bastante latino. Había decidido ese nombre porque creí que nadie se iba a interesar en alguien con nombre así. Pero de eso no me percaté hasta que este chico con un nick bastante peculiar, “Greenboy”, apreció en mi pantalla de la nada para conversar en privado. “Hello, do you speak Spanish?” me preguntó, y yo, obviamente, no respondí. Creo que Greenboy habrá vuelto a repetir la frase en mi privado unas 6 veces más. Lo dijo en español y en inglés, hasta en un idioma raro que no pude captar. Me saludaba, me mandaba unas caritas sonrientes, pero yo no respondía. La verdad no esperaba que nadie se fijara en un “José” y no estaba preparado para conversar con una persona que fuera “gay”.
Después de unos minutos me animé a saludarlo. Mis manos sudaban un poco y estaba muy concentrado mirando fijamente la pantalla. Estaba sólo, mis papás se habían ido a Europa de viaje y mi hermana mayor estaba donde una compañera de universidad estudiando y se iba a quedar a dormir fuera. Sentía que podía responderle sin la presión persecutora que implicaba hablar con alguien como Greenboy. De a poco comenzamos a chatear, bueno, él más que yo. Me preguntaba de dónde era, cuántos años tenía, a qué me dedicaba y yo como una máquina respondía lo justo y necesario, sin tratar de entablar una conversación amigable o interesante. Greenboy estaba fascinado con el hecho de que yo fuera chileno, siempre le había llamado la atención conocer el Desierto de Atacama y así, poco a poco, él comenzó a presentarse sin que yo le preguntara nada. Mis respuestas eran ok, si, no, ¡bien! hasta que me empezó a intimidar, quería saber por qué yo no le seguía el ritmo y respondía sólo con monosílabos. Hasta que se atrevió a preguntarme si acaso yo era gay ¡Qué se creía! Sin pensarlo 2 veces le respondí que NO y sin él pedirme ninguna explicación yo le comenté que si estaba en esa sala era de pura curiosidad, que estaba aburrido y no tenía nada mejor que hacer. Y así seguí buscando excusas, desde las más tontas, hasta las más ingeniosas para decirle el porqué de mi visita en un chat que no me correspondía. A él pareció no interesarle mucho mis explicaciones. Comenzó a debatir que si estaba dentro de un chat gay era porque sin darme cuenta me gustaba un poco el cuento de los maricones. ¡Qué tipo más raro! Pensé. Mientras más me decía esas tonteras, más le contestaba. Yo me sentía ofendido. No paraba de agobiarme e impulsar la idea de que YO pudiese ser fleto ¡Qué mierda le pasaba por la cabeza! Insultarme de esa manera. Pero no se la iba a hacer fácil y me puse como un león cibernético a gruir para contradecirlo. Creo que habremos estado así al menos 45 minutos, los cuales se me hicieron cortísimos, hasta que se calmó la discusión y comenzamos a hablar más fluidamente de todo un poco, pero de nada relacionado con la cosa gay. Sin querer se nos hicieron las 5 de la mañana. Debo confesar que me había gustado la conversación con Fabián, porque así era como realmente se llamaba. Debo reconocer que luego de tantas horas de chateo, este personaje me había caído bien, a pesar de sus iniciales insultos. Usaba una intrigante ironía, un humor negro que era entretenido de leer y responder. Cuando nos despedimos le comenté que nunca antes había conversado con alguien que abiertamente se asumiera homosexual y que mi percepción hacia ellos iba a cambiar. Fabián agradeció y tecleó exclamaciones de risoteos para responderme: “¿Ves que te atrae un poco la movida gay?”. Yo esta vez no le respondí nada. Sabía que no era cierto y le dije que no iba a volver a discutir ese tema con él. Me pidió mi e-mail. Pensé 2 veces antes de responderle ¿Qué malo tendría en darle mi mail a un desconocido?, ¿Qué intención podría tener alguien tan simpático detrás? ¿Acaso inundarme con mail diarios? Y si fuera así, sería cosa de borrar tanta carta de mi lista de correos recibidos. No le vi mayor riesgo. Se lo di. Me despedí y me fui a acostar.
Voy a contarles un poco quien era este famoso Fabián antes de seguir con esta historia. Era venezolano, pero hace 1 año vivía en Miami. Se había ido a los Estados Unidos porque la empresa para la cual trabajaba lo había trasladado a su sede en Florida. Tenía 28 años, vivía sólo en un departamento muy cerca del centro de la ciudad, le gustaba mucho hacer deporte, ir a nadar a la playa, salir de compras y de vez en cuando salir a bailar. Desde que había llegado a Miami, muchos amigos no había hecho, por eso se había hecho adicto al chat, esperaba ampliar su círculo a través de la pantalla, aunque hasta el momento no había conocido muchos.
Al día siguiente, después de almorzar sólo en el comedor de diario, me fui al despacho de mi papá a revisar mis mails. Por lo general nunca lo hago, los reviso muy de vez en cuando, pero esta vez había algo que me motivaba a hacerlo, quiera saber, de pura curiosidad, si Fabián me había escrito o no, pero no tenía ningún mensaje nuevo en mi correo. No le di mayor importancia y olvidé por completo que había conocido en el chat a un huevón fleto.
No volví a ingresar a Internet hasta 4 días después. Esta vez mi intención no era revisar mi correo, sino que mi hermana me había pedido que le buscara unas imágenes en Imagebank para un trabajo universitario. Las fotos las encontré en unos minutos, yo pensaba que me iba a demorar un poco más, pero nada, en quince minutos ya tenía las fotos guardadas. Como tenía tiempo - bueno, no hacía nada en todo el día, así que el tiempo me sobraba - volví a revisar mi mail. Tenía 2 nuevos mensajes, uno era una cadena que me había mandado una amiga del colegio que no me detuve a leer y el otro era de Fabián. “Hola Jorge, ¿Cómo estás? Espero que muy bien, disfrutando de tus prolongadas vacaciones. Si te mando este mail, no es para molestarte, ni para incomodarte, es sólo para decirte que a pesar de tus 18 años, encontré que eres un tipo bastante maduro e interesante, que me caíste chévere y que me gustaría seguir en contacto contigo. La verdad, no me importa si eres o no eres gay, pero siento que podríamos formar una linda amistad, aunque sea a la distancia. Ok, no sé qué más contarte, si quieres responderme, yo voy a estar más que feliz. Un abrazo, tu pana (así le decimos a los amigos en Venezuela), Fabián.”
Después de leer el mensaje unas 3 o 4 veces opté por contestarle una respuesta corta, en la cual sólo agradecía su mail y que todo era recíproco. No escribí por escribir, lo hice porque realmente Fabián era simpático, interesante y sabía que podríamos hacer buenas migas, aunque fuese a la distancia. Quizás meses antes hubiese aborrecido tanta palabrería con alguien tan diferente a mí. Me resguardé en la idea que este año sabático me estaba ayudando a abrir la mente ¡Eso era! Me estaba transformando un tipo tolerante, ¡Qué maduro que soy ahora! Pensé. Mientras alababa mi crecimiento personal, mi casilla de correo recibió un nuevo mail. Era de Fabián. Me respondió de inmediato. En ese minuto una sonrisa se me plasmó en el rostro sin darme cuenta, hubo un minúsculo grado de satisfacción. Pero eso no lo pensé.
Así de mail en mail estuvimos en contacto por lo menos 1 mes, hasta que sorpresivamente en uno de los mails me preguntaba si me gustaría volver a encontrarme con él en el chat. En el mismo chat donde nos habíamos conocido, detallando la hora y el día del encuentro. No tuve el tiempo para responderle, porque el día del encuentro iba a ser el domingo por la noche. Era decir, en un par de minutos. Estaba comenzando a tomarle aprecio a Fabián. Sus mails me ponían contento. Dentro de mis días de ocio, los mails de Fabián eran un balde de energía que me motivaban a responderle y esperar ansiosos su nuevo mail. Mis días tenían una nueva pequeña razón para estar despierto y hacer algo, aunque fuese estar un par de minutos en el despacho de mi padre. Entré a la página gaypeople con el mismo nick con el cual había ingresado la última vez y esperé hasta encontrar a Greenboy. Cerré en el intertanto la puerta de la habitación, mal que mal mis papás habían vuelto de su viaje y mi hermana estaba rondando por la casa. Lo hice más que nada para que no vieran nada raro y así yo no tener que dar ninguna explicación de nada a nadie. Fabián apareció al rato después y nos saludamos afectuosamente en el privado. La conversación fue esta vez mucho más suelta, lo sentía como a un amigo que conocía hace mucho y ahora era yo quien hacía más preguntas sobre su vida.
De a poco fuimos entrando a un tema que la verdad quería tocar con él hace ya unas semanas, cuando los mail que nos mandábamos empezaban a no tener más contenido de lo que habíamos hecho en la semana. Esos mismos mails fueron despertando en mí una curiosidad insólita, porque me generaba empatía. ¡Oh, mi madurez! Pensé nuevamente. Comencé a preguntarle sobre su vida gay. De cómo se había dado cuenta. Si lo sabía mucha gente. Si había sido muy complejo entenderlo. Con querer, empecé a conocer detalles de su vida, que se me hacían cada vez más atractivas. En sus respuestas explicaba que el ser homosexual no era tan distinto a como pude en algún minuto de mi vida pensar que podría ser. Eran personas normales, con profesiones como cualquier mortal y que la única diferencia entre ellos con los heterosexuales era lo que hacían en la cama. Interesante. Siempre creí que eran personas degeneradas, sin recursos, psicológicamente desviadas, solitarias, drogadictas, promiscuas. La verdad, me sentía un poco imbécil por mi ignorancia tan demoledora. Fabián era un tipo con su cuento bastante asumido. No tenía complejos por el hecho de ser gay. Su vida en general había transcurrido con bastante normalidad. Criticaba a las sociedades latinoamericanas, tan estrechas de mente, incluida su familia que aún no lo aceptaba y que eso había sido decidor para aceptar la oferta de trabajo en el extranjero. - Ahora - decía - sería incapaz de volver a Venezuela. Aquí estoy feliz, no le doy explicaciones a nadie, no me escondo de nadie, no tengo nada que ocultar - Esa respuesta me pareció secretamente atractiva. Estuvimos nuevamente conversando hasta las 5 de la mañana, pero esta vez, la conversación además de entretenida había sido incluso educativa, por decirlo de alguna manera. Conocí una situación que antes jamás me había detenido a analizar que existía, porque siempre creí que si existía, estaba lejos de todo lo que tenía cerca. Creo que fue después de ese domingo que comencé a tomarle cariño al Fabián. Era un tipo auténtico, sin trabas, sin rencores, porque me costaba entender que no estuviera resentido con una vida tan miserable como la que tiene un maricón.
Los mails continuaron. Los acuerdos para conversar los domingos en la noche se convirtieron poco a poco en algo que ambos esperábamos con ansias durante toda la semana. Y en cada nueva reunión virtual yo aprendía algo nuevo de alguien con una vida tan distinta a la mía. Me hablaba de sexo, de Miami, de Venezuela, de su trabajo y de sus panas, de los cuales a mí me consideraba el más especial. Yo me sentía por debajo de él y que mi vida era cada vez menos interesante. Una vez le pregunté por qué le gustaba hablar conmigo: un pendejo de 18 años, al otro lado de América, que todavía vive con sus viejos y que no tiene nada de claro lo que quiere para su futuro. Él con una calidez que se transmitía por la pantalla me respondió:
Greenboy: Porque tienes una vida, que a pesar de ser tan aburrida, como dices que es, tiene una semejanza con la que yo tuve a tu edad
José: No te entiendo.
Greenboy: Jorge, no es que quiera encajarte en la cabeza una idea que quizás pueda estar incorrecta, sabes que yo no haría nada que te hiciera sentir mal, pero siento que a pesar de que aún no lo descubres, tú eres gay.
José: ¿Por qué dices eso?
Greenboy: Porque a pesar de que no te veo a los ojos, siento, por lo que me cuentas de ti y por lo que preguntas de mí, que tienes una especial curiosidad y no descarto la posibilidad que tú también puedas ser homosexual.
Yo me quedé perplejo con su respuesta, nunca me había planteado la posibilidad de YO ser gay. Fabián se había ganado mi confianza hace tiempo, y ahora sus ataques sobre esa posibilidad no me los tomaba como un insulto. Es cierto, reconozco que una vez, unas varias veces, me masturbé pensando en algún hombre, o peor, en alguno de mis compañeros de colegio y eso yo ya se lo había confesado en alguna ocasión a Fabián. Comencé a cuestionármelo y a replanteármelo todo, de por qué cuando pololeé con Sofía, los intentos de sexo que teníamos a mí nunca me satisfacían, que cuando veía películas o revistas porno, siempre me fijaba más en los minos que en las minas. Preferí terminar por esa noche la conversación con Fabián y continuaríamos como de costumbre la semana siguiente. Durante esa semana parecía una tumba. No salía de mi casa, me encerraba en mi pieza a mirar el techo. Le pedí al Fabián que no me volviera a repetir que él creía que yo podría ser gay. Él aceptó, pero me dijo que por mi bien era mejor que no lo descartara, que lo viera como una posibilidad y que si necesitaba hablar sobre ese tema él iba a estar siempre detrás de la pantalla todos los domingos. Y le agradecí.
Llegó la Navidad y me atreví a pedirle a Fabián su dirección en Miami para mandarle una tarjeta. A las 2 semanas estaba recibiendo un mail del Fabián agradeciéndome la linda tarjeta que recién le había llegado y que había puesto en su velador. Ese mail me lo escribía también para contarme que en los próximos días viajaba a Caracas a pasar las fiestas con su familia y que no podríamos contactarnos por chat hasta su vuelta a Miami el 3 de enero. Además me pidió que le diera mi dirección en Chile porque él también quería mandarme una tarjeta navideña o quizás una postal desde Venezuela.
Recibí una tarjeta de Fabián a las 2 semanas. Asumo que la esperaba hace días porque se me había olvidado la lentitud del correo postal. Mi sorpresa fue que dentro del sobre, además de la tarjeta, venía también una foto de Fabián. Yo no se la había pedido. En el reverso de la foto salía escrito: “Soy yo en una playa en South Beach, me la tomé hace 1 mes, así que está bastante reciente... cariños, tu pana”. Yo quedé atónito, nadie me había preparado para conocer a Fabián. Ni siquiera leí la tarjeta, subí a mi dormitorio, cerré la puerta con llave y observé esa fotografía detenidamente por un rato largo. Era mucho más bello de lo que me imaginaba. Un color de piel tostado por el sol y muy bien formado, sin ser puro músculo. Era moreno, de ojos cafés grandes, una sonrisa pulcra, de dientes blancos perfectos. Vellos negros y finos en el pecho, en las piernas y en los brazos. Verlo así, con una zunga negra que le cubría su bulto, y sin querer admiré que fuera divinamente dotado. En la cabeza y en el estómago sentí miles de revoluciones que me dejaron perplejo. Nunca antes había experimentado ese tipo de adrenalina, mucho menos por otro hombre. Pero eran revoluciones legales, verdaderas, de algo mucho más allá que un simple cariño; admiración, quizás. No. No era eso. La palabra no se me vino a la cabeza en ese momento, pero era algo así como hipnótico. ¡Qué sensación más rara!, pero no era nada de raro cuando noté la erección innata por debajo de mis calzoncillos y no me importaba que fuera por un hombre, es más, me sentía terriblemente cómodo. Muy lentamente, y en secreto, introduje mi mando por debajo del pantalón y comencé a masturbarme observando detalladamente la foto. No sentí ningún remordimiento después cuando me limpiaba con un pedazo de papel higiénico.
Después de unos días reconozco que lo comencé a extrañar. Su foto era una compañía sublime, pero quería más. Hasta que recibí un mail de él, contándome que ya estaba en Venezuela y me preguntaba si yo ya había recibido la tarjeta con “mi regalo de Navidad”. Cuando leí esa parte sonreí ¿Sería entonces buena idea mandarle ahora yo una foto mía? Por una parte encontraba que era justo que ahora fuera él quien me conociera físicamente, pero por otro, me daba vergüenza. No me encontraba tan atractivo, al menos no tan atractivo como Fabián, como para mandarle mi foto a nadie. Le respondí ese último mail preguntándole que era lo que esperara él que yo hiciera. Como me temía, su respuesta en su siguiente mensaje era que se moría de ganas por saber cómo yo era físicamente y que las descripciones online no eran suficientes. Esa tarde estuve buscando en todos mis álbumes de fotos, cuál era la que creía yo más correcta mandar. Tenía fotos viejas, en las cuales me veía muy niño, otras de mis vacaciones en Marbella, donde me veía muy gordo, con mis compañeros de colegio para nuestra fiesta de graduación, pero no estaba sólo, hasta que encontré una que mi mamá me había sacado más o menos en la fecha que conocí a Fabián, para terminar un rollo fotográfico que tenía de su viaje. Salía sólo, de cara, con una sonrisa poco expresiva. Era una foto que a nadie le hubiera servido, que a nadie le interesaba y que nadie pretendía guardar como un recuerdo valioso. Era una simple foto de mi rostro. Perfecta. No quería generar demasiadas expectativas.
No recuerdo cuánto tiempo pasó exactamente antes de que volviera a saber algo de Fabián. Estábamos en periodo de fiestas, por lo que era más difícil poder encontrarnos frente a la pantalla, mal que mal él no había estado con su familia hace más de un año y era lógico que dentro de sus principales intereses en ese período era estar con los suyos en su país natal. Unos días después de año nuevo, Fabián me mandó un mail desde Miami. Estaba muy contento porque sus días en Venezuela habían sido alucinantes. No tanto porque disfrutó de vacaciones y pudo estar con su familia, sino porque su padre lo había vuelto a abrazar después de tanto tiempo en que no le dirigía la palabra. Había aceptado el hecho de que su hijo fuera diferente. Y eso me llenó de alegría porque esa tan cruel imagen que tenía sobre los gays, sobre su soledad y marginalidad, estaba cambiando. Fue un simple mail que me invadió de esperanza: Los diferentes, no eran tan diferentes. En el post-data, Fabián me escribía que esperaba ansioso mi fotografía. Yo había guardado la foto en un sobre cerrado con la dirección de Fabián ya escrita en el envoltorio. Al día siguiente lo primero que hice fue ir al Correo a enviar la carta. Nervioso la deposité en el buzón. No sabía qué esperar como respuesta y me agobiaban mil posibles respuestas. Me impacientaba el hecho de que quizás mi cara fuera desilusionante. Era rara tanta preocupación. Nunca me pareció importante sentirme atractivo físicamente para alguien, y ahora por primera vez estaba ansioso por entender si podía o no ser lo suficientemente guapo para que otro hombre se fijara en mí.
2 domingos siguientes, la conversación que esperaba ansioso tener llegó:
Greenboy: Jorge, te debo confesar algo. Pero por favor, no te lo tomes como una ofensa, ¿OK?
José: No… no, dale.
Greenboy: El viernes me llegó tu fotografía
José: ¿Y?
Greenboy: No pude evitar masturbarme mientras la observaba. Eres un chico bellísimo. Jamás te imaginé así. Esa carita tuya ¡Por Dios, chico, me sacaste de quicio! Sé que ahora debes estar alterado por lo que te acabo de decir. No te lo tomes como algo despectivo o irrespetuoso, porque yo a ti te respeto mucho y sé que no te gusta toda esta parafernalia. Es que no lo pude evitar. Imagino que debe ser extraño para ti que me haya hecho una paja con tu cara. Pero me pasan cosas contigo. No quiero confundirte ni mucho menos que esto cambia nada, porque creo que no le debes dar la importancia que imagino le debes estar dando.
Fabián se dio mil vueltas en una explicación sin sentido. Yo al otro lado del mundo, estaba alucinando de que él me haya encontrado guapo, de la misma manera que yo lo encontraba a él. Pero no quise corresponder sus palabras, porque no me atrevía a asumir que yo a él también lo encontraba seductoramente atractivo. No. Aún no estaba preparado para confesar algo así. Sólo me limité a responderle que no se urgiera tanto, que todo estaba bien. Que yo no me hacía problemas. Y a través de la pantalla se calmó.
No pasaron muchos meses antes de que lo inevitable ocurriera. Es que tantas confesiones, tantas respuestas intrigantes sobre toda esta nueva forma de vida tan desconocida para mí, tantas frases descomplicadas y directas por parte de Fabián sobre mi propia vida, sobre aquella posibilidad de que yo pudiese ser como él, pero que me limitaba a creer porque no podía serlo. Tanto de todo. Me agobié. Otra vez me tomaba un año sabático. Me compliqué. Comenzaba a asumir lo que no quería ser. Pero ahora había alguien más en el mundo que podía ser como yo. Quizás había más. No lo sé. Tampoco me di el espacio como para averiguarlo. Sólo quería que Fabián fuese el único. Sin querer comenzó a convertirse en mi refugio, y con querer necesité desahogarme. Sólo con él.
Un domingo de mayo, recuerdo, la conversación comenzó a tornarse algo más distinta al tipo de conversaciones de las cuales estábamos acostumbrados. Después de muchos meses que quise decírselo, me atreví a confesarle que yo también me había masturbado con su foto. Él quedó atónito detrás de la pantalla. Demoró mucho en responderme. A mí me sudaban las manos. No esperé a que me dijera nada y mientras escribía no podía creer lo que hacía. Le decía a Fabián que hacía tiempo venía considerando lo que tantas veces me trató de explicar. Yo, quizás, era gay. Fue en esa conversación que yo le planteé a Fabián por primera vez que lo quería averiguar.
Greenboy: Hay muchas maneras de hacerlo, lástima que no estés tú acá o yo allá, porque no quiero que experimentes con un cualquiera, además no conozco la movida gay en Chile, y no sabría recomendarte ningún lugar o a algún conocido.
José: La verdad, no me atrevo, me da susto, no sé si lo hiciese aunque tenga la oportunidad.
Greenboy: ¿Y por qué no?
José: Me da miedo que me quede gustando.
Greenboy: ¿Miedo?, ¿Miedo a qué?... ¿te da miedo ser gay?.
José: Sí
Greenboy: ¿Por qué?
José: Porque jamás me había planteado mi vida de esa manera, no conozco a nadie, y me da un miedo terrible quedarme sólo, porque comprenderás que ni mis viejos, ni mis amigos lo aceptarían.
Greenboy: Me tienes a mí, ¿o no?
José: Si, pero tu estas muy lejos.
La conversación se fue volviendo cada vez más complicada para mí. Él en muchas cosas tenía razón, y yo quería que tuviese razón. No estaba preparado para asumirme gay y en ese momento, me prometí a mí mismo que jamás lo sería, no podía serlo. Fabián me comentaba que uno no podía elegir ser o no ser gay, uno es gay y punto y no hay vuelta atrás que darle. Pero no. Testarudamente yo no. La evidencia de Fabián a que tome una decisión se hizo presente en cada una de nuestras conversaciones, incluso en los mail que me mandaba. En algunos momentos me llegó a molestar de que fuera tan insistente, pero igualmente leía los enormes discursos que escribía sobre que el ser gay no era ningún pecado. En mi inconsciente así lo sentía, pero no me atrevía a reconocerlo. Y esa angustiante incertidumbre me tuvo mal por bastante tiempo. No hablaba con mis amigos, sólo con Fabián. Me alejé de los carretes, de la vida social, pasaba horas metido en la cama. Cuando mis papás estaban en casa, apenas hablaba con ellos, me sentía sólo, porque no podía contar con nadie que me ayudara a salir de este incómodo titubeo, más que Fabián, que a pesar que le tenía una enorme confianza y cariño, se me hacía poco. Necesitaba a alguien que me aconsejara, que me hablara a la cara, que me digiera que no era malo ser gay y Fabián estaba muy lejos.
Una vez me preguntó si alguna vez me gustaría tener sexo con él. Yo le confesé que efectivamente se me había pasado por la cabeza, pero que en el momento no sabría si hacerlo o no. No sabría cómo. Pero después de hablar sobre que Fabián y yo pudiésemos tener sexo, me inundó un deseo desconcertado de escucharlo. Tenía sus ideas, tenía su cara, pero no tenía su voz. Comprendí, de un segundo a otro, que quería sentir su acento y su respiración. De escucharlo y no leerlo. Se lo propuse con seguridad. Esa noche estaba sólo en casa y sin pensarlo le escribí por la pantalla el número de teléfono de mi casa. A los segundos sonó el teléfono. Lo dejé sonar. Me sudaba el cuerpo. El estómago estaba revuelto de puro nervios. La boca seca. Dejó de sonar. Volvió a escribirme. Le dije que ahora sí. Sonó el teléfono nuevamente. Después del primer timbre contesté. Su voz era melódica. Su seguridad era intensa. Me sentí como cuando nos conocimos por el chat la primera vez, nervioso y complicado, respondiendo solo con monosílabos. Él confesó estar muy nervioso también, pero que le encanta el acento chileno. Mi acento chileno. Su acento caribeño era sexy. Nuestros acentos se mezclaban y bailaban de un auricular a otro. Ya ni recuerdo lo que hablamos. Y tampoco recuerdo cómo, solo sé que mientras lo escuchaba yo levitaba. Fueron 20 minutos. Tiempo suficiente como para después de colgar, encerrarme en el baño y descargar toda mi calentura sentado sobre el wáter.
Debo confesar que no me sentía orgulloso de cómo me revoloteaban las hormonas por otro hombre. Pero al mismo tiempo lo disfrutaba. Estaba complicado, alterado e irritable. Todo me enojaba, todo me parecía desagradable y molesto. Excepto los domingos, cuando hablaba con Fabián. Cuando estuve al borde de mi desesperación, casi en una depresión, mis padres me llamaron la atención. Creían que me faltaba madurez y que necesitaba cambiar de ambiente, conocer otras realidades. Me lanzaron un salvavidas y me ofrecieron un viaje al extranjero donde yo quisiera. La cara me cambió después de la noticia, porque el destino lo tenía claro: Miami. No esperé hasta el día siguiente para contarle a Fabián la noticia. Estaba realmente entusiasmado y ese entusiasmo lo transmití lo mejor que pude mientras tecleaba el mensaje. El domingo, cuando conversamos nuevamente, me confesó que la noticia le había caído bastante bien, que también estaba muy contento, nervioso por otro lado, pero más que nada impactado y se había quedado boquiabierto mientras leía el mail. Desde ahí comenzamos a organizar distintas cosas que juntos podríamos hacer durante mi viaje. Me alojaría en su departamento, pero él, muy caballero me cedía su habitación y él se quedaría en el sofá, yo con mucha picardía pensaba que quizás no iba a ser necesario, pero preferí no hacerle ningún comentario, a lo mejor ni siquiera con él me atrevía a experimentar. El motivo principal de mi viaje sería conocer en persona a Fabián y de tener la oportunidad de descubrirme con alguien de confianza, atractivo y cariñoso, que hasta ese entonces creía podría ser el único en el planeta con quien podría querer experimentar mi sexualidad.
Todos los miedos y cuestionamientos se fueron disipando. En mi cabeza no había espacio para comprender lo que implicaría o no ser gay. No había tiempo de calentarme el cerebro pensando en mi futuro. Mis neuronas solo se dedicaban a procesar lo que Miami implicaba.
Quedaban sólo unas cuantas semanas para que comenzaran mis vacaciones. Tenía el pasaporte, los dólares, incluso el teléfono de un pariente lejano que vivía en Miami. Lo único que no quise que mis papás hicieran por mí era conseguirme el alojamiento. Preferí decirles que de eso me encargaba yo mientras estuviera allá, así tendría yo la oportunidad de valérmelas por mí mismo, bueno, eso fue lo que les dije a ellos. Sólo me faltaba tener la confirmación del vuelo y los pasajes en la mano. En los últimos mails, Fabián se mostraba cada vez más entusiasmado con mi visita. Tenía ya todo un programa de cosas para hacer durante las 2 semanas que íbamos a pasar juntos, incluso para los días que él estaría trabajando, me dejaría en la playa durante el día y me pasaría a buscar en la noche. Según él, quería ser el mejor anfitrión que yo jamás podría tener en cualquier parte del mundo. Me decía que él no iba a hacer nada que yo no quisiera, que le tuviera confianza, porque él sobre todo me iba a tener respeto, que seríamos dos panas disfrutando del sol y de las playas en Miami. Todo iba a ser perfecto.
Y por fin llegaron los pasajes a casa, salía en el vuelo AA565 del domingo 13 de Julio a las 22:10 PM. Cómico, a esa hora y ese día, por lo general nos reuníamos virtualmente con Fabián para comenzar nuestro diálogo y poder soltar todo lo que no podíamos decirnos y contarnos en toda la semana. Esta vez sería distinto, podríamos confesar nuestras cosas a la cara y mirarnos a los ojos. Le envíe el que sería el último mail a Fabián antes de vernos las caras por primera vez, confirmándole la fecha, hora y número de vuelo en el cual llegaba. Él se había comprometido en ir a buscarme al aeropuerto, pero yo debía confirmarle la hora exacta de llegada. Faltaban solo 2 días para que me estuviera subiendo al avión, y aún no recibía un mail de Fabián, necesitaba leer “El lunes 14 de Julio estaré a las 8 de la mañana esperándote en el aeropuerto”, pero imaginé que estaría trabajando y no había tenido tiempo de responder el mail, como tantas otras veces había pasado.
Las 8 horas de vuelo directo a Miami se me hicieron eternas. Apenas pude dormir, pensaba en tantas cosas y mi estómago no paraba de hacerme cosquillas. Me imaginaba su casa, sus muebles, pensaba en él, en todas las cosas que habíamos conversado, en cómo iban a ser nuestras impresiones al vernos por primera vez, ¿nos daríamos la mano o un abrazo? La primera noche tomaríamos el vino que le llevaba, me diría lo contento que estaba de tenerme en frente, de lo guapo que era. Me acariciaría la mano derecha, se arrimaría a mí tenuemente y yo me dejaría agitar por ese rostro moreno, bronceado, glorioso. Sentiría los mismos sobresaltos que experimentaba antes de encender el computador todos los domingos, o cada vez que miraba su foto, o cuando leía su nombre en mi casilla de correos, o cuando lo escuché hablar por teléfono con su acento y sus palabras seductoras. Juntaría por primera vez mis labios con los suyos. ¡Ufff! Estaba ansiosamente feliz. No me interesaba conocer Miami, sólo me interesaba conocerlo a él, conversar con él, dormir con él, y a esas alturas del vuelo ya me había preparado para aceptar estar con él, en todo sentido, en cualquier sentido. Solo quería verlo, besarlo, quererlo, vivirlo. Ya estábamos a punto de aterrizar. Yo desde mi ventanilla miraba hacia abajo. Veía un mar celeste, con miles de pequeños techos de colores y me preguntaba cuál de todas esas pequeñas casas era la de Fabián. Saqué su foto de mi billetera, cerré los ojos, y esperé que el avión estuviera cien por ciento detenido.
Me bajé del avión, saqué mi mochila y no sabía exactamente hacia donde partir. Me dirigí a una de las salidas, pero no había nadie esperando. Busqué por todos lados, incluso le pregunté a un guardia con foto en mano, si había visto a ese hombre. Lo llamé, nadie contesto, pensé que a lo mejor esteba en camino, o que también me estaba buscando por alguna de las otras salidas, así que me senté cerca de la salida por la cual me correspondía llegar a esperarlo. De repente a lo lejos veo entrar a un hombre, con jeans azules, una camiseta blanca ceñida al cuerpo, tenía las mismas características de Fabián, era moreno, no muy alto, con brazos grandes y formados, esa persona buscaba a alguien por todas partes, se sacó los anteojos de sol y miró hacia donde yo estaba sentado, sonreí, pero él no me devolvió la sonrisa, menos cuando vi entrar detrás de él a una mujer embarazada que le tomó la mano y siguieron caminando juntos. Reconozco que casi me puse a llorar, de a poco estaba cuestionándome si hice algo mal, alguna indicación o mail no recibido. Pero seguí esperando. Esperé 20 minutos, 20 más, pasó una hora y media y Fabián no aparecía. Volví a llamar a su casa, pero nadie contestaba. Traté de relajarme. Salí a fumarme un cigarro y volví a mi asiento con le esperanza de que él estaría adentro, pero en eso quedó: en la pura esperanza. Pregunté en Informaciones dónde podría tomar un bus al centro y le mostré la dirección exacta a dónde pretendía ir. Para mi suerte ella hablaba español - bueno, en Miami quien no - y me dijo que esa dirección no quedaba en el centro, sino que en los suburbios de Miami y que la única forma de llegar hasta allá sería tomando un transfer. El más barato costaba 20 dólares. Iba sólo con una señora cuarentona, que al parecer no hablaba ni español, ni tampoco inglés. El único que me hablaba en un inglés en un acento jamaiquino bastante poco entendible era el chofer, pero la verdad estaba tan preocupado de no saber a dónde mierda iba, ni de saber qué mierda pasaba con Fabián, que no lo tomé mucho en cuenta. Después de que se bajara la señora, el jamaiquino me advirtió que el lugar donde íbamos era un condominio gigante, lleno de casas y departamentos todos iguales y que encontrar la dirección exacta iba a costarnos un poco. Apenas llegamos noté lo enorme que el condominio. Le pedí que me dejara en cualquier parte y yo después me encargaba de encontrar la casa por mi cuenta. Ya eran como las 12 del día. Yo estaba cansado. Y con un calor húmedo, de esos que la ropa se te pega a la piel, comencé a caminar con mi mochila al hombro de 32 kilos. El sudor nervioso corría por mi rostro. Habré caminado unos 50 minutos, hasta que encontré el departamento de Fabián. Me di unas 3 vueltas más para asegurarme que ese era el único con letra B-J 514 de todo el recinto. Y sí, esa casa era la de Fabián. Me saqué la mochila del hombro, me sequé la transpiración de la cara, hasta me puse un poquito de perfume que había comprado en el Duty Free y toqué el timbre. Nadie contestaba. Toqué la puerta, repetidas veces, y nadie la abría. Puse el oído en la puerta y comencé a escuchar detenidamente el más leve sonido que pudiera venir desde dentro de la casa. Efectivamente había alguien adentro, la casa no estaba sola. Volví a tocar la puerta, esta vez con un poco más de fuerza, incluso grité “¡Fabián!... ¿Fabián?” y nada. En esos momentos sentía todo y nada. Una mezcla muy particular de pena, rabia, impotencia y frustración. Me senté en el pasto, frente a la puerta de aquella casa pareada, que según los remitentes de todas las cartas que me llegaron de Fabián, era la de aquella persona tan amorosa, tan honesta, tan simple de la cual yo me había... me había... ¿enamorado?, no, no creo, obsesionado, puede ser. No podía creer lo que me estaba pasando, porque mal que mal si yo me hubiese equivocado de dirección, la persona que estuviese adentro me habría abierto la puerta y decirme que estaba equivocado. No, yo estaba seguro que ese alguien que estaba dentro y que no me quería abrir la puerta era Fabián. Estuve sentado como 3 horas y media, ya eran las 4 de la tarde y nadie se asomaba, ni siquiera por curiosidad, a ver quién era el pobre imbécil que estaba sentado afuera en el antejardín. Mi rostro me delataba. Estaba ofuscado y confundido. Mi cabeza agotada y mi corazón quebrado. Sencillamente no lo podía creer.
Con la poca dignidad que me quedaba, me levanté, tomé mis cosas y deje una pequeña nota por debajo de la puerta que decía: “No sé qué pasó contigo, Fabián. Sé que eres tú el que está adentro y que no me quiere abrir. No creas que te tengo rencor, al contrario, cualquier cosa que te haya pasado yo la voy a entender, es sólo que quería verte, quería abrazarte y decirte lo mucho que has significado para mí en estos 10 meses. Sólo eso. Si te arrepientes y quieres saber de mí, escríbeme un mail, tú sabes que voy a estar acá por 2 semanas. Ahora voy a ir a buscar un lugar donde dormir. Un beso, te quiere, Jorge”. Nunca me había despedido de Fabián con un “te quiero”, y no sé porque lo vine a hacer ahora, cuando lo que menos que sentía por él en esos momentos era cariño.
Llamé a aquel lejano tío. Le inventé una historia de cómo había llegado a parar a esa parte de la ciudad tan apartada, que el transfer se había equivocado o algo así. Me fue a buscar y me dejó en South Beach en un albergue juvenil bastante barato. Me pidió que por favor lo llamara de vez en cuando para saber cómo andaba y que uno de estos días me invitaba a almorzar o a cenar a su casa. No lo volví a llamar de nuevo. Estuve 2 semanas sólo en Miami. No disfruté ni de la playa, ni de los bares, ni de las tiendas, ni de la gente. Estaba frustrado, desencantado, decepcionado de la vida, de mi vida, de lo que me había pasado, de los maricones, de las personas en general, del chat, de las distancias, de las cartas, de las fotos. Medité en todo lo que había pasado, de todo aquello que en algún minuto llegué a sentir por Fabián, de sus mails y de nuestras conversaciones. En esas 2 semanas no hice nada más que caminar, pensar, dormir, y meterme a Internet en un Cibercafé todos los días a revisar mi correo electrónico, pero sin encontrar ninguna respuesta de Fabián. ¿Serán todos los fletos igual de maricones? Si son así, es porque todos son unos hijos de puta. Por suerte en ningún minuto de estos diez meses llegué a afirmarme a mí mismo que yo era gay y me hice una promesa: jamás, pero jamás iba a volver a confiar en un gay. Y yo, por mi parte, nunca iba a volver a dejar que todos aquellos pensamientos que alguna vez se permitieron invadir mis hormonas me volvieran a afectar, ni siquiera a tocar. Yo no era gay, yo no podía ser gay y después de todo esto, ni siquiera quería ser gay. Nunca más volví a recibir un mail de Fabián, ni a verlo los domingos en la noche.