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BÍCEPS

2004

- ¿Aló?, ¿Simón? –

- Sí – respondió Simón algo tímido e inseguro.

- ¿Cómo estás? –

- Bien… ¿Y tú? –

- Caliente – Simón no respondió nada, se quedó intranquilo, pero silencioso al otro lado del teléfono.

- Mira… lo que pasa… lo que pasa es que… no sé… –

- Tranquilo, ¿Qué edad tienes? – interrumpió Raimundo

- 18 –

- Ah! Eres un pendejito… me gustan los pendejitos –

- ¿Y tú? –

- 36 –

- … -

- ¿Te incomoda la edad? –

- No, pero pensé que eras algo menor –

- ¿Y qué tienes ganas de hacer? –

- Mmmm… no sé, dime tú… la verdad, no sé si esta es una buena idea, mejor lo dejamos para otro día –

- Como tú quieras… ¿Te gustaría juntarte conmigo mañana en la noche?

- ¿Juntarnos?, ¿En persona? –

 

Simón había quedado perturbado con la propuesta de Raimundo. Nunca antes había conocido a  nadie a través de un fono-chat y el hecho de no saber quién pudiese ser este recóndito personaje le ponía los pelos de punta. Pero ese mismo misterio le causaba una necesidad incontrolable de aventurarse a lo desconocido, de hacer una locura y dejarse llevar por lo prohibido. Quedaron de juntarse al día siguiente en un bar del centro. Simón no tendría ninguna pista para reconocerlo, sólo recibir una llamada a su celular al momento en que Raimundo entrara al local, por lo que debería llegar minutos antes de lo acordado para que lo pudiesen reconocer con mayor facilidad. La situación lo tenía algo neurótico y preocupado, pero no podía evitar sentir que lo que hacía era un mal necesario que lo tentaba. Después de años de sólo atreverse a escuchar a hombres sin rostro masturbarse cada vez que marcaba en silencio el número de teléfono que había encontrado en una página web, se juntaría en vivo y se dejaría llevar en el minuto a hacer lo desconocido. La voz de Raimundo, su edad y su empuje lo incitaba a no dar pié atrás y estaría puntual en el lugar acordado.

 

Con un vodka en la mesa y un cigarro en la mano, esperaba impaciente a la llegada de Raimundo. La curiosidad de verlo a la cara contribuía a que se mordisqueara los dedos y moviera incesantemente la pierna derecha. Habían pasado ya quince minutos y Simón se resistía a pensar que Raimundo le había jugado una broma de mal gusto. Quería que Raimundo se presentara. El valor ya lo tenía y las ganas de seguir lo impulsaban a esperar el tiempo que fuese necesario hasta que el condenado celular sonara. Pero lo que sonó fue un timbre que indicaba un mensaje de texto: “Dame 20 minutos, voy atrasado”. Simón algo se calmó, Raimundo avisaba que efectivamente aparecería, pero la ansiedad y los nervios aún se manifestaban: la pierna derecha simulaba un temblor y ya no le quedaba uñas en los dedos. 20 minutos y otro vodka más, 25 minutos y medio vodka menos, 30 minutos y por fin sonó nuevamente el celular. Antes de responder, Simón fijó su mirada en la entrada del bar y vio a un hombre de jeans y chaqueta de cuero con un moderno celular en la oreja. Era de pelo negro rapado, bajo, corpulento: era Raimundo.

 

Con una sonrisa estampada en el rostro Raimundo se sentó en la mesa y pidió un whisky solo. Al principio Simón sólo se animaba a mirarlo de reojo e inhalar una fumada tras otra.

 

- No fumes tanto, que te hace mal – comentó Raimundo para romper el hielo.

- ¿Te molesta?, si quieres lo apago – respondió acelerada y lerdamente Simón

- No te preocupes, soy un fumador social, pero aún no compro cigarros – explicó Raimundo mirando fijamente los ojos tímidos de Simón, con la misma sonrisa con la que llegó: coqueta y decidida.

- ¿Quieres? –  dijo tratando ser el caballero que siempre le inculcaron sus padres ser. Esta vez su caballerosidad se la transmitía a otro hombre, pero no le incomodaba.

- Eres muy lindo. ¿Sabías? – interrumpió con un tono de picardía.

 

Simón, a pesar de su corta edad, tenía rasgos muy marcados, se dejaba una barba a medio afeitar, por su altura y anchos hombros podía fácilmente hacerse pasar como un tipo de 25 o 26 años. Pero su inseguridad e inexperiencia lo delataban. A Raimundo los “novatos” le atraían y su inocencia lo seducía. Había hablando en unas cuantas ocasiones por teléfono con Simón. Raimundo, desde la primera conversación, siempre lo había incitado a que se juntaran, pero sólo había logrado sacarle unas cuantas pajas telefónicas, de quien ingenuamente le había mandado una foto por el celular sin exigir una a cambio. Desde ahí Raimundo fijó sus energías en conquistar a este “pendejito” sólo para llevarlo a la cama, pero después de intercambiar unas cuantas palabras en aquel bar, Raimundo no pudo dejarlo pasar: era armónica belleza que nacía desde los ojos color turquesa de Simón y terminaba en los masculinos movimientos de sus manos al hablar. No quería tenerlo una sola vez enredado en sus sábanas. Simón anunciaba ser un inexperto y Raimundo, soberbio, pretendía enseñarle, moldearlo según sus propias necesidades genitales y poder tener en Simón una suerte de títere, quien le sirviera en el futuro para satisfacer esas ansias carnales que caracterizaban a Raimundo como un tipo sórdido, inescrupuloso, capaz de hacer lo que sea por conseguir un acueste, más si su presa calzaba perfectamente con su prototipo favorito: niñitos lindos, rubiecitos y de ojos azules, altos y fibrados.

 

Raimundo lo tenía claro. Gracias a esa voraz habilidad para escanear a las personas, pudo identificar que por medio de hermosas palabras, tiernas declaraciones y románticas miradas, podría persuadir a Simón y lograr su objetivo. Después de que Simón ya tuviera 4 piscolas en el cuerpo, le propuso invitarlo a su departamento con la típica excusa: a tomar un café. Le pidió que no se pasara rollos, que podía confiar en él, que sólo quería conocerlo mejor y que en un ambiente más íntimo podrían relajarse un poco más. Simón no dudó en responder que sí, pero que él debía volver a su casa no más allá de las 4 de la mañana. Eran sólo las 12, había tiempo suficiente.

 

El departamento de Raimundo era uno muy pequeño. Algo sucio: la cama estaba deshecha, un gato dormía en el único sofá del living, y sobre la mesa del comedor habían 2 gigantescos tarros de una leche en polvo, “Una es energizante, y la otra son proteínas, ideales para tomar antes de ir al gimnasio”, dijo Raimundo al ver que Simón las observaba con rareza. Raimundo era un fanático de la actividad física, iba al gimnasio todos los días después de la oficina, y los fines de semana al menos dos veces al día. Y se notaba, porque cuando se sacó la chaqueta, una ceñida polera revelaba un cuerpo bien trabajado, pectorales marcados y los brazos venosos y exageradamente voluminosos. Eso a Simón le gustó y comenzó a hacer preguntas sobre su gimnasio, sus rutinas, esos energizantes y proteínas. Fue descubriendo que esa obsesión que Raimundo tenía hacia su físico extrañamente le atraía. Cuando se acercó con una copa de vino, exponiendo sus brazos sin pudor, Simón se permitió olvidar por unos instantes su inseguridad y nerviosismo y se dejó llevar a lo que Raimundo hacía cada vez más evidente con sus palabras, miradas y roces.  Era su oportunidad para experimentar un acto tan simple como besar a alguien que no fuera del sexo opuesto y más aún  si éste era dotado de una figura tan deliciosa como la de Raimundo. Y se dejó besar. Se acariciaron. Se despojaron de sus camisas. Raimundo mostró cada parte de su torso con orgullo, especialmente al notar que Simón lo contemplaba alucinado. No podía creer que un hombre con el cuerpo de Raimundo estaba tocando vorazmente su debilucha contextura, se sentía mínimo en comparación a ese cuerpo maravillosamente trabajado. Simón apenas descubría unas calugas medianamente perceptibles, las cuales había conseguido gracias a las constantes pichangas con sus compañeros cuando aún estaba en el colegio. No era fanático del deporte, por lo que nunca se había preocupado de lograr siquiera la mitad de lo que Raimundo era. Simón estaba admirado, mientras Raimundo sólo sonreía cuando recordaba que su plan había funcionado. Había logrado llevar a un “pendejito” rico a su cama. Simón se dejó llevar por un entrenado Raimundo quien guiaba su lengua con experiencia. Por el cuello, por los hombros, por los pechos, por los pezones y por el ombligo, para detenerse en el cinturón y desprenderlo sin cuidado, bajar el cierre y poder explorar con facilidad la entrepierna de Simón, la cual desprendía un abultado miembro a través del calzoncillo. Continuaron durante violentos minutos así, hasta que Raimundo sacó un condón. Simón entendió al instante lo que sucedería e intervino para indicarle que él aún no estaba preparado para concretar algo así. Raimundo tiernamente lo miró a los ojos para decirle que debía confiar en él, Simón con una aprensión que no reveló terminó por aceptar, cerró los ojos y se apretó los dientes para evitar el dolor. El condón quedó cerrado en el velador y unas gotitas de sangre mancharon las sábanas rancias de Raimundo.

 

A través de simpáticas llamadas y románticas confesiones, Raimundo logró persuadir a Simón para volver a reunirse. Otra vez en el departamento de Raimundo, con las mismas copas de vino y las mismas conversaciones. Simón se dejó hipnotizar nuevamente por aquella desarrollada configuración muscular. No lo podía evitar: los brazos, los pectorales y el abdomen, las piernas y los vellos cuidadosamente recortados eran superiores a él. No podía sacárselos de su cabeza, quería verlos, quería tocarlos y volver a experimentarlos. Raimundo en seguida tomó la iniciativa y mientras besaba acalorado a un Simón que se dejaba llevar con los ojos cerrados, lo tomó drásticamente de los brazos y los ató en el respaldo de la cama. Simón reaccionó ante el inesperado proceder de Raimundo con confusión, evitó que lo amarraran y saltó exaltado de la cama, esos juegos eran lejanos a todo lo que él quizás había imaginado y no se sentía preparado. Raimundo estaba acostumbrado a conseguir lo que quería, estaba ansioso y deseoso de poner en práctica todas sus fantasías y no aceptaría un no como respuesta. Primero utilizó la cursi técnica de la mirada profunda exigiendo confianza, pero al ver que no resultaba tuvo que recurrir a un recurso algo más precipitado. Después de calmarlo un rato y evitar que arrancara del departamento, Raimundo fue a la cocina a buscarle un vaso de agua. Agua. Raimundo observaba con una sagaz mirada mientras Simón tragaba de un sorbo todo el contenido del vaso. No pasaron más de 20 minutos y Simón desbordado estaba amarrado a la cama con los ojos vendados disfrutando del placer que fogosamente le brindaba Raimundo. Después de casi 3 horas sin parar ambos ya agotados, Simón notó la hora, se vistió torpemente y antes de abrir la puerta del departamento, le regaló a Raimundo un dulce y tierno beso. Y medio confundido, con la cabeza punzante, pálpitos desacelerados y el estómago revuelto, caminó unas cuadras para tomar un taxi que lo llevaría de regreso a su casa.

 

Después de aquella segunda clandestina noche de sesiones de sexo descarriado, Simón estaba intrigado y confundido. No sabía cómo Raimundo hacía sacar a flote lo más profundo de sus fantasías, situaciones con las cuales Simón sólo se había masturbado. Él no se sentía gay, pero después de esas dos noches, comenzó a cuestionarse una bisexualidad latente. Quería seguir explorando. Pero tanto cuestionamiento lo dejaba en insomnio. Si, le gustaba ver un par de tetas, pero los bíceps de Raimundo eran superiores. Simón esperaba que fuese algo momentáneo, que cuando conociera una mina rica se pondría de novio y todo eso se le pasaría, estaba seguro de eso. Sí, seguro. Por ahora, sin embrago, quería desacumular todas las ganas carnales que tantas veces había querido soltar. Y con Raimundo lo lograría, sin duda.

 

Las íntimas reuniones entre estos dos amantes se convirtieron en casi una rutina. Con remordimiento Simón tocaba todos los jueves por la noche el timbre del departamento de Raimundo. Comenzaban con caricias, Simón recorría con las yemas de sus dedos cada músculo del cuerpo de Raimundo, trataba de ser romántico y cálido, pero inmediatamente Raimundo lo forzaba a intimidar de una manera más brutal. Los juegos con correas y pañuelos no fueron suficientes y así exploraron con esperma de vela y helado de vainilla, con hielo y aceites corporales, con látigos y disfraces, con dildos y juguetes. Y cada vez que Simón se ponía quisquilloso o inseguro, Raimundo le ofrecía un vaso de agua. Agua. Para Raimundo la cama se había convertido en un laboratorio, donde podía experimentar nuevas formas y placeres. Y Simón era su conejillo de indias. Sin embargo, Simón comenzó a sentir algo más que atracción física por Raimundo. Trataba de conversar y conocer algo más de su vida, aprovechaba cuando Raimundo acababa para preguntarle por su trabajo, por su familia y por sus amigos, pero no alcanzaba a escuchar una respuesta clara cuando Raimundo otra vez se tiraba como animal encima de él. Muchas veces Simón se sentía atropellado, pero con el pasar de las semanas, Raimundo se había convertido en una especie de tentación culpable, una droga corporal que le exigía volver cada jueves. Raimundo generaba una intensa dependencia sobre Simón, quien después de algún tiempo, comenzó a sentir que debía ponerse a la altura de su amante. Tomó la decisión de inscribirse en un gimnasio. La idea de encontrar una “novia” estable con quien poder recuperar el tiempo perdido – y ganado por otra parte – con Raimundo se veía cada vez más lejana. Quería un cuerpo como el de Raimundo. Se informó de dietas y sustancias capaces de acelerar su proceso, tenía miedo que algún día Raimundo dejara de llamarlo, dejara de buscarlo y había resuelto que la única forma de evitarlo era logrando su mismo nivel físico. Cuando Simón le comentó sobre su decisión a Raimundo, éste le hizo saber casi con disgusto que esa no era la forma como él lo quería y le prohibió siquiera inscribirse en el gimnasio. Simón acató la orden con tristeza, la rudeza con que a veces reaccionaba Raimundo lograba robarle ciertas muecas de impotencia a Simón, pero Raimundo lo solucionaba todo con un vaso de agua para bajarle los pantalones y aglutinar sus labios sobre su verga dura por horas.

 

Una tarde de sábado Raimundo llamó a Simón. Extraño, porque el jueves era su día. Lo esperaba en su casa y le tendría una sorpresa. Intrigado, Simón dejó todos sus planes de lado, tenía el cumpleaños de un amigo, pero inventó la excusa más creíble para poder ausentarse más temprano del asado que se había preparado. Llegó al departamento de Raimundo a eso de las 10 de la noche. Había ron, vodka y whisky. Pero Raimundo sólo le ofreció agua.

 

- ¿Y cuál es la famosa sorpresa? – Preguntó Simón.

- Ya está por llegar – respondió vivazmente Raimundo. 

En ese minuto sonó el timbre. Raimundo abrió la puerta y una enorme silueta se asomó entre las sombras del pasillo. Era Ismael. Un tipo de ojos pardos y piel oscura, corpulento, con un hoyuelo en el mentón y pelo engominado. Usaba el mismo tipo de poleras que Raimundo, de esas apretadas que muestran cada rincón de un pecho y abdomen sin dejar mucho a la imaginación. Era Raimundo versión mejorada, pensó Simón y una incontrolada erección comenzó a nacer por debajo de sus calzoncillos. Raimundo los presentó y le preguntó a Simón si le había gustado la sorpresa. Ismael se rió y le dio un apretado beso en la mejilla a Simón. Raimundo le ofreció algo para tomar a Ismael, quien guiñando el ojo, sólo pidió un vaso de agua. Los tres se sentaron alrededor de la mesa de centro. Nadie decía una palabra, hasta que Raimundo explicó que Ismael era un compañero del gimnasio y que, bueno, quería conocer a Simón un poco mejor. Simón sólo sorbeteaba el vaso de agua y bastó a que Raimundo mencionara la palabra “trío” para que la erección que tenía oculta Simón se hiciera evidente.

 

Comenzaron suavemente a besarse, Raimundo con Simón, mientras Ismael observaba y se acariciaba por debajo de sus jeans. Se sacó la polera para dejar expuestos sus músculos con mayor claridad, lo cual no pasó desapercibido para Raimundo ni mucho menos para Simón, quienes continuaron besándose con los ojos abiertos, mientras Ismael se acercaba a ellos para acariciarles los hombros. Se integró con besos alternados para Raimundo y Simón y de a poco comenzó a desnudarlos a ambos con una sagacidad y destreza como pocas. Bastaron minutos para que los tres hombres estuviesen sólo en ropa interior sobre la alfombra, acariciándose cada vez más precipitadamente. Simón se dejó llevar. Sus hormonas hervían dentro de su cuerpo. Su cerebro no computaba nada, sólo lo hacía actuar, a la vez que Raimundo e Ismael, sin palabras, le ordenaban eliminar sus calzoncillos y dirigirse al dormitorio. Los condones se quedaron dentro del jeans de Ismael.

 

Los tres conformaron un cuadro algo enredado sobre la cama. Uno con el otro, el otro con el tercero, el tercero con el primero y así juguetearon toda la noche. Ismael y Raimundo se apoderaron del culo juvenil de Simón, se turnaron para entrar sin discriminación. Confirieron su cintura rígida y usaron su cuerpo hasta desgastarlo. Simón no computaba, solo asentía que ese era su rol en un trío que bordeaba lo sórdido y colérico. Los brazos se mezclaban con las piernas. Las pelvis con las espaldas. La humedad corporal con la saliva de lenguas toscas. Los gemidos de dolor anal con el éxtasis de bocanadas sedientas de más. El sudor después de 1 hora de corrido era inminente. Las sabanas estaban empapadas y Simón sólo quería agua para continuar. Nuevamente agua. Las pieles seguían erizadas. La pausa no había calmado las ansiedades de ninguno y continuaron en un frenesí determinado de placeres soeces y borrosos. Las eyaculaciones dentro y fuera de Simón eran insaciables, sólo para dar paso a más enjundia carnal. No había cómo detenerse porque ninguno quiso parar, hasta que el cerebro de Simón se desactivó y cayó desmayado sobre los cuerpos sedientos de sus otros dos vecinos. Ismael y Raimundo se frenaron al ver que Simón no reaccionada con pequeños golpes en las mejillas. Uno por desilusión, el otro por preocupación. Hasta que después de unos minutos Simón volvió a abrir sus ojos con una jaqueca predominante que lo tenía atontado. Después de aquel susto y una vez que Simón recuperó sus sentidos a las 5 de la mañana, la noche finalmente acabó. Y una mezcla desconcertada de miedos desbordó la mente de Simón.

 

A la mañana siguiente, su papá fue a despertarlo. Se había dado cuenta que su hijo había quebrado las reglas de la casa, llegando pasada las 5 de la mañana. Para evitar un castigo, y conociendo a su padre, Simón tuvo que crear una mentira diciendo que se había quedado con una mujer y se le habían pasado las horas. Con esa mentira, el padre se sonrió y asintió que el suyo era un hijo de tigre y lo dejó dormir. Aunque Simón no pudo. Estaba desconcertado. Todo lo que había sucedido anoche finalmente había sido muy bizarro para él.

 

El jueves volvió a la casa de Raimundo. Esta vez Simón iba decidido a intentar terminar sus visitas y dejarse de ver, al menos, por un tiempo. Quería decantar todo lo que había pasado en los últimos meses y entender qué pasaba por su cabeza. Y mientras tuviese esos planificados encuentros con Raimundo, donde pasaba de todo, encuentros que si bien lo mantenían vivo el resto de la semana, según él, no lo dejaban entender qué estaba pasando con su sexualidad. Reflexionó de aquel ímpetu descontrolado y eufórico cuando Raimundo lo inundaba de agua adictiva que lo calzaba a comprometerse con sus fantasías latentes y concretas. No era normal. O quizás sí lo era. No era lo correcto, pero por eso era que le gustaba. Raimundo cuando escuchó todas estas pendejadas lo mandó a la mierda y le hizo ver que hace rato Simón se había hecho gay. Y si, podía ser una alternativa, pero era eso, una alternativa. Simón quería explorar otras. No estaba decidido a asumirlo tan tajantemente. Su cabeza estaba confundida. Toda su vida se imaginó con una chica a su lado y aún le costaba concebir que podría hacerlo con otro – o muchos – hombres. Necesitaba tiempo y espacio para entender. Raimundo se rió en la cara de Simón de tanta estupidez sin sentido, porque sabía que en menos de una semana regresaría a su cama. Simón le pertenecía, ya lo había cazado y sabía que lo tenía en la palma de su mano. Le ofreció un vaso de agua. Agua otra vez. A los minutos Simón terminó sobre Raimundo, sin ropa y exigiendo más fuerza en la penetración. Y ahí estaba el condón dentro del velador,  que a esas alturas, nadie se acordaba de él.

 

Simón dentro de todo, intentaba ser un tipo precavido. Esta vez, volvía preocupado y con remordimiento a su casa. Era tarde y hacía frío. Meditó sobre la culpabilidad que sentía cuando hacía el recorrido nocturno cada jueves hacia la casa de Raimundo. No concebía cómo Raimundo finalmente lograba hacer con él lo que quisiese. Al principio era todo una novedad por explorar, pero ya se estaba transformando en una adicción sin sentido. Claro, Raimundo y su traficante retórica. Lo engatusaban para darle a entender que el goce es una necesidad humana y que no tiene nada de deshonesto. Que los límites no son tales y que no existen las reglas dentro de una relación sexual. Que las exposiciones físicas, los juegos, los experimentos son patentados deseos y que se tiene mayor placer sin el bendito plástico. Mal que mal había sido así desde el primer día y también lo había sido cuando tuvieron el intemperante encuentro con Ismael. Después de esa noche, esperó unas semanas y se las ingenió para robarle una gota de sangre a Raimundo, sabía que si le proponía ese tema tan complicado, como hacerse juntos el Test de Elisa, Raimundo otra vez reaccionaría de mala manera. Y eso prefería evitarlo.

 

Dentro de sus jugarretas sexuales, nunca se había tocado siquiera el tema de masoquismo o el placer a través del dolor. Simón había aprendido también a cómo engatusar a Raimundo, los temas sexuales y las nuevas posiciones eran su debilidad. Se las ingenió con un alfiler clavándole la punta, que ese dolorcito sería recompensado con un enrome placer. Y Raimundo accedió sin tapujos.

 

Observaba detenidamente el pequeño frasco donde había podido depositar las gotas de sangre que le robó a Raimundo. No sabía a quién dirigirse y cómo hacerse los  exámenes. No se atrevía a llevárselos al médico cabeza de la familia de Simón, mucho menos acercarse al Centro Médico privado al cual estaba acostumbrado a ir. Por internet encontró la fundación ProSida donde la discreción era un pilar. Le costó llegar. No por la ubicación, sino que de alguna manera le daba pavor la idea de entrar y enterarse de lo peor. Tuvo que esperar angustiantes 3 semanas para ir a buscar los resultados. Antes de recibirlos, el sicólogo de la fundación tuvo una corta conversación con Simón sobre las posibles reacciones humanas respecto a la noticia de ser positivo. Le entregó el sobre. Simón salió al parque de la esquina. Abrió el papel. Los resultados eran claros. Los exámenes indicaban que Simón tenía principios del VIH en sus células, en cambio, los de Raimundo eran negativos. La vida es un injusta mierda y ahora aparecía en un devastador examen médico que Simón tenía Sida. Estaba deshecho. El miedo le roía cada neurona. La incertidumbre a algo tan desconocido que le provocaba náuseas y sin consuelo comenzó a marcar el número telefónico de Raimundo, pero no encontraba respuesta. Quería repudiarlo, sacarle la cresta como pudiese. Le hervía la cabeza, el enfurecimiento no lo dejaba reaccionar con calma. Corrió. Corrió por casi todo Santiago sin rumbo. Lloró. Lloró de pena y rabia; el peor llanto. Odió a Raimundo. Necesitaba odiarlo a la cara. No sabía cómo. Fue hasta su edificio. Subió los 3 pisos hasta su departamento y la puerta estaba sin llave. Lo esperaría ahí, sentado y se dejaría sorprender por la reacción que tuviese al verlo. Para calmarse, Simón se tomó un vaso de agua, raro, el sabor era distinto a los miles de vasos de agua que Simón había ingerido durante todos esos meses. Se desesperó, algo raro intuyó en ese segundo y comenzó a inspeccionar con desesperación todos los cajones de la cocina. Descubrió un pequeño frasco con polvillo blanco que descuidadamente Raimundo había dejado sobre el microondas. No eran ni proteínas, ni vitaminas, ni energizantes. En ese instante entendió por qué aquella inocente atracción se había convertido en una absorbente infusión, por qué se sentía culpable cada vez que se despedía fríamente de Raimundo después de eyacular, por qué se obligaba a dejarse hacer lo que a Raimundo le apetecía, por qué se exigía dejarse tocar de la manera que Raimundo lo hacía, por qué su inconsciente lo manejaba del tal manera para que Raimundo siempre se saliera con la suya y por qué disfrutaba tanto la segunda parte del sexo, la más salvaje, la más fuerte, la más vulgar, la segunda parte que sólo se manifestaba después del vaso de agua. Un simple vaso de agua. La etiqueta del frasco decía “Oxitocina”.

 

En silencio Simón con los ojos hinchados y enrojecidos esperó desnudo a Raimundo sobre la cama. Esta vez fue Simón quien despiadadamente se lanzó sobre el fornido cuerpo de su víctima, eliminó sus calzoncillos, lo tomó por detrás, le abrió las piernas y lo penetró sin cuidado, sin reparo y sin condón. Le tomaba con desenfreno el cuello, mientras le daba fuertes golpes en los glúteos. Raimundo gozaba, le gritaba, le exigía más y Simón con despecho y con los ojos teñidos de ira y veneno movía su cintura para devolverle con odio en la sangre, una droga mucho más dañina que el propio GHB. Esa noche, Simón le anunció que no quería volver a verlo y sin dejarle pedir una explicación, dejó a Raimundo tirado sobre las mismas sábanas en que Simón se apretó los dientes para hacer algo de lo cual nunca estuvo seguro.

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