

ÁLEX
2012
La fiesta prometía. La fiesta gay más grande prometía y viajé casi 1000 kilómetros – en avión – para vivirla. Llegué al hotel, me duché, me puse la ropa que tenía preparada desde hace una semana, me tomé un trago de vodka y salí. La fiesta prometía.
Habían muchos hombres, todos iguales: Rapados, musculosos sin camiseta, tatuajes, droga, botellas de agua, roces, lenguas, manos desorbitadas que tocaban lo que se les cruzara por delante. Música. El típico dance que nos gusta tanto y que se repite en cada fiesta que vamos. Baile. De aquel que no nos deja latir el corazón tranquilo, y lo hace palpitar con más revoluciones. Humo. Ese que te ciega, pero que no te molesta. Luces. De colores y brillantes, pero nunca tan poderosas para no dejarte ver con claridad quién está al frente. Sin duda, esa fiesta era un torbellino de placeres, de seducciones, de excesos, de sexualidad, libertad y tanto otros adjetivos que se me vienen a la cabeza, pero que ya ni recuerdo. En la mitad de todo eso estaba yo, con mi fiel botella de cerveza en la mano, observándolo todo y con unas viciosas ganas de fumar. El calor del lugar no me dejaba respirar tranquilo, pero no importaba, mi cuerpo se adaptaba sin pudores al ambiente. Y con querer, mi sonrisa comenzó a aflorar. Lo admito, mi sonrisa es la única arma de seducción con la que cuento. Ni mis pocos músculos, ni mi camisa abierta hasta por debajo del pecho, ni el perfume esfumado en el cuello a esas alturas, me podían hacer partícipe de las miradas clandestinas y directas que entre los otros se hacían entre sí a expensas mías. ¿Era momento de sacarme la camisa?, los 6 meses de no-gimnasio se notaban, y la verdad, no creía que sería una fuente de atención. Continué con la estrategia de la sonrisa.
La pista de baile y los miles de tipos casi desnudos que rondaban y bailaban era un espectáculo digno de grabar, era el perfecto inicio de una película porno y eso mi cuerpo lo asintió sin preguntarle nada a mi cerebro. El hombre piensa con la verga, así que dejé mi cerebro descansando y me decidí a actuar. Debieron haber sido las horas, el sudor, el alcohol y las pastillas que ayudaron a que los otros comenzaran a prestar atención a mi sonrisa de manera más constante. Unos cuantos sonrieron de vuelta, otros incluso saludaron, unos pocos pasaron del saludo y me trabaron sin preguntar hacia la pared para besarme. Mis hormonas querían reventar. Sabía que en esa multitudinaria fiesta habría sexo en algún cuarto escondido. Ni en los baños o los más estrechos pasillos encontrabas hombres arrodillados o con los pantalones en los tobillos. El lugar era enorme y clandestinamente turbio. Miles de escaleras te llevaban a ninguna parte y por ninguna de ellas encontré siquiera escenas inspiradoras para bajarme el pantalón y ponerme en acción. Con uno sólo, con 2 o con 10, no me importaba, sólo quería sexo con un cualquiera. El morbo de no saber el nombre y apenas reconocer el rostro del otro, era un impulso mayor a esas alturas de la noche. Pero la solución llegó sin avisar. Un tipo de 1.80mt de pura belleza muscular me tomó del brazo en la mitad del pasillo. Me miró a los ojos. Clavó su pantalón contra el mío. Sin decir una palabra me indicó una escalera misteriosa que no había visto y me señaló acompañarlo. Esa debía ser la escalera que me llevaría al paraíso carnal del cual tanto me habían hablado mis amigos que hacía famosa esa fiesta que prometía. No lo dudé si quiera un minuto. Tanteé por sobre mi bolsillo los condones y el sachet de lubricante y lo seguí. Cada escalón que subía implicaba un paulatino oscurecer de luces, dejando mi sentido auditivo más expuesto a los gemidos de placer y mi sentido del tacto más aventurado a esos cuerpos desconocidos. Habré identificado por lo menos a unos 35 hombres semidesnudos a mí alrededor, ninguno con rostro, sólo se distinguían por una ínfima luz de color rojo que apenas dejaba ver las siluetas morbosas y los movimientos pélvicos que implicaban un desorden mutilado de deseo. El tipo con el que subí se abarató sobre mi cuerpo y comenzó a apretarme los abdominales gastados, a sobajearme por debajo del calzoncillo y sin darme cuenta me vi con los pantalones por el suelo y él mamándome la verga que solo quería explotar de felicidad orgásmica. Las manos intranquilas de mis vecinos se apoderaron de mi culo y sus lenguas sucias sobre mi cuello y eso no lo puedes controlar, son las reglas del cuarto oscuro. Mi cerebro volvió cuando escuché por primera vez la voz de mi contraparte y despertó reordenando todos mis pudores. El tipo quería llevarme al baño contiguo y derramar por sobre mi peludo pecho su lluvia amarilla. No. Soy una persona sexualmente tolerante, pero tengo mis límites. Fue ahí, gracias a un alarmante pálpito cerebral que los olores y sabores se tornaron amargos y esquivos. No nos habíamos besado y la verdad, después de esa angustiosa propuesta ni siquiera me atrevía a hacerlo. Me subí el pantalón y bajé por esas escaleras hasta reencontrarme con la luz discotequera para calmar la tensión que de un minuto a otro me hizo cuestionarme haber llegado a la fiesta que prometía. Quería sexo, respiraba sexo, pero no a ese nivel. Debía ir a buscar mi chaqueta y marcharme al hotel, pero llevaba recolectando hace días una acumulación que debía eliminar urgente desde mis testículos y el contexto, incluso con esa última solicitud, seguía siendo aún más poderoso. La fiesta que prometía, debía prometer y me negaba a regresar al hotel sólo.
Una botella de cerveza recién abierta se convirtió nuevamente, muy fiel, en mi compañera. Traté de ubicarme apoyado en la barra, para contemplar desde ese podio la pista de baile. Otra vez esas figuras danzantes mostraban ser el perfecto inicio de una película porno, y como hace días venía imaginándome partícipe de una, pero en vivo y en directo, afirmé que subiría nuevamente las escaleras, esta vez sólo, mirándola sin disimulo y fijamente. Un amigable “hola” fue lo siguiente que escuché.
- ¿Te puedo decir algo?, eres el hombre más guapo que he visto en toda la noche – me dijo. Me di vuelta, divisé los ojos verdes más exorbitantes que jamás haya visto.
- Gracias. Tú no estás nada de mal – le respondí sólo a esos ojos.
- Eres diferente. El único con camisa. El único con más cabello y menos barba. El único que no se confunde entre todos estos clones. El único que parece hombre – contestó sin siquiera prestar atención a mi tan educada respuesta. Me sonrió, se sonrojó y fue ahí que noté lo perfectamente bello que era.
- ¡Vamos!, ¡No exageres! – le respondí sintiéndome el hombre más atractivo del mundo. Me inflé el pecho y le sonreí, pero no como las sonrisas que maquetaba para que alguien me saludara sino que esta vez sonreí de verdad.
- Te lo digo de verdad. Me gusta la gente diferente, sobre todo en este tipo de lugares, porque se muestran más auténticos, sin tratar de imitar a nadie, como yo – se confesó con algo de resignación.
Efectivamente, su barba y su cabello perfectamente engominado, dejando una prominente chasquilla que le cubría casi toda la frente eran lo único que lo diferenciaba del resto. Sus músculos, perfectamente depilados, sus jeans apretados y sus bototos de obrero, eran similares a los de todos los demás.
- Si fueras como los demás, te afeitarías la barba y te cortarías más el cabello – le dije con tono de burla.
- ¡Ya quisiera yo! – me contestó riendo – pero me gustan las barbras –
- Dame 3 días y me verás con barba. Así podré gustarte al 100% - bromeé.
- No, así estás perfecto – y con eso, me flechó por primera vez.
Pude haberlo llevado en ese minuto por esa oscura esclarea y cogérmelo, pude haberle hecho ver lo caliente que estaba, pude incluso besarlo en ese momento. Pero no, esas frases, que para cualquiera pudieron haber sonado cursi o hasta mentirosas, para mi fueron las palabras perfectas para conquistarme. Lo invité una cerveza y comenzamos a hablar. De lo básico y de los trascendente.
Era soltero. Tenía que preguntarle, ya que la fiesta estaba plagada de parejas que juntas o separadas participaban de una orgía de miradas. Creo que incluso vi por ahí una relación de 3 personas.
Era escritor. Decía estar trabajando en una novela hace más de 5 años, pero que había dejado de lado por tiempo, las incomodidades cotidianas y la inocuidad creativa lo mantenían alejado de esa historia que nunca comprendí de que se trataba. Su resolución para el siguiente año sería terminarla, pero había algo que en ese momento no me quiso explicar, que lo mantenía alejado de aquella pasión que ya no sentía tener tan a flor de piel.
Era un frustrado. De joven tenía toda la intensión de dedicarse de lleno a la escritura. Había estudiado literatura, decía saber mucho de poetas y autores contemporáneos y que su sueño siempre fue escribir su propia novela, pero que las circunstancias de la vida lo habían alejado de sus sueños porque no tenía la valentía para sanarse de los problemas que lo habían agobiado toda su vida. Nunca había publicado nada en particular. Sólo había vendido un par de cuentos cortos a un dealer que se hacía llamar escritor. Uno que compraba literatura ajena y ponía su seudónimo en ellos. A un publicista inescrupuloso que obtenía creatividad ajena, se hacía popular y se llenaba los bolsillos. Y eso era de lo que más se arrepentía. Porque sus cuentos eran buenos, asumí.
Era inseguro. Se sentía feo. ¿Pero cómo?, su belleza era tan obvia y tan maravillosamente dispareja a la vez. Su altura era la propicia, su estructura era la adecuada, su cabello brillaba de pura naturalidad, su boca era deliciosa. Y esos ojos… Esos ojos suaves y auténticos, verdes como el pasto que crece sutilmente en primavera y grandes como dos limones maduros. Sus pupilas brillaban con las luces estratosféricas que circulaban en esa discoteque, que no se lograban perder entremedio de toda esa gente. Esa mirada coqueta y sonriente, que si bien podía decírmelo todo en un parpadeo, escondían algo. No pude descifrar al instante si era un secreto, una rabia, una pena o una desilusión, pero fueron esas pupilas las que me obligaron a indagar más en él.
Era inteligente. No hablamos de política, de economía o de historia universal. Eso no es inteligencia. Su forma de comunicarse, de acercarse, de rozar con querer sus manos sobre las mías mientras me contaba de sus cosas y preguntaba sobre las mías. Su capacidad de hilar cada palabra en una sola frase y de hilar esas frases en una conversación cuerda y afín. Su versatilidad incierta para cambiar de un tema a otro con total coherencia. Eso es inteligencia.
Era un misterio. ¿Cómo esa inteligencia y belleza podía combinarse con esa inseguridad y frustración? Pude haber pensado que era un mafioso de la seducción y que era una técnica absurda para conquistar. Para robarle besos y sexo a un desconocido. Sin embargo, dejé que mi lado ingenuo se apoderara de mí y me dejé cautivar por esos ojos, por esas palabras, por esos gestos, por esas sonrisas y por esa persona que se mostraba inseguro y frustrado, cuando no debía por qué serlo. No le seguí el juego, pero lo seguí a él.
Su nombre era Alex.
Me confesó después de varias conversaciones sobre nosotros mismos, que cuando me vio pidiendo una cerveza en el bar, mientras yo miraba casi estático esa promiscua escalera, tuvo que plantearse por varios minutos si acercarse o no a decirme algo.
- Pensé que no me dirías nada, y me mirarías con desprecio – se sonrojó y miró hacia cualquier parte.
- ¿Por qué? – le pregunté extrañado.
- Porque estas fuera de mi alcance – dijo aún mirando a la nada.
- ¿De tu alcance?, ¿Qué alcance? – le dije casi riendo - ¡Es la tontera más grande que me han dicho! – continué sorprendido entre risas por aquella confesión – ¿No te has visto al espejo acaso?, eres más guapo que la mayoría de los idiotas que circulan por acá. Soy yo el bicho raro, soy yo el que no puede aspirar a tener a alguien con el cuerpo como el tuyo y que además tiene el rostro perfecto. ¡Ya me quisiera yo esos ojos y esa sonrisa!, ¡Ya quisiera yo tener esas manos gruesas y peludas!. No digas tonterías. El inalcanzable en esta historia no soy yo – le dije inspirado y terminé mirando yo esta vez a ninguna parte mientras sentía como sus ojos intrépidos se clavaban en mis palabras.
Este estúpido juego de egos duró un par de minutos más. Durante todo ese rato, discutiendo como niños que yo creía que él era más atractivo que yo, y que él creía que yo era el más guapo de la fiesta, durante todo ese rato que nos piropeamos con adjetivos que bordeaban lo ridículo y lo soberbio, fue cuando nos dimos cuenta que queríamos besarnos y no habíamos hecho nada para intentarlo. Callamos. Sonreímos cómplices. Sabíamos lo que queríamos, pero nadie se atrevía a hacer nada.
- Parece que tienes ganas de darme un beso – me lanzó la primera piedra directa y coqueta.
- Sí – le respondí seguro y casi desafiante.
- ¡Hazlo! – me dijo aceptando el desafío.
Necesito interpretar lo que fue ese beso con más precisión y calma. Necesito unos minutos para describir con mayor certeza cómo ese beso revolucionó mi piel, mis huesos, mis músculos, cada uno de mis sentidos y cada una de mis neuronas. De cómo fueron procesados esos labios y esa lengua cuando sin pedir permiso se aglutinaron sobre los míos. ¿Han sentido alguna vez como se estremece el estómago cuando se lanzan en un paracaídas a 3000 metros de altura? Pues yo nunca me he tirado en uno, pero puedo firmar ante cualquier notario que ese beso fue exactamente lo mismo. Podría decirse que fue como abandonar mi propio cuerpo y sentir que no existe ni tiempo ni espacio. Que todo se pierde y todo se gana al mismo tiempo. Ese beso fue descubrir un mundo nuevo e impensable de máximo placer. Mi físico y mi mente se comprometieron y se detuvieron hasta que volví a tocar tierra, justo cuando Alex me despojó de sus labios con ternura y delicadeza. Me bastaron unos segundos para despertarme y abrir nuevamente los ojos y verlo a él, frente a mí, sonriendo y saboreando aún las últimas gotas del mismo placer afrodisíaco que yo seguía experimentando. La palabra éxtasis se quedó corta.
Después de 5 cervezas. Después de 3 horas. Después de que se nos comenzaba a escapar la noche, le propuse a Alex irnos a mi hotel. Después de mirar su reloj y de darse cuenta que su tren salía en una hora más, su expresión me hizo entender que quería, pero que no podía. Ya tenía el pasaje comprado, le esperaban 3 horas de tren antes de llegar a su pueblo. Encogí los hombros y asumí que esos besos no se repetirían y que las ganas ocultas que tenía de catarlo por debajo del pantalón quedarían nulas. Le pregunté si lo podía acompañar hasta el tren, sólo para poder estar unos minutos más con él. Nos tomamos de las manos y salimos, al fin, de aquel antro.
Afuera hacía frío, muchísimo frío. Nubes tramposas decidieron que nuestro trayecto fuera un poco menos agradable, porque a los pocos minutos decidieron dejar caer gotas torrenciales encima de nosotros. Por suerte ni Alex ni yo fuimos tan estúpidos para dejarnos engañar y bajo el pórtico de un edificio, nos abrazamos y besamos para capear lo que pudo haber sido un resfrío inminente. Bajo ese pórtico fue donde me volví a subir a un paracaídas, para descender sin cuidado, de esos besos colmados de sensualidad y devoción. Era la mezcla perfecta, para el beso perfecto. La lluvia no nos molestaba, la saliva se mezclaba sin tapujos, nuestras manos comenzaron a recorrer las húmedas chaquetas que nos abrigaban y que comenzaban a incomodar, los pantalones abultados comenzaron a juguetear entre ellos y la luz del nuevo día comenzó de descifrar que la belleza que tenía en frente era mucho más que eso. Alex era sublime. Su aliento a amazonas me dejaba los pelos de punta. Su piel blanca, sus labios pastel, y su barba marrón eran complementarios en una armonía de colores. Y esos ojos verdes, que parecían brillar por sí solos, me obligaron a enloquecer.
- ¿Tienes planes para hoy? – pregunté.
- Pensaba limpiar algo mi departamento esta tarde y en la noche cenaré con una amiga – me comentó como quien le dice a un amigo cuales son los rutinarios y aburridos planes dominicales.
- ¿Puedes cancelar tu cena? – le dije atolondrado.
- Mmmm… No veo por qué no – comenzó a extrañarse. Lo que venía podría sorprenderlo.
- ¿Qué pasaría si te digo que quiero irme contigo a tu pueblo? – le dije mirándolo a los ojos. Esos ojos verdes.
- ¡Perdón! Me precipité, tienes tu vida que continúa, es que sólo pensé que sería… –
- ¡Vente conmigo! – me interrumpió - No quiero que esto se termine así. No eres un cualquiera, en estas últimas 4 horas me has revolucionado y quiero seguir así, aunque sean un par de horas más – lo dijo seguro y decidido. Esa seguridad me robó una sonrisa.
- ¡Vamos! No podemos perder el tren – le dije tomándole la mano y corrimos hasta la estación.
Compré un pasaje. Ese pedazo de papel confirmaba que cuando uno está de viaje, debe hacer lo que no haría en su día a día, pero también corroboraba que un día a día puede salirse de guión. Pudo haber sido un desliz sin importancia, uno más, como tantos que han venido y se han ido, pudo haber sido solamente una noche de fiesta y lujuria, pudo haber sido cualquier cosa, menos subirme a un tren para continuar y concluir lo que esos besos inspiraban, lo que esos besos transmitieron, lo que esos besos querían seguir descubriendo. Viajar 3 horas y volver un par de horas después parecían valer la pena. Todo por esos besos. Fui un inconformista, un desequilibrado, un vicioso, un irresponsable. Fui todo lo que nunca suelo ser. ¿Y qué? Alex era una droga mucho más fuerte que el éxtasis y yo quería seguir probándola.
Eran las 7 de la mañana. El tren iba casi vacío. La fuerte lluvia en el exterior provocaba en las ventanas al chocar contra ella de manera abrupta, una densidad que apenas permitía divisar el paisaje gris de afuera. No importaba. Alex era el mejor paisaje. 3 horas parecen ser mucho tiempo. Pero es el tiempo suficiente para identificar los muchos lados B que escondía Alex tras esos ojos. Esos ojos verdes.
Le pregunté con la intensión de amenizar el viaje sobre su familia. Existen todo tipo de familias: las unidas al extremo que no son capaces de separarse por mucho tiempo y mucho menos por mucha distancia. Aquellas que se reúnen todos los domingos después de la iglesia y pasan horas celebrando sin ninguna razón. Aquellas que se juntan a comer una vez al mes, pero se demuestran mucho cariño. Aquellas que se reúnen para eventos importantes durante el año, se saludan con educación y se sonríen falsamente. Y aquellas que ni Dios sabe por qué, nunca más se dirigieron la palabra. En esta última categoría estaba la familia de Alex. Padres separados por el odio entre ellos mismos. Una hermana drogadicta que nunca ha sabido cómo recuperarse porque nunca ha querido. Llamadas telefónicas dispersas sólo por obligación. Engaños y disturbios de herencias añejas. Sin duda, Alex había tenido una infancia que lo hizo madurar antes, rodeado de sicólogos innecesarios y de navidades solitarias. Alex edificó un carácter por cuenta propia y se había aferrado al cariño de nadie para construirla. Confesó que no le importó el rechazo de su madre al enterarse que él era gay, mucho menos el desinterés de su hermana por saber cómo y cuándo lo había descubierto. Su padre era el único que parecía mostrar algo más de disposición para profundizar en algo sobre la vida de Alex, pero se lo hacía notar con insulsas llamadas y poco contenido. Comencé de a poco a entender sus inseguridades. No pretendí ser un sicólogo más, sólo me limité a escuchar un desahogo inesperado que fueron acompañadas con unas lágrimas encubiertas y una forzada sonrisa para disimular la pena que le causaba hablar del tema. Cambié el tópico al notar su incomodidad.
Comenzamos a hablar de amor, un tema más enriquecedor pensé. De los suyos, de los míos. Ambos compartíamos el hecho de llevar ya varios años solteros. Yo por indeciso, él por opción. Yo por quisquilloso, él por inseguridad. Esa inseguridad, que hasta entonces no lograba entender. A medida que venían saliendo las palabras de su boca, comencé a entrever que su corazón había sido trastocado. El hecho de encontrarse feo y sin gracia no era solamente por verse al espejo y no gustarle lo que veía en frente. Su autoestima había sido atropellada por la inocencia de un primer – y único - amor engañoso.
Años atrás Alex confesaba ser una persona medianamente feliz. Esa única pareja había sido el equilibrio que él necesitaba para poder reinventar su vida. La persona que él más pudo haber admirado y amado era un tipo mayor, un profesor de secundaria que tenía ciertos contactos en la industria literaria. Un encantador autónomo que conquistaba con su labia a cualquiera. Alex se deslumbró por esa capacidad innata que tenía para caerle bien a todo el mundo. En esos años, Alex comenzaba a terminar la universidad y se promovía como una gran promesa de las artes escritas, al menos así lo consideraban en su facultad. Y aquel novio no era la excepción. Era el motor más grande de Alex y lo incitaba a cultivar su carrera para convertirse en el mejor. Alguien creía en Alex por primera vez, ya que sus padres nunca lo apoyaron en su naciente carrera. Tenía a su lado un hombre maravilloso que lo acobijaba y lo empujaba a cumplir sus sueños: escribir, escribir, escribir, “educar la mano y el alma” como le decía. Fueron años de una ilusión falsa y retrógrada, en la cual Alex había entregado todo, literalmente todo. Esa admiración lo cegó y lo forzó por medio de crueles mentiras a deshacerse de lo único que atesoraba como propio: sus cuentos. Este novio había sido aquel inescrupuloso “escritor”, que años atrás había publicado bajo su propio nombre una veintena de cuentos que Alex había escrito. Un día cualquiera, sin previo aviso, sin siquiera dejar una mínima huella, este maldito galán desapareció. Alex intentó buscarlo por todas partes, creía saber cómo, mal que mal habían sido 2 años juntos, pero como un mago profesional se había borrado del mapa, de cualquier mapa. Durante años se encargó de no dejarle a Alex ninguna pista clave para poder ubicarlo, ni un número de teléfono, ni un contacto o amistad en común, ni un mísero papel con una dirección. Nada. Era lo más extraño de todo. Textualmente nada. Era como si la tierra se lo hubiese tragado. Atónito, Alex había aprendido a asumir que lo habían abandonado sin una razón visible u objetiva. Y eso detonó en Alex mil miedos que aún llevaba a cuestas.
Meses más tarde vio en televisión el mismo rostro y la misma voz que durante dos años apañaron la vida de Alex. Esta vez lanzando un libro con aduladoras críticas. Un libro con nombre ajeno. En la librería de la esquina estaba la misma portada del libro que Alex vio en la televisión. El pseudónimo del autor era desconocido, pero la fotografía del autor en la contraportada era totalmente familiar. Era su ex publicando los cuentos que Alex con tanto amor había escrito para compartirlos, algún día, cuando se atreviese, con el mundo. Ya no. Alex confesaba haber sido un estúpido ingenuo, que sin querer se había enamorado de su enemigo más cercano. Lo abandonaron y a los meses vio publicadas sus historias con nombre ajeno. Toda esta ficción sonaba totalmente irreal y sin fundamentos, pero el rostro desfigurado de Alex mientras la relataba mirando al infinito decía lo contrario. Obviamente uno se pregunta qué pasó después. Pues bien, Alex cayó en una profunda depresión y ni siquiera reservó energías para buscar y enfrentar a nadie, mucho menos al gestor de toda la frustración de una persona arrastrada por la peor patraña que jamás pudo haber contando: la suya. No hay que ser sicólogo para entender las inseguridades y desgracias de Alex. Ahí comprendí un porcentaje importante de esos ojos verdes que tenía en frente y que dentro de ese tren se habían desnudado como nadie nunca lo había hecho delante de mí.
Aún quedaba una hora de viaje. Reconozco que no quería cambiar el tema, pero el mismo Alex fue quien me pidió a la cara hablar de cualquier otra cosa. Habían miles de preguntas que pude hacerle, pero por respeto a él guardé en el bolsillo de mi cabeza para comerme si la historia tenía conclusión. Lo más probable es que no.
¿De qué mierda hablo ahora?, me complicaba hurgar en cualquier otro tema que podía tocar las entrañas de Alex. Lo sentía incómodo con tremendas confesiones. Pero me tiró un muy interesante salvavidas: Sexo. El tema favorito por algunos, incluido yo. Supuestamente para eso había tomado ese tren, ¿No? Ciertamente Alex lo había pasado muy mal, pero no por eso iba a dejar de tener sexo y limitarse solamente a una paja matutina. El hombre tenía hormonas, y de las buenas. Sin tapujos, sin pudores, nos desafiamos a contarnos nuestras experiencias más recónditas. De aquellas que ni le contamos a nuestro mejor amigo.
Todos hemos hecho locuras, aunque más bien son exposiciones literales de nuestras fantasías más recónditas, de aquellas que sólo nos atrevemos a experimentar o cuando estamos con alguien de mucha confianza, o todo lo contrario, y tenemos sexo desconocido con un cualquiera de una sola noche. El alcohol y las drogas influyen en que nos atrevamos a exteriorizar y verbalizar nuestros deseos. Esa estúpida explicación me ayudó a vincular lo que quería hacer con él, en ese momento, en ese lugar. Sí, en ese lugar. Era ahora o nunca. Lo tomé de la mano y disimuladamente nos fuimos al baño del tren en movimiento. Como dos vándalos, primero entró él y esperé un par de segundos cerciorándome que nadie me viera ingresar. Observé que la señora que estaba en el asiento más cercano efectivamente estuviera durmiendo y entré al minúsculo baño, de sólo un metro cuadrado. Sin embargo, el tamaño pasó a tercer plano cuando lo vi a él incómodamente inclinado sobre el WC y los pantalones abajo, dejando expuesto un miembro avasallado de dureza innata. Ese era el tamaño que importaba, no otro. Su sonrisa pícara me indicó que le urgía una mamada y quién era yo para negársela. Otra vez estaba experimentando la sensación paracaídas, esta vez aglutinando mis labios, lengua, paladar y glándulas sobre esa verga dotada de hermosura, de vellos marrones y toscos que olían a sudor masculino erotizante. Fueron los 5 minutos más sicalípticos de mi vida. ¡Qué palabra más rebuscada!, pero es que la sensación fue igual de rebuscada. No estaba solamente cumpliendo mi fantasía de mamar una verga como esa en un pequeño lavabo en movimiento, sino que para mejor, era con Alex, y aún mejor, era su verga, y no la de cualquier otro.
Salimos del baño con sonrisas de silencio y confabulación, y cuando nos volvimos a sentar en nuestros asientos, y aún ambos con una disimulada erección bajo el pantalón, nos tuvimos que volver a levantar: habíamos llegado a su pueblo.
Teníamos prisa, debíamos continuar con el pequeño, pero potente, preview que habíamos comenzado en el tren. Pasamos rápidamente a beber un café y comer un croissant antes de irnos directo a su hogar. Eran ya las 10 de la mañana, pero el éxtasis que implicaba Alex era una droga tan irresistible, que al igual que una pastilla, el sueño o cansancio estaban controlados y el deseo no las dejaba salirse con la suya. En 10 minutos de caminata, donde el inverno era aún mas recio, sobre todo a esas horas, el calor que sentíamos y la rapidez de la caminata nos ayudó a despojarnos de chaquetas y parcas para caminar sólo con camisa y los pantalones que a esas alturas aún nos seguían molestando.
Llegamos y apenas sacó las llaves de su bolsillo para entrar yo me disparé sobre sus hombros y comencé a besarle el cuello, la nariz, los ojos, las mejillas, las orejas. Él me tomó por la cintura, cerró la puerta para continuar lo que habíamos comenzado en el tren. Nos despojamos torpemente de zapatos y camisas, la ansiedad no nos permitía hacerlo con precisión, pero debíamos eliminar cualquier inoportuno elemento que nos impidiera apreciar nuestras figuras exhibidas a la luz agobiante de aquella mañana que entraba por la ventana. Su cuerpo expuesto fue la sensación apasionada más penetrante de todas, sus movimientos perfectos cultivaron en mí el ímpetu aún más escandaloso de repasarlo con mis sentidos por todas partes. Pero no, debía disfrutar cada segundo sin agitación y preservar ese momento de lujuria como la mezcla más sórdida y piadosa de mi vida. Lo alejé de mi cuerpo, me senté sobre un desordenado sofá y lo observé. Dejé impresionarme por tal espectáculo. Era insuperable. Sus vellos insertos perfectamente apilados unos tras otros sobre esa piel canela. Su carne soberbia, colmada de venas juguetonas que se sobre posicionaban en sus brazos y piernas y cada músculo perfectamente trabajado armonizaban con su suave brisa corporal. Las nalgas incitaban a explorarlas y morderlas, eran dulces como manzanas y duras como el pulcro metal que cubre un auto de súper lujo. Su fachada indemne y traviesa, como el de un escolar inocente que recién comienza a jugar con el sexo, divinamente ajustado a los colores aromáticos que componían su rostro. Y esos ojos. Sé que he hablado de esos ojos verdes, pero ahora, viéndolo desnudo, esos ojos se relucían aún más. El paisaje era conciliador como el amanecer, podría haberlo contemplado por horas, pero la imperiosa calentura era superior y me abalancé sobre aquel panorama corporal llamado Alex.
Comenzamos amorosamente sobre el sofá a besarnos los labios, mientras dejábamos jugar a nuestras duras vergas uno sobre otra, como las espadas de dos esgrimistas. Sus manos no me dejaban quieto. Rosaban con delicia mis pezones y abdomen que se movían al son de los besos que ahora ya habían llegado al ombligo. Lo volteé para tomar el control rodeando sus piernas por mi cintura, y en un acto de contorsionismo volví a chuparle el miembro y dejarme seducir por el olor insigne de su sudor. Mi garganta explotaba de pasión al sentir como su glande se acomodaba en mis amígdalas y las golpeaba con el movimiento sinérgico que producía su cintura. La saliva se me escapaba de la boca para humedecerle la pelvis y el escroto golpeaba dulcemente mi barbilla. Sus gemidos me incitaban a hacerlo aún con más efusión y conseguir el objetivo de sentir sus primeros fluidos recorrer mis labios libidinosos. Me tomó del cuello y en con veloz ajetreo, revirtió las posiciones para poder disfrutar con mi enervada verga sedienta de besos lúbricos. Me acariciaba el trasero con sus dedos indagando llegar a la gruta que secretamente dirigía hacia el sexo gay más puro y duro. Eso no fue hacer el amor, eso tampoco fue una caída en paracaídas, eso fue la enajenación carnal más pulcra que jamás nadie haya experimentado. Nunca he estado en la luna, menos hacer pruebas astronáuticas, pero no pongo en duda que la fuerza que concebí al sentirlo dentro mío fue aún más fuerte que la de gravedad. Levitamos sobre ese sofá. El sexo nos elevó a una sintonía de confusiones emocionales y físicas más fuerte que la experiencia de pisar la luna por primera vez. Me sentía más importante que Armstrong. Intentamos que durara lo más posible, pero la eyaculación que guardábamos a regañadientes nos exigía explotar. No fuimos capaces de perseverar un rato más la descarga orgásmica que inminentemente se avecinaba. Fuimos testigos de los 2 segundos más densos de efusión al observar como en conjunto, ambos miembros manifestaban su expulsión de esperma mágica que se dejó posar sobre nuestros pechos sudorosos. Y nos reímos. Carcajadas cómplices del desgaste más maravilloso que jamás un ser humano haya experimentado. Nos arropamos. Nos besamos. Nos dormimos. Nos soñamos.
4 horas de sueño fueron suficientes para mí. Me quedé observando a Alex unos minutos. Sus esculturales facciones corporales me tenían embobado. Incluso con sus ojos cerrados, sin poder repasar esos ojos verdes como la primavera, me hacían venerar su resplendente hermosura física. Su imponente miembro lacio se veía inmaculado recostado sobre su muslo izquierdo. De manera innata me vi forzado a acariciárselo, a darle la atención exclusiva y necesaria para poder enamorarme de su sexo. Su erección aún somnolienta se precipitó y me vi obligado a acercar mis labios, a besarlo, a hundirme en esa maravillosa escultura fálica. Comencé con suaves lamidos, luego con jugosos tragos que parecían ambrosía. El frote de mi cabeza despertó a Alex, me sacudió el cabello, gimió levemente de puro goce, acomodó sus piernas por sobre mi espalda y se dejó seducir por mi movimiento bucal. Comenzamos a repetir nuestra rutina de sexualidad y roces integrados en una fantasía erótica como pocas. Era como si fuésemos dos potros tenaces y deseosos de más. No nos cansaríamos. Debíamos aprovechar nuestros cuerpos para entendernos, porque sus historias de familia y de cuentos robados aún no los entendía bien y a esas alturas, tampoco me importaba. Solo quería ese cuerpo, lo quería para mí. Entender cada centímetro. Entender cada músculo. Cada rincón. Cada oscuridad. Cada brillantez. Él era todo placer. Esta vez estuvimos una hora sin parar. Tuvimos sexo por todo ese minúsculo departamento: en la cocina, en el baño, sobre la cama y sobre el sofá. Terminamos en la terraza y el frio se vio obligado a desaparecer porque nuestros fogosos cuerpos eran más poderosos que cualquier luz solar. Ahí con el gato de la vecina y las ostentosas nubes como únicos testigos, volvimos a eyacular con el ímpetu y gracia de dos adolecentes. Raro, porque fue incluso más poderosa que hacía 5 horas antes.
Teníamos hambre, así que Alex fue a comprar algo de comida china. Me quedé sólo en ese departamento por unos minutos. No había mucho que ver, porque el pequeño espacio estaba invadido por libros. Libros antiguos y polvorientos. Repisas de libros nuevos y lúcidos. Estantes infinitos de páginas y letras escondidas en alguna tapadura. En un rincón casi oculto encontré un libro con tapa amarilla llamado “Los de mi cuerpo y otros cuentos”. El título ya captaba mi atención. Sólo me limité a leer el prólogo. Escribía que los cuentos, creados por un tal Jacob Vol, el sexo desenfrenado y el deseo carnal masculino eran los protagonistas de las historias. Que cuando dos o más cuerpos masculinos se unían en torno al sexo, las explosiones sobresaturaban los espacios. Interesante, pensé. Algo similar había pasado en esas cuatro paredes las últimas horas. Justo al lado había 2 libros más del mismo autor con prólogos similares. Interesante al cubo, volví a pensar.
Mientras comíamos traté de indagar en esas conversaciones que habíamos dejado en el tren. Quedé impactado con la historia de su ex, de sus cuentos y de por qué no había hecho nada para intentar lograr una explicación justa. Alex reveló que la depresión en la que cayó lo postergó y lo caducó como persona. Para él haberse enamorado tal fervientemente de este inescrupuloso autor de pacotilla, le había succionado cualquier tipo de energía posible. Su depresión había sido tan siquiátrica que hasta el día de hoy estaba tutelado bajo el gobierno. Sus recetas médicas eran gratuitas y le entregaban el dinero suficiente para intentar vivir con tranquilidad. No se sentía orgulloso de su estado, pero que al menos estaba condicionado con una asistente social que lo ayudaba a conseguir trabajos como profesor reemplazante de Lenguaje en diferentes colegios municipales y eso lo mantenía más activo.
- ¿Por qué no intentas reinventarte literariamente? ¿Qué pasa con esa novela que intentas escribir? Veo que tienes libros por montones. Busca una inspiración que te saque de este encierro y sumérgete en lo que más te gusta – le aconsejé.
- ¿Sabes? – me respondió con una cálida sonrisa – La literatura, los cuentos, los textos, el estar horas y horas frente a un computador creando, me dejó exhausto y no recibí nada a cambio, excepto dolor y angustia. Créeme que por un tiempo quiero estar alejado de todo eso, hasta sanarme – terminó más fríamente.
- Te ves aún más exquisito cuando tratas de ayudar – me coqueteó y yo sonrojé.
Se abalanzó nuevamente sobre mí, me despojó de mis calzoncillos y me manoseó el culo como si el mundo se fuera a acabar. Yo no lo esquivé, me dejé seducir por su lenguaje corporal y me dejé educar por sus movimientos inadvertidos. Y volvimos a ese sexo lúbrico e improvisado que nos mantenía drogados y suspendidos en una algarabía de sudores y tactaciones imprudentes pero gustosas. El arroz y la salsa tamarindo se desparramaron por la alfombra y se incrustó en nuestras espaldas. No importaba. Solo importaban nuestras lenguas que querían ensuciarse en el otro. Solo conciliábamos en mantenernos supremos y concluir que en ese minuto no había nada más importante que nosotros físicamente unidos por la razón más básica y primitiva que puede unir a dos hombres. Sin parar de besarnos nos hundimos bajo la ducha de agua fría que necesitábamos para calmar nuestras ansias de sexo. Pero no fue suficiente. Porque ahí, al son del agua atropellarse en nuestros cuerpos desnudos, nos volvimos a amar. Esta vez de forma más adúltera. Casi sin respeto lo penetré. Sin ningún tipo de tapujo o pudor. Y él, sin licencia alguna, se entregó con exquisito dolor al principio, pero con desenfreno después. Enviciado exigió más, quería entregarse por completo y sin amonestaciones le entregué todo mi cuerpo en un solo orgasmo. Al unísono nos recostamos en la tina de ducha y aún con el agua cayendo sobre nuestras figuras nos acurrucamos para sonreír después de una nueva hazaña extractada.
Ya era tarde. La noche comenzaba a entrometerse dentro del departamento de Alex y yo atiné a recordar que existe el reloj. Nos vestimos, caminamos juntos hacia la estación de tren. No sabíamos como despedirnos. Las últimas casi 24 horas habían sido muchísimo más que una noche de sexo cualquiera, pero tampoco daba para intentar reencontramos y seguir repitiendo estas andanzas que quizás podrían transformarse en algo más serio. No convenía prometerse nada, sólo recordar que entre los dos hubo una conexión más allá de lo sexual y que eso no se encuentra en cada fiesta pornográfica de rapados musculosos. Alex repetía que estas horas habían sido un paréntesis sublime en su vida. No conocería nunca a nadie más que lo hiciera experimentar de la manera que lo habíamos hecho horas atrás. Desde lo sexual, desde lo verbal, desde lo humano. Que jamás alguien como yo podría reaparecer en su vida y que le daba un enorme miedo olvidar estas horas y olvidarme a mí. “Escríbelo” le sugerí. Me despedí de esos ojos verdes y subí al tren.
Sin duda que esa fiesta prometió, pensaba mientras me despedía del pueblo. Mal que mal las sesiones de sexo que Alex me hizo vivir, fueron… como explicarlo… ¿Orgásmico? No. Porque esa palabra se queda pequeña. Fue lo siguiente a eso y creo que el diccionario no llega a tanto.
Meses más tarde reconocí en una librería gay los mismos títulos que ojeé en el departamento de Alex, esta vez eran 4 títulos del mismo autor. No 3. El último libro se había lanzado sólo hace un par de semanas. Los compré, los leí. El último cuento se trataba de un viaje candente y delirante, plagado de confesiones. El protagonista era una víctima que se lamentaba de haber sido estafado por un cuentista y que se dejaba consolar con sexo. La historia se titulaba “Álex”.